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El 30 de noviembre de 2019 participé en una mesa de autores de cómics sobre salud mental en el segundo congreso de Medicina Gráfica, realizado en Zaragoza. Lo organizaba un colectivo de profesionales relacionados con la sanidad que entienden que los cómics, las novelas gráficas y los dibujos en general tienen una gran utilidad para pacientes, sanitarios y docentes. Consideran que, entre sus muchas virtudes, permiten reflexionar más allá de los parámetros que ofrece la institución (sea esta cual sea) y humanizan el dolor. Fue un buen sitio donde poder hablar sin tapujos y sentirse escuchado, tanto con el micro como en los pasillos.
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Durante el desarrollo de la mesa, los moderadores nos preguntaron por nuestra relación con los profesionales. En términos generales, puedo afirmar que mi experiencia ha sido históricamente mala (y hablamos ya de veinte años), especialmente en los centros de salud mental. Sin embargo, quise señalar a una persona en concreto de la que recibí apoyo: mi médico de cabecera de un ambulatorio de Vallecas. Es curioso porque, menciones donde menciones este barrio madrileño, todo el mundo lo conoce. Se sabe que es un barrio populoso, obrero y humilde. Y digo esto porque creo que es crucial para poder entender algunas de las reacciones que se produjeron y la capacidad generalizada del auditorio para entender lo que planteé.
Ya había hablado de este señor en otros lugares, pero me temo que no frente a más de un centenar de profesionales de la salud. Esos otros espacios han sido básicamente charlas, talleres y grupos de apoyo mutuo. Espacios donde la mayoría de las personas que los integrábamos habíamos sido diagnosticadas por la psiquiatría en algún momento de nuestras vidas. Sin embargo, hacerlo aquí me hizo tomar conciencia del calado que había tenido para mí esa precaria relación en aquel atestado centro de salud. El profesional que mejor me ha atendido en relación a mi sufrimiento psíquico es un tipo cuyo nombre no recuerdo, con una consulta en un sótano y una sala de espera donde había casi siempre que tomarse las cosas con calma. Soy incapaz de recordar cómo salió el tema, si porque me preguntó algo acerca de la medicación, porque me vio nervioso o porque sencillamente salió mi diagnóstico en la pantalla de su ordenador. Había pasado la noche sin dormir y por la mañana era incapaz de ir a trabajar, escucho voces en la cabeza desde los 19 años y en ocasiones la vida se pone cuesta arriba. Me pasa ahora y me pasaba entonces. Me preguntó cómo lo llevaba, lo hizo sin paternalismos (ese gran clásico de la atención en salud mental), de manera franca y directa. Por una vez, sentado en una consulta frente a alguien con un bata blanca, no era un sujeto psicótico, no estaba descompensado, no se cuestionaba mi adherencia al tratamiento, no se me hablaba como si fuera imbécil, como si no supiera lo que me pasaba. No hubo rastro de condescendencia, no entró en juego ningún lenguaje artificial. Yo era un vecino del barrio, un trabajador, y él mi médico de atención primaria. Sentí que estaba preocupado por mi salud, y hablé. Le conté básicamente el tipo de experiencias que tengo y cómo afectaban a mi vida diaria, sin digresión alguna, de manera concisa (posiblemente pensando en el resto de personas que aguardaban al otro lado de la puerta). No hicieron falta grandes relatos biográficos, lo esencial ya lo había dicho o estaba implícito: vivía en Vallecas (luego rico no era), era un asalariado (ya me había firmado una baja por una gripe terrible unos meses antes) y tenía problemas de salud mental. Fue entonces cuando me dijo lo que conté en el congreso, que no debería ser fácil vivir con ello y que si algún día pasaba una mala noche o tenía problemas con la medicación me pasara por su consulta para que me diera un justificante que entregar en el trabajo. Para el resto estaba mi centro de salud mental de referencia, donde me realizaban el seguimiento (y donde llegué a tener tres psiquiatras diferentes en un mismo año, y en un momento de colapso del centro llegué incluso a no tener).
