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La Carta Magna

El honor de los muertos y otros obstáculos a la libertad en España

En la España democrática, el derecho constitucional al honor se ha instrumentalizado no solo para constreñir libertades sino para proteger a representantes, vivos o muertos, de la dictadura franquista

Sebastiaan Faber 29/01/2021

<p><em>Un lance en el XVII</em></p>

Un lance en el XVII

Francisco Dominguez Marqués

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A Ernest Hemingway le fascinaban tanto las blasfemias castellanas, que en Por quién doblan las campanas (1940) se empeñó en traducirlas literalmente al inglésal mismo tiempo que, por motivos comerciales, decidió sustituir el verbo “cagar” por eufemismos varios. Así, su novela acabó repleta de frases absurdas como “I obscenity in the milk of your fathers” (yo obscenidad en la leche de vuestros padres) que perviven intactas incluso en las ediciones más recientes. (En la traducción al castellano de DeBolsillo, en cambio, los personajes se cagan sin complejos.)

Si los españoles de Hemingway estaban obsesionados con lo escatológico en su doble sentido –la mierda y la muerte–, la jurisprudencia de la España postfranquista parece confirmar que esta idiosincrasia antropológica ha sobrevivido en años democráticos. “Me cago en (todos) tus muertos” es una frase citada en 1.888 de los autos y sentencias indexados en el buscador del Centro de Documentación Judicial, incluidos 42 del Tribunal Supremo. La jurisprudencia advierte de que, en términos penales, “me cago en tus muertos” es una frase potencialmente injuriosa en la medida en que lesiona la dignidad del afectado. Así, por ejemplo, lo estableció el Supremo en STS 841/1999, en un caso donde la maldición fue lanzada por un taxista de Almansa a un policía. Una década después, en STS 452/2010, el magistrado ponente José Antonio Martín Pallín ratificó que la frase en cuestión –en este caso, proferida de forma repetida por un marido abusivo a su mujer– era especialmente grave “al considerar que hacía rememorar a la víctima la muerte de sus seres más queridos”. 

La Carta Magna señala el derecho al honor, a la intimidad y a la imagen como límite a los derechos a la libertad de expresión, de creación, de cátedra y de información

En el Código Penal español (Título XI, artículos 205-216), la injuria (si es grave) está clasificada como delito contra el honor, junto con la calumnia, que se define como un insulto basado en una mentira consciente. Y es que la verdad importa, penalmente hablando, así como el estatus de la persona afectada y el contenido del insulto. Así, quedan exentas de responsabilidad penal las injurias que sean veraces, con tal de que se dirijan a funcionarios públicos y tengan relación con sus cargos. En otras palabras, el Código Penal permitiría acusar de ladrón a un político corrupto, pero no de asesino si no ha matado a nadie. Tampoco se le puede llamar borracho, aunque lo sea, si su alcoholismo no tiene relación con su cargo. Eso sí, el Código Penal reserva un lugar privilegiado para las injurias contra la Monarquía (art. 491), en las que no importan ni la veracidad ni el cargo. (En lo civil, el derecho al honor está protegido por la Ley Orgánica 1/1982.)

El derecho al honor de toda persona está consagrado en la Constitución Española, donde aparece en dos artículos. En el 18, “se garantiza el derecho al honor, a la intimidad personal y familiar y a la propia imagen”. Pero en el 20, además, la Carta Magna señala estos tres derechos (al honor, a la intimidad y a la imagen) como límite a otros cuatro derechos fundamentales: la libertad de expresión, de creación, de cátedra y de información. En qué lugar preciso se sitúa este límite y cómo se aplica lo han venido determinando los tribunales, en decisiones muchas veces controvertidas. Es más, para varios juristas prominentes las interpretaciones de los jueces en esta área han sido sintomáticas de graves deficiencias en la cultura judicial española. En la España postfranquista –afirman– el derecho al honor ha servido como arma judicial para limitar de forma indebida las libertades y los derechos de políticos, periodistas, investigadores y ciudadanos de a pie, sobre todo en lo relativo al pasado dictatorial del país. Veamos tres ejemplos.

1. En junio de 2020, la Audiencia de Madrid ordenó reabrir diligencias por injurias y calumnias contra un grupo de reporteros y entrevistados que, dos años antes, habían colaborado en un reportaje televisivo en Cuatro sobre la fortuna económica de los Franco. La doble demanda, civil y penal, la presentaron los nietos del dictador, alegando que el programa tenía un “claro contenido difamatorio y de desprestigio”. En la demanda civil, afirmaron que la emisión había proferido falsedades para promover “una situación de hostilidad, incitando a la discriminación, el odio o la violencia” como parte de una “campaña de desprestigio”. El programa –afirmaban– habría dado una imagen sesgada de la dictadura, al excluir “cualquier connotación que pueda resultar propicia al régimen anterior”.

