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Sociedad del espectáculo

Posverdad carnavalesca en tiempo de pandemia

A propósito del cinismo que inunda la política española

José Antonio Pérez Tapias 31/03/2021

<p>La intriga. James Ensor (1890).</p>

La intriga. James Ensor (1890).

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Diríase, al contrario de lo que pudo esperarse, que la pandemia que sufrimos, a medida que pasa el tiempo, no nos hace socialmente más serios, sino más cínicos –es un paso más allá de la frivolidad–. Es triste conclusión provisional, y no sé si la realidad brindará argumentos para que sea revisable. No es bueno dejarse seducir por lo engañoso. Más bien hay que aplicar el foco iluminador de la “luz del desengaño”, como decía Baltasar Gracián entre sus ricas advertencias para sobrevivir de alguna forma heroica en un mundo con mucho de “inmundo”. Pues aunque éste es un gran teatro, respecto a cuya trama Calderón se quedó corto, no vale conformarse con el dicho cartesiano mundus est fabula, dado que la ficción imperante en la realidad, y que tanto empujaba al autor de sus Meditaciones metafísicas a buscar un  retiro donde dedicarse a salir de sus dudas, es a día de hoy una ficción de pesadilla. Sería asunto shakespeariano de un cuentista de mal gusto, si no fuera porque al ruido que acompaña a su relato se suma que a nuestro alrededor nos ronda una tragedia de la que muchos, millones de humanos, no se libran. Lo frívolo es redundar en el mal gusto, incluso hablando de “nuevas normalidades”, riéndose de los dramas ajenos y ofendiendo a quienes la tragedia no deja resquicio para escapar de ella. Son de tal catadura moral muchos de los comportamientos que encontramos en la realidad de nuestra vida política, en la cual lo carnavalesco y la posverdad se alían en una política con mucho de agravio permanente.

No es nuevo que en medio de epidemias se abra camino el carnaval. Después de todo, y lo estamos viendo en nuestras calles, el espíritu transgresor no se detiene ante el orden que en aras de la salud se reclama. Recordemos que hasta en el ritmo tan pautado de un sanatorio como aquel cuya vida disecciona milimétricamente Thomas Mann en La montaña mágica se abría camino el juego carnavalesco que convocaba a una noche de Walpurgis. Y no hace falta más que ir a crónicas de siglos que nos quedaron atrás para comprobar que carnavales y epidemias buscaron cómo aminorar sus posibles antagonismos. El caso es que hoy, cuando muchas de nuestra ciudades suspenden las procesiones de Semana Santa por temor a que se disparen los contagios de nuevo –incluida Sevilla, de la que hay quienes dicen que no tenía carnaval por contar con una Semana de Pasión que suple con creces los festejos carnavalescos cambiando máscaras por antifaces en su espectacularización barroca–, resulta que un nuevo carnaval a gran escala se despliega ante nuestros ojos en este abrumado tiempo de pandemia.

Lo paradójico en este tiempo de desmesura en todos los terrenos es un juego carnavalesco a gran escala impulsado con descarada pretensión transgresora por quienes a la vez se presentan como defensores del orden. Se produce así una transgresión a la inversa cuya más clara muestra la han ofrecido el expresidente Aznar y sus conmilitones cuando han comparecido como testigos en proceso judicial relativo a los “papeles de Bárcenas”, el antiguo tesorero del PP, en los cuales aparecían nombrados los susodichos como receptores de sobresueldos fraudulentos a cargo de la caja B para la financiación irregular del partido que dirigían –hecho de verdad ya probada en sede judicial–. Con ejercicios inusitados de cinismo sin par, en sus declaraciones como testigos, al parecer sin miedo a mentir aun en su condición de tales, pero ciertamente con voluntad de reírse de la ciudadanía y de ridiculizar al mismo tribunal que les juzgaba, dichos declarantes se han presentado con mascarillas anti-covid a modo de verdaderas máscaras, dado que respondían ante el juez de forma telemática, mas estando solos en sus domicilios. Reduciendo con tal gesto el juicio a parodia ante toda la sociedad española, de nuevo lo carnavalesco se impuso en la escala agigantada por los medios de comunicación y las redes sociales, llevado al extremo de sobreponerse a la realidad hasta deformarla sobremanera: los que siempre han tratado de manipular el poder judicial desde otros poderes del Estado ahora se mofaban de ese poder y, a través de tan desvergonzada actuación, de toda la sociedad española. Para rematar la jugada, hallándonos en la era de la llamada posverdad, todo era cuestión de esgrimir abiertamente tesis negacionistas respecto a ellos mismos, respecto a sus actos y su identidad, con la inocultable intención de generar “hechos alternativos” de cuya percha colgar a la vez su falsa “verdad alternativa”. No les faltan aliados mediáticos para ello. Por lo demás, saturados del espectáculo macro al que ha sido llevada la vida política, diríase que tanto llueve sobre mojado que la dignidad de la ciudadanía, empapada de humillaciones, no se da por aludida –¿o es que está perdida?–.

