Crítica confrontada
La libido masculina y Eva Baltasar
Esta autora construye personajes femeninos cuya relación con el deseo hacia otra mujer consiste en la identificación con la figura del hombre
Elizabeth Duval 24/10/2020
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En un plazo de tiempo muy breve Eva Baltasar ha pasado de ser una autora casi desconocida a una novelista muy leída. Publicadas primero en catalán (Club editor) y después en un número creciente de lenguas (en castellano: Penguin Random House), las dos primeras partes de su proyectada trilogía ‘Permagel’ y ‘Boulder’, han animado la discusión crítica. Convocamos a dos escritoras, Luna Miguel y Elizabeth Duval, para que confronten sus visiones sobre algunos aspectos de esta trilogía en marcha: cuerpo, deseo, sexo, género, estilo... el ministerio.
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Creo, y perdón si soy ingenua, que algo parecido a la finura juega un papel fundamental en la construcción de lo literario. No quiero decir con esto que esa esencia de lo fino o de lo bello exista de antemano, que no se trate de una construcción cultural, ni nada por el estilo: por resumirlo, por encontrar una fórmula concisa y autoexplicativa, digamos que la escritura conlleva el esfuerzo de desvelar la ordenación precisa de palabras que construye un mundo concreto. Eva Baltasar tiene las suyas, que no nos quepa la menor duda: se hartará el ávido lector de crítica cultural (subgrupo compuesto por editores, escritores y unicornios) de encontrar elogios a su prosa poética, a la sintaxis de una escritora que claramente es poeta (y premiadísima, ¡no les quepa la menor duda tampoco!), a la sensibilidad de Baltasar.
Yo ni aguanto su imaginario ni empatizo en momento alguno con sus protagonistas: interpreto el andamiaje de palabras que la autora me presenta como poco más que un producto zafio y edulcorado que sirve en bandeja para su lector o lectora, tranquilito y fácilmente escandalizable (pero capaz de escandalizarse con placer pequeñoburgués, ¡oiga!); lector que encontrará en Permafrost y Boulder (me atrevería a aventurar que, en Mamut…, también encontrará lo mismo; ya sabe usted: algunas mujeres, incluso tras la etapa adolescente de llenar diarios con citas de canciones melancólicas y versos de poetas suicidas, nos empeñamos en ser solitarias, nos sentimos raras en sociedad) la septuagesimoctava historia de una mujer lesbiana que sufre, y se quiere suicidar o bien piensa que la vida es, lágrimas, durísima; y tiene amantes, y sufre muchísimo; la enésima novela cuyo imaginario alrededor de la mujer como objeto de deseo no se desvía mucho de los caminos ya trazados por la vieja masculinidad más rancia. Senderos que todos y cada uno de sus lectores criticarían, en supremo ejercicio de wokismo (que proviene del inglés woke, despierto o espabilado, y que podríamos traducir por progre), si fueran enunciados por un hombre y, en tanto que tales, intolerables regresiones: irse de bares (por no ser más explícita), mirarle el culo a las camareras, pensar en lo buenas que están, gritar a los cuatro vientos que te las follabas; ¡pero aquí es una mujer quien pone voz a estos pensamientos, es un sujeto femenino libre y sin pelos en la lengua y que construye unas nuevas y fascinantes feminidades! “Hem follat tota la tarda com animals al límit de l'extinció, si fos un mascle segur que l'hauria prenyada”: quitándole la careta al malhechor, como en los cómics de Scooby-Doo, la nueva feminidad lésbica de Baltasar se parece extrañamente a la vieja masculinidad hetero de perro en celo y erección matutina.
Pongámonos serios: la tarea lo requiere. Imagíneme el lector con un gorro de cazador, como los que se asocian estereotípicamente a Sherlock Holmes: divirtámonos como detectives desentrañando las estructuras de lo viejo que subyacen bajo lo supuestamente nuevo. Porque, y se viene aquí un ejercicio de inducción que no debe menospreciarse, pintar de nuevo lo viejo constituye un ejercicio de mercadotecnia: aquí, en este texto, en esta crítica, no nos fiamos de Baltasar, pero me veo obligada a justificar mi recelo. Abro como abre ella: “se está bien, aquí”. Se está bien en esta crítica, digamos.