Ese tipo supo algo básico que no suele tenerse en cuenta: necesitaba mantener mi empleo. Porque si lo perdía, mi cabeza (léase: mi salud) estaría en riesgo
Ese tipo supo algo básico que no suele tenerse en cuenta: necesitaba mantener mi empleo. Como el resto del barrio que todavía conservaba uno en mitad de la crisis financiera que irrumpió hacia el 2008. Porque si lo perdía, mi cabeza (léase: mi salud) estaría en riesgo. No hace falta un conocimiento especializado en las llamadas enfermedades mentales para saber que tanto las experiencias psíquicas inusuales (en mi caso alucinaciones auditivas) como los psicofármacos pueden complicar el día a día de un trabajador. He perdido muchos trabajos, sé de lo que hablo. Ese no lo perdí, ese, con los años, lo dejé. Y no lo perdí básicamente porque tenía recursos que poner en juego cuando las cosas se ponían feas, y uno de los más importantes me lo ofreció mi médico de cabecera. Lo realmente curioso es que creo que en cosa de cinco años solo recurrí a él dos veces, y de lo que estoy seguro es de que impidieron bajas laborales de varios días y previsibles subidas de medicación (es decir: gasto y cronificación). Descansaba un día entero, pasaba la tormenta y volvía a levantarme a la mañana siguiente para coger el tren de cercanías y luego el metro hasta la oficina: “Buenos días compañeros, estoy hecho polvo de la tripa” (es importante jugar bien y no sacar un táper con puchero a la hora de comer para que resulte creíble). Lo que me dieron en aquella consulta fue tranquilidad, el reconocimiento de que era un hombre adulto y se me trataba como tal.
Esta última afirmación puede rechinar en algunos oídos, pero, desgraciadamente, la infantilización de quienes pasamos por los dispositivos de salud mental es una tónica habitual, por eso en ocasiones nos hablan con diminutivos (“estás muy malito”) y las unidades de agudos están llenos de mandalas para colorear. Siempre he pensado que tras ese tipo de comportamientos hay básicamente dos ideas operando:
La primera es que hay una cierta intraducibilidad de la propia locura que hace que los mecanismos de atención fallen, por lo que la responsabilidad no está en esos mecanismos y en los profesionales que los desarrollan y aplican, sino en la insania de la persona (o lo que es lo mismo, en la propia persona). De la responsabilidad fácilmente se pasa a la culpa, y ahí ya no hay disciplina que pueda hacer demasiado. Esa es una de las razones por las que creo que en salud mental se tiende a caer en inercias de las que es muy difícil escapar como profesional. El uso del lenguaje sería una de ellas.
La infantilización de quienes pasamos por los dispositivos de salud mental es una tónica habitual
La segunda tiene que ver con la percepción de que lo que nos sucede es crónico, no tiene cura y nos hemos quedado escacharrados para siempre. Los diagnósticos de trastornos mentales graves son los que se ven más afectados por esta consideración más o menos consciente (hago esta matización porque sobre el papel parece que hay cierto consenso contra la cronicidad en salud mental, pero los hechos siguen siendo igual de obstinados que hace dos décadas).
Al final estamos hablando de prejuicios epistémicos que condicionan toda la relación entre paciente y profesional sanitario. De parte a parte. Y nosotros, los sujetos que somos atendidos, somos conscientes de ello, aunque cueste creerlo. Sabemos que no hay ninguna reciprocidad en la mayoría de las ocasiones. Estamos atrapados entre el reduccionismo y el determinismo: el saber médico cree saber más de lo que nos pasa que nosotros mismos, pese a que es un saber poco operativo que se limita a suministrar ingentes cantidades de psicofármacos y carece de metodología y herramientas para acceder a la experiencia radicalmente subjetiva que es la locura, a la vez que tiene una idea demasiado clara de lo que va a suceder con nuestras vidas.
Los pacientes no podemos sustraernos a esa lógica aplastante. No dentro de las instituciones que acogen y alimentan. Llevo la mitad de mi vida buscando caminos para salir de ella y buscar fuera. La premisa básica de la que parto es que donde no eres escuchado no existes realmente, y por lo tanto es complicado que puedas iniciar un camino de recuperación (porque yo sí creo firmemente que podemos recuperarnos). Esta es la razón por la que desde hace años me interesan los grupos de apoyo mutuo, los proyectos peer to peer en las unidades de agudos o las narraciones en primera persona. Siempre he buscado formas de cortocircuitar con el guion asignado, de evitar ese lento e implacable deslizarse por la pendiente hasta el futuro pronosticado. Son maneras de vivir y estrategias de supervivencia a la vez. He ido completando mi propio inventario vital con ellas, en el que ahora toca añadir, aunque sea a tiempo pasado, a mi médico de cabecera vallecano.
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El 30 de noviembre de 2019 participé en una mesa de autores de cómics sobre salud mental en el segundo congreso de Medicina Gráfica, realizado en Zaragoza. Lo organizaba un colectivo de profesionales relacionados con la sanidad que entienden que los cómics, las novelas gráficas y los dibujos en general tienen...
Autor >
Fernando Balius
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