Sesgo ultraconservador
Independencia judicial, qué bonito nombre tienes
El estamento de los jueces se ha convertido con el tiempo en una clase social en sí misma; una clase social que, en su calidad de privilegiada, tiene como única meta su propia perpetuación
Diego Delgado 18/12/2020
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“Espero que el Gobierno cumpla cuanto antes las condiciones que hemos puesto y se pueda empezar la renovación de los órganos judiciales, siempre en la línea de proteger la independencia judicial y despolitizar el órgano”. Son las palabras de Enrique López, secretario de Justicia del PP y paradigma andante del juez politizado. Con una carrera profesional absolutamente marcada por colocaciones a dedo por parte de la derecha, vetos del PSOE y recusaciones por vínculos directos con el PP en grandes causas de corrupción política, el magistrado López se siente legitimado para erigirse como guardián de la despolitización de la justicia. Y no es un caso aislado.
Despolitizar, la nueva politización
Enrique López representa a un sector –amplísimo, mayoritario– de la carrera judicial en España que actúa con la inamovible convicción de que los vínculos del poder judicial con la derecha y la ultraderecha son pura casualidad o, directamente, imaginaciones de la izquierda. Estas personas creen firmemente en una independencia de la judicatura que consiste en asumir como perfecto el sistema heredado del franquismo, acusando de atentado contra la separación de poderes cualquier intento de higienizar –en términos democráticos– unas instituciones aún plagadas de las telarañas y el olor a cerrado que provocaron 40 años de oscuridad dictatorial.
Así, eliminar la hegemonía del criterio conservador en un órgano tan fundamental como el Consejo General del Poder Judicial (CGPJ), en aras de una evolución que logre asemejarlo lo máximo posible al sentir ciudadano, constituye un ataque imperdonable a esa pulcritud de la justicia que, paradójicamente, ideó un genocida obsesionado con la limpieza ideológica de la nación a la que tanto decía amar. El pasado 2 de diciembre, Edmundo Bal definió como “verdaderamente grave” una propuesta de la coalición gubernamental destinada a evitar que, una vez caducado su mandato, el CGPJ pueda seguir realizando nombramientos para puestos clave del estamento judicial. El portavoz adjunto de Ciudadanos afirmó que, de llevarse a cabo, esta reforma crearía una “debilidad intolerable” en el mismo órgano que sus socios del PP mantienen bloqueado desde hace más de dos años. Para el partido naranja, desincentivar que se repitan situaciones de obstrucción como esta es una afrenta terrorífica; algo que puede entenderse atendiendo a un dato esclarecedor: en dos años de anormalidad inconstitucional se han realizado 61 renovaciones en puestos de alto nivel en el poder judicial. Quizá con esa cifra en mente no parezca tan raro que la derecha se niegue a cumplir un mandato tan claro de la carta magna.
El problema se agrava hasta alcanzar cotas alarmantes cuando la otra cara de la moneda, en este caso PSOE y Unidas Podemos, parece encaminarse hacia una “solución” que, en realidad, no tapa el agujero, sino que lo ahonda hacia otro lado. Es lo que José Antonio Martín Pallín, magistrado emérito del Tribunal Supremo, denomina “Gobierno de las togas”: la necesidad irrefrenable de intervenir en el Poder Judicial, incluso en nombre de la no-intervención en el Poder Judicial. Una patología que ya podría empezar a catalogarse como endémica del sistema, el Régimen del 78, que puso fin a cuatro décadas de dictadura sin atreverse a modificar sus cimientos más profundos.
El hecho de que una disfuncionalidad democrática tan flagrante como esta se haya arraigado en lo más profundo de la cultura política española dificulta la labor de hacer entender a la población la importancia capital de corregirla; pero facilita la búsqueda de ejemplos con los que evidenciar su existencia, puesto que resuena en prácticamente cualquier alusión que se haga a cuestiones relacionadas con la imparcialidad de la justicia. Dolores Delgado, fiscal general del Estado, dijo lo siguiente en una entrevista en eldiario.es: “Evidentemente, soy progresista. Pero ello, y lo ha dicho el Tribunal Constitucional, no te invalida para el desarrollo de una función”. No solo siente la necesidad de justificarse por su ideología progresista, sino que acude al criterio del Tribunal Constitucional para demostrar que escalar en el panorama judicial sin ser conservadora no es un delito.
A este respecto, Joaquín Urías, profesor de Derecho Constitucional y exletrado del Tribunal Constitucional, tiene claro que “el 90% de los jueces este sesgo lo tienen de manera inconsciente; en muchos casos es un sesgo sociológico”. Pero, ¿de dónde sale? ¿Cómo se construye una tendencia tan generalizada e ignorada por las propias personas que la sufren? Para responder a estas cuestiones hay que hablar de los procesos de formación.
Memoria y privilegio frente a justicia e inclusión
“Es una gran falacia que el sistema de oposición cree jueces independientes, eso le encanta decirlo a la carrera judicial más conservadora; pero es al revés: crea jueces dependientes”. Quien habla es Victoria Rosell, magistrada y actual delegada del Gobierno contra la Violencia de Género, en una entrevista en el programa Otra vuelta de tuerka. Ella más que nadie conoce el alcance del problema que describe, no solo por su experiencia personal como estudiante y opositora, sino también en calidad de víctima de un sesgo ultraconservador que repudia, persigue y acosa a los y las profesionales de la judicatura que se atreven a disentir con la ideología hegemónica.