Interpreto el andamiaje de palabras que la autora me presenta como poco más que un producto zafio y edulcorado en bandeja para su lector o lectora, tranquilito y fácilmente escandalizable
Y para que bien sigamos no debemos enfangarnos en la descripción pormenorizada de los impulsos suicidas de la protagonista. No hablaremos tampoco, como si nos encontráramos en una clase de filosofía de bachillerato, de la relación exacta entre el eros y el tánatos, de las ganas que tiene la protagonista de Permafrost de matarse y de follar; porque prácticamente solo piensa en estas dos cosas: “Pienso mucho en el sexo, pero también pienso en las alturas, en las vías del tren, en Gillettes, en navajas suizas y cuchillos de cocina, en barbitúricos, en piscinas y bañeras, en ácidos, en psicópatas, en atracadores, en banderas y semáforos rojos”. Si la protagonista tiene “unas ganas difícilmente reprimibles de golpearse el cráneo con el teléfono” cuando escucha a su hermana darle la buena nueva de su embarazo, yo tengo unas ganas difícilmente reprimibles, muy difícilmente reprimibles de golpearme el cráneo con el libro ligerísimo que sostengo entre las manos. Está amargada y tiene amantes, la protagonista: lo observa todo con bilis, lo describe rápidamente, afila la realidad mediante frases cortas, vertiginosas divagaciones: anota pensamientos y los va distribuyendo poco a poco, pues aspira a que la dosis más tolerable y placentera del veneno llegue a su lector. Es graciosa, a ratos, no lo neguemos: es graciosa porque es impertinente. ¿Toca terrenos poéticos? Ejemplos de sus descripciones: “un vacío habitable entre las líneas más elevadas del pentagrama”, o bien “una sombra inadecuada en esta zona chill-out”. Hablar de poesía aquí sería disparatado, quizás: lo encuentro fácil, poco profundo; sin revelaciones. Baltasar no me deleita ni me asombra: me hace pensar que ya estamos todas un poco mayores para esto. Me pasa como con Ça raconte Sarah, una novela de Pauline Delabroy-Allard muy parecida a las de Eva Baltasar, que también cuenta una historia de amor lésbico y desencuentros: menos mal que se pasa rápido y se puede leer en la playa, que una línea se sucede sin sufrimiento con la siguiente; como dicen en una película (no muy de mi agrado) de Marc Ferrer, a la cual también podrían aplicarse las palabras que siguen, “parece que se han divertido, pero es duro de ver”. A mí el estilo de Baltasar no me seduce, pero tengo que hablar de su estilo: es un trámite necesario en toda crítica. A veces se dice por ahí (a mí me pone muy nerviosa) que algunos textos son como vómitos de su autor, como prosas poéticas desenfrenadas... ¡y se dice positivamente, como si el reflujo gastroesofágico fuera algo bueno! Los vómitos se me atragantan. No encuentro sus imágenes particularmente conseguidas, e incluso me parecen muy frecuentemente problemáticas, sin entrar ya a valorar sus contenidos: tremendamente original, clasificar su clítoris, “increíblemente triplicado en su medida”, como “un micropene altivo”. Nada, nada: la prosa poética era esto, circulen, que estamos a otra cosa. No diré más: el estilo no me interesa, es ligero, que os sea breve; mi problema con Baltasar es conceptual. No hay tampoco un hilo narrativo particularmente interesante, aunque sí me gusta más lo que se cuenta en Boulder que lo narrado en Permafrost: lo fundamental de las novelas de Baltasar es la sensibilidad de sus protagonistas, que es la misma en ambos casos. ¡Y menuda sensibilidad, qué falos tan grandes; que alguien los mida o que se midan entre ellos!
Eva Baltasar construye personajes femeninos cuya relación con el deseo hacia otra mujer consiste en la identificación con la figura del hombre y, en ocasiones, incluso con el rol sexual y social del hombre. “Eso era lo que me resultaba excitante, pensarme a mí misma en esa situación, con aquella mujer, porque casi siempre yo asumía el rol del hombre”. Las protagonistas de Baltasar son diferentes al resto de mujeres (¿y no es acaso esa actitud, la de quien dice yo no soy como las demás, algo que el feminismo ha criticado con buen criterio como una treta más, aunque sutil, del patriarcado?) porque llevan consigo el fantasma del buen macho empotrador. Te pongo deberes, lector: lee sus novelas y tómate un chupito cada vez que su protagonista dice o piensa me la follo, me la follaba, me follaba, la follaba, en esos términos exactos: compara, después, con cómo algunos hombres hablan entre sí, cuando no hay mujeres presentes, de sus objetos de deseo, y a ver quién sale mejor parado en la comparación; si Eva Baltasar o los patios de colegio a los cuales sus epítetos se asemejan.