2. Este pasado noviembre, la Audiencia de Madrid ratificó la condena a Teresa Rodríguez, líder de Adelante Andalucía, por vulnerar el derecho al honor de José Utrera Molina, destacado dirigente político durante el franquismo y ministro y Secretario del Movimiento en el último Gobierno del dictador. En mayo de 2019, una jueza de primera instancia de la Audiencia Provincial de Madrid había multado con 5.000 euros a Rodríguez por un tuit de marzo de 2018 que identificó a Utrera “entre los responsables” del “asesinato” de Salvador Puig Antich, ejecutado en 1974. Según la jueza, el tuit tuvo una “carga ofensiva” para el fallecido y, por tanto, una falta de respeto “al dolor de los familiares ante el fallecimiento de un ser querido”. La ejecución de Puig Antich, alegaba además, no fue “asesinato” porque su condena a muerte “se ajustaba a la legislación vigente en dicho momento”. 

3. La emisión en 1994 del documental Sumaríssim 477, un trabajo de Dolors Genovès sobre el juicio sumarísimo de 1937 en la zona sublevada que acabó en la condena a muerte del político Manuel Carrasco i Formiguera, provocó una demanda de los familiares de una de las personas incluidas en el relato histórico, Carlos Trías, que había servido de testigo de cargo (murió en 1969). Un juez de primera instancia concluyó que el programa llevaba “al ánimo del público un juicio negativo y desmerecedor del Sr. Trias Bertrán lesivo de su honor y del de sus hijos”. La sentencia, confirmada en apelación, fue rechazada en 1999 por el Supremo, que determinó que lo afirmado en el documental se ajustaba a la libertad de información y expresión y que, dada la veracidad y relevancia pública de los hechos narrados, esas libertades primaban sobre el derecho al honor de Trias y su familia. Agregaba el Tribunal, además, que no le incumbía a la judicatura “enjuiciar la Historia, sino … aplicar el Derecho” (STS 1581/1999). 

Cuando, en 2004, el caso Genovès por fin llegó al Tribunal Constitucional, este aprovechó para confirmar la sentencia del Supremo y, de paso, afirmar “la libertad científica del historiador”. En su habitual estilo farragoso, el Tribunal reflexionó: “No se nos pide … que enjuiciemos ahora informaciones y opiniones vertidas sobre un suceso del presente, sino que examinemos manifestaciones que tuvieron por objeto un hecho ya histórico, y ello no sólo en el sentido de un hecho que tuvo que ver, trágicamente, con la vida pública del país, y no con la biografía íntima de sus protagonistas, sino también, en la acepción más propia de la historicidad, de un hecho cuyos efectos –los inmediatos, al menos– están ya por completo sustraídos a la acción de las generaciones vivas”. El TC también subrayó la importancia de que “formemos nuestra propia visión del mundo a partir de la valoración de experiencias ajenas”, para lo cual es esencial “la existencia de una ciencia histórica libre y metodológicamente fundada”. 

Aunque el TC afirma la importancia de la historia como un campo que debe poderse investigar, da también por hecho que esas investigaciones ya no incumben a los tribunales

En su momento, la decisión del TC fue recibida con beneplácito por muchos juristas, entre ellos Bartolomé Clavero, catedrático de Historia del Derecho. (“La tomé como una estupenda proclamación del valor cívico, aunque no constitucional, de la historiografía”, admitió en un artículo reciente.) Hoy, sin embargo, Clavero considera que su reacción inicial fue ingenua. En particular, le chirría la distinción tajante que establece el TC entre Historia y Derecho. Aunque el TC afirma la importancia de la historia como un campo que debe poderse investigar libremente, da también por hecho que esas investigaciones ya no incumben a los tribunales. El Tribunal asume, en otras palabras, que lo que pueda descubrir una historiadora sobre, digamos, la actuación de un oficial del régimen franquista ya nunca va a poder traducirse en una demanda judicial. 

De ahí también que el Tribunal se haya negado siempre a revisar sentencias judiciales de la época franquista que, desde el marco constitucional actual, serían contrarias al derecho. “Por lo visto”, resume Clavero, “la dictadura franquista fue un régimen, no de hecho institucionalizado, sino de derecho pleno, por lo que habrá de juzgársele siempre conforme a sus propios parámetros. Aquello además, se nos asegura, ya es historia, con lo cual ni siquiera cabe el juicio a unos efectos que no sean de historiografía, sino de derecho”. 