La gran victoria de los procesos de formación judicial consiste en otorgar una apariencia sólida de naturalidad e inevitabilidad a la construcción sistemática –es decir, no personal; no se trata de decisiones conscientes– de esa dependencia ideológica mencionada por Rosell. Que sea vista como algo inherente a la propia profesión es clave a la hora de permitir que la imposición del criterio conservador por encima de la ley permee en la conciencia colectiva, hasta el punto de convertirla en un dogma incuestionable.
Por cómo están configurados los planes de estudios y oposición, los jueces y las juezas en España van tornando en enciclopedias de recitar leyes, mientras que adolecen de una escasez malsana de herramientas como la empatía o la capacidad de adaptar preceptos legales a su contexto. Herramientas sin las que es imposible aplicar justicia –“Principio moral que lleva a dar a cada uno lo que le corresponde o pertenece”, según la RAE–. La moralidad no se memoriza, se aprehende mediante la experiencia, la observación y la reflexión. No hay otro camino.
Este sesgo formativo conduce con suma facilidad hacia la tendencia ultraconservadora que ha motivado la escritura de estas líneas. Lo explica Joaquín Urías: “Son personas que se han acostumbrado a cantar, a controlar el tiempo y a someterse a una especie de jerarquía; gente con un apego excesivo a lo que ha sido la jurisprudencia tradicional y a las que les faltan herramientas para otras muchas facetas del trabajo judicial”. Recordemos: esa “jurisprudencia tradicional” no es otra que la heredada de una dictadura que arrasó con la cultura democrática, impuso el fascismo como única forma de pensar y operó con maestría para lograr que sus pilares fundamentales sobreviviesen a la muerte del genocida y a una transición aparentemente modélica.
Así, la arista más grave del problema no es, per sé, el cariz conservador de la judicatura, sino el objeto sobre el que recae esa veneración incorruptible. Martín Pallín lo explicó con su habitual brillantez en esta entrevista de Miguel Mora: “Como decía Albert Camus, ‘yo también sería conservador si lo que hubiera que conservar merece la pena’. En España no hay conservadores ilustrados, simplemente son de derechas”. ¿Qué significa ser conservador cuando lo que se opone al progreso son los ecos de una dictadura irresoluta?
Mención aparte merece el desastroso sistema de oposición que ofrece la Administración Pública, cuyo funcionamiento convierte las máximas “igualdad, mérito y capacidad” en apellidos compuestos, estabilidad económica sin necesidad de trabajar y contexto social acomodado, como relata Valeria Mistral (pseudónimo) en este artículo. Como si el sesgo ideológico no fuese suficientemente pesado, la estructura estatal se dedica a poner más trabas a quienes más dificultades presentan asociadas a su realidad material. El resultado es una suerte de endogamia corporativista que impide que las altas esferas institucionales –jurídicas, en este caso– se impregnen de criterios procedentes de la mayoría social: de los apellidos simples, la constante búsqueda de empleos basura que permitan un mínimo margen de compatibilización y el contexto en el que todo parece ir a la contra del objetivo. Y no digamos ya de las clases verdaderamente desfavorecidas.
Con sesgo y a lo loco
La influencia de todos estos resortes va cincelando un estamento judicial que, con el tiempo, se ha convertido en una clase social en sí misma; una clase social que, en su calidad de privilegiada, tiene como única meta la propia perpetuación. “El ejercicio cotidiano de la función judicial, el mezclarse con otros jueces, el concepto de élite, los chats internos… al final van empujando a la mayoría de jueces a un mundo cada vez más ultramontano”, afirma Urías, minutos antes de exponer la consecuencia de esta cerrazón: “En España no hace falta que haya connivencia entre el PP y el sector judicial. Los jueces conservadores ya se encargan de desmontar las políticas públicas o silenciar las voces públicas que les parecen peligrosas; esa naturalidad con la que los jueces utilizan su condición para defender sus posiciones ideológicas –consciente o inconscientemente– en España se ha asumido”.
Para decepción de los y las amantes de la conspiranoia, los cables ocultos y la manipulación entre bambalinas, el funcionamiento del sesgo en la judicatura es mucho más sencillo. Detrás de la incomprensible dureza de las actuaciones contra símbolos antifascistas, de la permisividad para con la apología del franquismo, de persecuciones internas como la sufrida por Victoria Rosell, de la condena a la feminista juzgada por la Gran Procesión del Santo Chumino –¡amén!–, de la mera existencia de un delito contra los sentimientos religiosos –los de jueces y juezas, claro– y de una enorme lista de barbaridades judiciales, detrás de todo eso hay un mecanismo que mutila, a plena vista, la capacidad de reflexión crítica y empuja con firmeza hacia el abismo ultraconservador.
“Espero que el Gobierno cumpla cuanto antes las condiciones que hemos puesto y se pueda empezar la renovación de los órganos judiciales, siempre en la línea de proteger la independencia judicial y despolitizar el órgano”. Son las palabras de Enrique López, secretario de Justicia del PP y paradigma andante del...
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Diego Delgado
Entre Guadalajara y un pueblito de la Cuenca vaciada. Estudió Periodismo y Antropología, forma parte de la redacción de CTXT y lee fantasía y ciencia ficción para entender mejor la realidad.
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