Las amantes de sus novelas son objetos de usar y tirar, como han sido históricamente definidas las mujeres en tanto que objetos de deseo, casi putas
Las amantes de sus novelas son objetos de usar y tirar, como han sido históricamente definidas las mujeres en tanto que objetos de deseo, casi putas: “Tres meses son suficientes para agotar el interés por un cuerpo”. Si hay solidaridad en las novelas de Baltasar, particularmente en Boulder, es solidaridad con el punto de vista masculino: la amistad más profunda y la comprensión más celebrada es la que tiene su protagonista con Ragnar, la empatía del uno con el otro, incluso identificación. ¿Las protagonistas de Baltasar podrían ser hombres? No, pero casi: se imaginan como hombres cuando se quedan bebiendo hasta las tantas en la parte de atrás del bar, y también fantasean con la posición de los hombres cuando rechazan el embarazo, la maternidad, los módulos de la vida en común con otras mujeres. ¿Serán las protagonistas femeninas del futuro padres ausentes que fantasean con empotrar a sus amantes? Quién sabe, quién sabe: yo sólo especulo.
Críticas a la economía sexual masculina desde el punto de vista del deseo lesbiano hay muchas: pensemos en el libro La práctica del amor: deseo perverso y sexualidad lesbiana, de Teresa de Lauretis, en el cual se critica la noción del lesbianismo como complejo de masculinidad, donde la sexualidad lesbiana no sería autónoma de la figura del hombre, sino dependiente y proyectada en esta; se propone, en consecuencia, una identificación con el deseo perverso (afirmativamente, estamos dentro de términos psicoanalíticos: sólo será un parrafito, sean pacientes), un deseo que permanece en un punto independiente del campo de lo masculino: en fin, es evidente que la postura que asimila el deseo de una mujer por otra mujer a una posición masculina y heterosexual, a través de mecanismos como la envidia de pene es muy antigua. También hay teóricas del género, claro, que defienden que una transmutación de lo masculino puede ser emancipadora: lo ejemplifican con las mujeres butch, que según algunas lecturas podrían atacar a la hegemonía y el poder masculino (de los hombres) cortando la conexión naturalizada entre la masculinidad y sus cuerpos sexuados, usurpando sus mismos roles. Pero esta dinámica no puede darse en todos y cada uno de los casos: requiere una conciencia feminista y, sobre todo, el rechazo a los aspectos de la masculinidad que implican el ejercicio de una violencia hacia otras mujeres. Los personajes de Baltasar no rechazan esa violencia, sino todo lo contrario: participan de forma simbólica y real de ella; sus fantasmas son los mismos que aquellos de los hombres que no follan con, sino que se follan a las mujeres; y no he de insistir en lo ya dicho, pues quedó suficientemente claro.
He aquí mi tesis sobre la utilidad de estos mecanismos en la narrativa de Baltasar: no propongo que lo haga de forma consciente, por supuesto, pero la réplica de una economía sexual masculina y centrada en el deseo del hombre sirve para convertir en mayoritarias y con vocación de gran público historias que aparentemente se centran en el deseo femenino, y que por ende estarían abocadas a formar parte de un gueto particular. Nos encontramos ante un fenómeno parecido al del estudio según el cual las lesbianas se desearían simplemente porque ese deseo excitaría a los hombres; y no, no miento: ese estudio lamentable existió de verdad, igual que existen películas sobre lesbianas construidas desde una visión libidinosa y masculina (pienso en ti, La vie d’Adèle). Todo queda en un ejercicio de mercadotecnia: vendiéndonos unas migajas de representación y modernidad sustentadas en figuras deseantes femeninas, sus novelas nos presentan modelos que son fácilmente asumibles por el lector heterosexual; historias que se parecen mucho al deseo de toda la vida, al deseo narrado mil veces antes. El lector encuentra a Baltasar de su agrado, porque Baltasar no le confronta con nada nuevo: cambia a las protagonistas, provocando un ligero desplazamiento, para situarlas en el mismo lugar tópico revisitado hasta la saciedad. Así vende tanto: no es literatura transformadora, es conservadurismo funcionalista cuya trampa puede ser comprada tanto por lectores y lectoras heterosexuales como por un público lesbiano no politizado. No son novelas con vocación de finura, no quieren desvelarnos nada: funcionan como plato precongelado al cual nuestras papilas lectoras ya están muy bien acostumbradas. El barniz modernillo sobre la vieja economía heterosexual tiene muchos encantos: no conserva, para mí, el encanto de ser interesante. No se crea el lector tampoco que yo defiendo un modelo del amor lesbiano en el cual todas nos tratamos con dulzura, casi como seres etéreos que ni follan ni se desean apasionadamente: claro que follamos, claro que nos detestamos, claro que buscamos con ardor; simplemente defiendo un modelo que no esté impregnado del machismo sucio y dandi del siglo XX. El juguete funciona: Baltasar ha vendido mucho, ha sido premiada, se ha hablado de ella... y se ha hablado bien. Pero que alguien diga, por favor, que la reina está desnuda, y que sus hábitos se parecen mucho a los de un rey con derecho de pernada.
