Gramática rojiparda
La España duplicada
Asistimos impertérritos al espectáculo de una España real donde los desahuciados mueren de frío mientras en la España ficcional esos muertos, con un cuchillo entre los dientes, entran en tu casa y te degüellan para ocuparla
Xandru Fernández 13/12/2020
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No es tan raro que uno tenga la sensación de vivir a la vez en dos universos paralelos. No es algo que ocurra solamente desde que existe internet, ni siquiera desde que existe la televisión: lo normal es habitar ciudades superpuestas, una de carne y heces, donde hacemos pie y nos ganamos el sustento y hacemos por mantenernos vivos, la otra espiritual y leve, por donde circulan las noticias, las ideas y los anhelos. Desde que somos pequeños se nos previene del peligro de tomar la ciudad ideal por la real, de dar a los sueños más veracidad que a los sinsabores de la cotidianidad, se nos instruye para renegar de la fantasía como si en esa ilusión acechara un peligro innominado. Pero no solo es en vano, es que ni siquiera se nos dice en serio: en el fondo, se nos alienta a mirar la cotidianidad con los ojos llenos de fantasía, a creer más reales las ilusiones de la ficción, a tomar por sólidas las creaciones etéreas de la imaginación. Por eso funciona la publicidad, porque queremos ser la voz sin cuerpo de ese anuncio de coches de lujo, aunque de cerca nos parezcamos más a los probos ciudadanos de Compramos Tu Coche Punto Es.
Políticamente es un lujo que una sociedad adocenada simule vivir en un país de mentira, porque así las mentiras del país de verdad lo parecen menos. A todos nos ha sorprendido alguna vez enterarnos de que una porción significativa de vecinos nuestros apoyaba una medida intolerable, pero es esa extrañeza la que explica que mantengamos a duras penas algo tan frágil como esta democracia pespunteada que nos dimos entre todos o que nos dio alguien o que nos legó Franco en su lecho de muerte, depende de a quién escuchemos y a qué hora. Que no coincidan nuestros países inventados es la condición del equilibrio, lo que hace que ninguno de ellos domine del todo sobre los demás. Podemos vivir unos con la creencia de que España es un país católico hasta las cachas, persuadidos otros de que no hay sociedad más pagana que la española y un tercer grupo con la convicción de que España es tan plural y diversa en sus cultos que merecería la pena sacar un molde de lo nuestro y venderlo en los mercados extranjeros como ejemplo e ideal de convivencia sin fricciones. Algunos ni siquiera creemos que ese país exista. Si podemos vivir así es porque todos, sin excepción, encontramos a diario pruebas incontrovertibles de que nuestra ficción es eso, una ficción, y que ni somos más católicos que los polacos ni más laicos que los franceses ni más plurales, tolerantes y diversos que los holandeses (ni más inexistentes que los belgas).
En los escasos momentos en que coinciden los países ficticios de la mayoría es cuando más peligro corremos de que el país de verdad se vaya al guano. Es fácil verlo en los relatos que estigmatizan a las minorías: extranjeros, enfermos mentales, lenguas minoritarias. Fijémonos en este caso en particular. Tan solo en el último mes, Vox recurría ante el Tribunal Constitucional el uso de la lengua asturiana en el parlamento autonómico, el community manager de unos grandes almacenes catalanes respondía a un correo electrónico redactado en catalán con un “no le entiendo” y un premio Nobel de literatura festejado y leído en todo el mundo como referencia ineludible de la literatura en castellano colaba un artículo en un diario de gran tirada defendiendo con argumentos de palurdo que la segunda lengua más hablada del planeta está seriamente amenazada. Si esto es así es porque cada uno de esos discursos encuentra aquiescencia o aplauso en el fuero interno de miles o millones de personas que comparten esos prejuicios y esa visión de las cosas. Lo cual ya es un fracaso educativo de primer orden. Pero que ese sesgo se eleve a rango de ley, que empape las sentencias judiciales y los decretos del gobierno, es posible solamente cuando se ha cercenado la posibilidad de un equilibrio entre lunáticos de perfiles contrapuestos. Lo cual es un fracaso político, democrático. Por decirlo rápido: mejor un país donde convivan y se despellejen en igualdad de condiciones los que creen que solo los hablantes de castellano deberían tener derechos constitucionales y los que creen que el euskera es la lengua originaria de la humanidad, que ya se hablaba en el Edén y que el mismísimo Dios del Génesis entregó a Adán para que le cantara himnos y villancicos. Los problemas empiezan cuando solamente uno de esos dos tullidos culturales tiene acceso a los presupuestos generales del Estado y/o a la función pública. Entonces es cuando solo uno de los muchos países de ficción se impone al país real y lo vuelve inhabitable.
Prácticamente todos nos hemos formado una opinión apoyándonos en informaciones sesgadas, argumentos hilvanados a toda prisa y estudios incompletos o inconcluyentes
Hasta no hace mucho, yo era de los que creían que cuanto más potentes los medios de comunicación interpersonal y de intercambio de opiniones, más intensa sería la cocción de ideas y la fabricación de conocimiento bien informado. Que la pluralidad irreductible de países imaginarios dialogaría en una especie de burbuja ideal de tráfico de ideas. Ha bastado una pandemia para que esa fe, ya prendida de un hilo, se viniera abajo: no ha sido la profusión de información la que ha dominado la dieta intelectual de estos últimos meses, y mucho menos la gestión política de una crisis que no por sanitaria deja de ser, fundamentalmente, económica y social. Aquí prácticamente todos nos hemos formado una opinión apoyándonos en informaciones sesgadas, argumentos hilvanados a toda prisa y estudios incompletos, contradictorios o inconcluyentes. Es normal que fuera así y es normal que la mayoría haya cambiado de punto de vista y adoptado convicciones diferentes con el paso del tiempo. Y puede que también sean normales la pasión y la agresividad con que hemos aderezado todas esas convicciones, pero no por ello deja de ser una vergüenza.
Tenemos una sociedad mal informada y un sistema político cuyo mantenimiento depende de periódicas exhibiciones públicas de paternalismo y cinismo a partes iguales. Puede parecer coincidencia que en medio de una pandemia se haya aprobado una ley de educación y se haya permitido huir al extranjero a un ex rey y ex jefe de Estado con el aplauso de los poderes económicos, políticos, judiciales y mediáticos. Y seguro que será coincidencia. Pero es una coincidencia sintomática del punto en que nos encontramos: nadando en el líquido amniótico de una pesadilla ectópica en la que pretendemos que la salud mejore sin gastar en sanidad, que la educación mejore sin que nadie sepa cómo y que los desempleados paguen con sus impuestos los agujeros que deja el rey emérito. Mientras los restos de la izquierda política se disuelven rápida e irreversiblemente en el magma del puritanismo moral, justo cuando más falta hacía una defensa crítica de nuestro maltrecho Estado del Bienestar, asistimos impertérritos al espectáculo de una España real donde los desahuciados mueren de frío mientras en la España ficcional esos muertos, con un cuchillo entre los dientes, entran en tu casa y te degüellan para ocuparla. Tal vez el problema de España no es que esté vacía, sino que está duplicada. Como si con una no tuviéramos bastante.
No es tan raro que uno tenga la sensación de vivir a la vez en dos universos paralelos. No es algo que ocurra solamente desde que existe internet, ni siquiera desde que existe la televisión: lo normal es habitar ciudades superpuestas, una de carne y heces, donde hacemos pie y nos ganamos el sustento y hacemos por...
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Xandru Fernández
Es profesor y escritor.
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