Para Clavero, la sentencia del TC indica que sus magistrados se niegan a asumir el derecho internacional en lo que respecta a la justicia transicional y los DD.HH.

Para Clavero, la sentencia del TC indica que sus magistrados se niegan a asumir el derecho internacional en lo que respecta a la justicia transicional y los derechos humanos. Esa misma ignorancia voluntariosa la ha exhibido en sus decisiones más recientes sobre el establecimiento de comisiones de la verdad en Navarra. Según Clavero, esta actitud del TC es sintomática de problemas profundos en una cultura jurídica española “que sella la impunidad de una dictadura y que se ensimisma en su condición profesional”: “Aquí, en España, con todo lo visto, la jurisprudencia constitucional acerca de la dictadura franquista puede reconocer el derecho a la verdad, pero no el derecho a la justicia”. Se ha acabado por “recluir en la Historia las responsabilidades franquistas para eximirlas del Derecho”.

Para Joaquín Urías, profesor de Derecho Constitucional, la interpretación del derecho al honor en casos como el de Teresa Rodríguez manifiesta problemas similares. “Hay que comprender que el derecho al honor no significa que tengas el derecho a que hablen bien de ti”, apunta, “sino que tengas la reputación que te merezcas según tu comportamiento”. Y dado que la libertad de información, por su parte, protege el derecho a recibir y transmitir información veraz, en principio no tiene por qué haber conflicto entre honor e información. Una información, por más negativa que sea, no puede infringir sobre el honor si es verdadera. 

Aunque el artículo sobre la libertad de expresión en la CE sigue casi literalmente al de la alemana sería impensable que en Alemania se invocara al honor para blanquear el nazismo

“El problema, por tanto, no radica en la interpretación que hacen los tribunales del honor, sino en su interpretación de la verdad ”, afirma Urías. “Es lo que ha ocurrido en la condena a Rodríguez, donde la jueza asume como verdad la ley franquista como si se tratara de un Estado de derecho democrático”. Esto es a todas luces aberrante: “Si tú eres ministro de Franco, la verdad es que, en efecto, eres un asesino porque toda la administración franquista contribuía a mantener un sistema criminal. Pero como esa verdad del franquismo nunca se ha establecido judicialmente, cada juez tiene que inventársela”. Por tanto, mide un abismo entre la aparente modernidad de la ley española con referencia al honor y su interpretación por los tribunales. Aunque el artículo sobre la libertad de expresión en la Constitución Española sigue casi literalmente al de la alemana, por ejemplo, sería impensable que en Alemania se invocara al honor para blanquear la imagen del nazismo.

Para Espinosa, no hay duda de que la justicia española en época democrática ha privilegiado el honor de los vencedores de la Guerra Civil sobre el de los vencidos

Pero allí no se acaban los problemas. Si el derecho al honor puede verse como una afirmación radical de la igualdad ante la justicia –toda persona lo goza por ser persona– en la práctica ha sido un instrumento de desigualdad. “El derecho al honor en realidad es patrimonio de ciertos sectores sociales”, asegura el historiador Francisco Espinosa, investigador destacado de la represión franquista y autor del libro Callar al mensajero (2009), que detalla 13 casos judiciales en que los tribunales intentaron impedir que se publicitaran hechos relativos a esa represión. Para Espinosa, no hay duda de que la justicia española en época democrática ha privilegiado el honor de los vencedores de la Guerra Civil sobre el de los vencidos. “En este sentido es llamativo”, apunta, “que el archivo de la Causa General –el proceso abierto por el franquismo contra los vencidos– sea accesible por Internet desde hace muchos años mientras la documentación judicial militar, digitalizada ya en muchos sitios, solo pueda consultarse en las oficinas de los propios organismos oficiales por exigencia de los convenios con Defensa”. Que los afectados recurran a la justicia y que esta con frecuencia les dé la razón ha tenido un efecto negativo sobre las investigaciones de la represión, afirma Espinosa: “la gente es consciente de lo que se le puede venir encima y se autocensura”.

Raíces históricas

Para Alejandro de Pablo Serrano, autor de dos libros sobre el tema, los problemas actuales tienen claras raíces históricas. “Los españoles tenemos en nuestras venas un concepto muy literario de honor, que se ha tendido a valorar en exceso, como se ve hasta en el teatro del Siglo de Oro. Esa tendencia, en cierto sentido, se mantiene hoy. Aunque las leyes españolas actuales se parecen bastante a las del entorno europeo, dejan menos espacio para las libertades de expresión y de información que otras constituciones europeas, y bastante menos de lo que se da en el ámbito angloamericano”.