Quedaron desatados nuestros nudos: ha llegado el momento de las concesiones finales. Hay belleza, claro. Pienso en cuando sus narradoras dicen cosas así: “Soy especialmente sensible a los detalles que distinguen el día de hoy de todos los demás. Cada gesto es una migaja que dejo caer detrás de mí. Una migaja sola no significa nada, se pierde en el paisaje cotidiano. Un hilo de migajas ya es otra cosa, señala un camino”, o “Y me doy cuenta de que el sexo es la mentira más fácil, porque aquello a lo que llamamos alma y que parece habitar la habitación compartida del amor no es real, no es nada, solamente dos ojos que se miran como si amaran. Y eso depende del cuerpo, del cuerpo y del cerebro, que sabe dar a los ojos la forma de la pasión”. Boulder, insisto, me parece una novela muy superior a Permafrost, que quedó en mi memoria como un casi-diario o colección de notas prácticamente infumable; ignoro si esos efímeros momentos de belleza que puedo identificar en los textos de Baltasar son suficientes, si acaso sirven para diluir lo profundamente incómoda que me hace sentir su narrativa. Aviso a los lectores bienaventurados: no es siempre positivo que un texto te sitúe en sensación de incomodidad. A veces quiere decir, simple y llanamente, que replica comportamientos y pensamientos muy, muy rancios, y que tú preferirías alejar de tu cabeza y de las cabecitas de aquellos a los que quieres. No me inspira Eva Baltasar: no veo en sus narradoras a mujeres libres e independientes, mujeres fuertes que hacen lo que quieren; veo un macho que sigue siendo el mismo perro con distinto collar. Y la solución a que perra sea un término peyorativo, sentencio, no tendría que ser convertirnos ahora todas en perros y sacar el rabo: si el título de Mamut tiene que ver con la resurrección de especies extinguidas, alguien tiene que recordarle al mundo que modelos de machos deseantes ya hay suficientes y que mejor estarían si se quedaran en el pasado lejano, gracias.
CODA FINAL: Quiero agradecer, lo primero, a Déborah García Sánchez-Marín: esta crítica no habría sido posible sin nuestras conversaciones en común. Entre la ristra de adjetivos que calificaban al lector de Baltasar estaba también, al principio, el adjetivo “catalanoparlante”. No era mi intención construir un estereotipo de lo catalán, claro: aludía simplemente al hecho de que Eva Baltasar es una autora catalana que escribe en catalán, cuya obra yo he leído en catalán y cuyos textos en catalán van dirigidos a un público que lee en esa misma lengua. No buscaba yo pintar ningún desafortunado retrato de los catalanes como pequeñoburgueses fácilmente escandalizables, Dios me libre: yo también soy una pequeñoburguesa, aunque no catalana, y yo también me escandalizo en ocasiones. En Twitter me llamaron, en consecuencia, etnicista neofranquista, castellanohablante colonialista catalanófoba e izquierda posmoderna con trasfondo imperialista de formación del espíritu nacional. Reivindico, en todo caso, el derecho humano universal a los recursos literarios... pero también mi voluntad de que una crítica se lea como una crítica, y el centro de este texto no está en absoluto en la cosa catalana. No sé yo si hay mucha diferencia entre los twitteros enfadados y los perros en celo que describía antes: ya hay suficientes, nos sobran, n'hi ha prou; qué patrias tan grandes, que alguien se las mida o que se las midan entre ellos. Como diría una buena amiga, yo no me entretengo jugando con machos fachos.
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Elizabeth Duval
Es escritora. Vive en París y su última novela es 'Madrid será la tumba'.
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