El supuesto derecho al honor de los muertos que invocan algunas sentencias, por otra parte, “es muy peregrina”, afirma De Pablo. “Solo se puede tolerar en la medida en que se crea que el ataque al fallecido repercute en personas vivas, por ejemplo sus parientes. Pero el honor es un derecho de la personalidad y como tal se extingue con el fallecimiento”. Así también es muy cuestionable jurídicamente la protección reforzada del honor del rey. Al contrario, dice De Pablo, “siendo una figura pública, debería tolerar mayor intromisión” que otros ciudadanos.

Para el filósofo José Luis Villacañas, la cultura judicial en España hoy refleja patrones de largo abolengo. “El problema ancla en viejas concepciones castizas del honor que ha estudiado muy bien la antropóloga Christiane Stallaert y que están firmemente consolidadas en el derecho histórico español desde la Edad Media, el Fuero Viejo de Castilla”, afirma el catedrático de Historia de la Filosofía. Esta idea del honor, apunta, pervivió en la cultura jurídica del franquismo de la mano de una interpretación muy peculiar del derecho natural católico. Según esta, el honor, concebido como un derecho natural, “llega a afectar a toda la línea familiar concebida como unidad, como un derecho natural, consustancial con la existencia familiar de la persona”. La protección de ese honor tiene dos dimensiones: “primero, el derecho al duelo y, luego, el derecho a la defensa judicial, que no deja de ser una especie de duelo civilizado”. 

La conexión entre Medievo y franquismo radica en la idea antigua de la hidalguía, que el tradicionalismo franquista entendió como un elemento fundamental del ser español: “El ‘hijo de algo’ tiene valor y honor por descontado y está en condiciones de defenderlo ante sus pares jueces, que desde luego comparten esta comprensión de las cosas, incluso intensificadas”, apunta Villacañas. “Al facilitar el reconocimiento recíproco de los actores, este concepto del honor acaba funcionando como un dispositivo de privilegio estamental”.

Para el filósofo, la continuidad entre la judicatura franquista es cultural así como legal. “La divisa desde la ley a la ley implicaba aceptar la dictadura como ley con plenitud normativa sin referencia alguna a otra normatividad superior”, dado que, para el régimen, “esa normatividad superior era la comprensión tradicional del mundo que era santificada por la calificación de ‘católica’. La esencialidad católica de España permitía sancionar todas las tradiciones españolas y por tanto las connotaba de perennidad y eternidad inmutable”. Para Clavero, el panorama resultante no deja lugar a dudas. Ya que la cultura judicial española “mantuvo casi sin fisuras su conexión con el propio franquismo, es el honor de los franquistas lo que se va imponiendo en tiempos constitucionales por parte de la justicia frente a las libertades de información y expresión”. 

Esa idea de defender un concepto de nación sociológico conservador en vez de defender el ordenamiento jurídico, es muy peculiar de España

Urías señala que, además, el poder judicial en España se desmarca de la media europea por su alto grado de corporativismo –es mucho más difícil que en otros países, por ejemplo, que un juez acabe juzgado y condenado por malas prácticas– y la poca interiorización entre los jueces, incluidos los jóvenes, de los valores democráticos y los derechos humanos, o incluso la Constitución, como normatividad superior. De nuevo, se manifiesta el legado de una cultura judicial profundamente tradicional, señala Villacañas: “Para la tradición y el franquismo, los derechos humanos estaban perfectamente definidos por la tradición católica. Por tanto, no podía haber violación de los mismos por defender esa misma civilización, una defensa concebida como una causa justa. Se trata de una mentalidad dogmática que no reconoce otro horizonte normativo que el propio, elevado a absoluto al vincularlo al supuesto instituto supremo de la Iglesia”.

Para Urías, el juicio del procés catalán reveló que para los magistrados era más importante defender la nación que la Constitución en sí. “Muy a lo Carl Schmitt, de lo que se trataba era de defender la constitución material del país: lo que hemos sido siempre. Un país católico, de orden, donde no se permite el separatismo. Esa idea de defender un concepto de nación sociológico conservador en vez de defender el ordenamiento jurídico, es muy peculiar de España”.

A Ernest Hemingway le fascinaban tanto las blasfemias castellanas, que en Por quién doblan las campanas (1940) se empeñó en traducirlas literalmente al inglésal mismo tiempo que, por motivos comerciales, decidió sustituir el verbo “cagar” por eufemismos varios. Así, su novela acabó repleta de...

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Autor >

Sebastiaan Faber

Profesor de Estudios Hispánicos en Oberlin College. Es autor de numerosos libros, el último de ellos 'Exhuming Franco: Spain's second transition'

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