No es de extrañar que entre tanta simulación y malos simulacros esté bajo mínimos la capacidad de sorpresa

No es de extrañar que entre tanta simulación y malos simulacros esté bajo mínimos la capacidad de sorpresa. Cuando una presidenta de comunidad autónoma, y hoy de nuevo candidata para repetir en el cargo al frente de Madrid, lleva meses y meses enmascarándose tras la pandemia para defender medidas de despiadado darwinismo social, presentando como verdad lo que es el descalabro sanitario de la comunidad madrileña, ¿qué puede pensarse de un baile de máscaras en el que de suyo no hay propiamente engaño porque todo es puro y duro alarde de cinismo? Aumenta la gravedad de lo que acontece por cuanto tantas y tantos entran en el juego a sabiendas de qué se trata; y no es ya cuestión de que estén confundidos, atrapados en esa suerte de “falsa consciencia” a la que un Marx aún benévolo atribuía una autocomprensión distorsionada en virtud de la cual –decía– “no lo saben, pero lo hacen” –incluso perjudicándose a sí mismo, como podía ser el caso de trabajadores alienados bajo el peso del sistema–, sino que se produce un entramado de relatos en el que todos los que se adhieren al mismo se suman a un engaño que trasciende la hipocresía –“aun sabiéndolo, lo hacen”, como fue señalado perspicazmente hace tiempo por Peter Sloterdijk en su Crítica de la razón cínica–.

Que ese carnaval se extienda a base de máscaras portadas por caraduras es, desgraciadamente, fenómeno de este tiempo, como lo confirma desde el papelón de un rey emérito en su descarado papel de rey ladrón hasta los diputados y diputadas que en fechas recientes se han dedicado, sin mayores consecuencias que las expresamente buscadas, al transfuguismo. Y no hay realidad a la que cabalmente se vuelva, porque aguantando con la careta, todo es incorporarse a una realidad que se ve reconfigurada. El carnaval, pues, lo abarca todo, generando realidades sumamente envolventes en la “sociedad del espectáculo”, aun a pesar de que a veces hay quien en algún momento se libra de la espiral saliendo por la tangente –¡cuántos han respirado tranquilos en el PSOE al no salir adelante la moción de censura en Castilla y León en la que los socialistas, en su truncado juego de dominó, se planteaban ganar con más tránsfugas de Ciudadanos!–.

A estas alturas no hace falta demorarse mucho en lo que se fragua tras las bambalinas de Waterloo, entre otras cosas porque es tan irrisorio como lamentable que el candidato de ERC a la presidencia de la Generalitat catalana tenga que hacer declaración pública de que no va aceptar tutela alguna de un Puigdemont en penoso papel de “perro del hortelano”, que ni come ni deja comer. Sobra, pues, rematar con alusiones a la comedia de enredos de Lope con tal título –aunque con final feliz que ni por asomo se barrunta ahora para Cataluña–.  Por el contrario, cabe subrayar que en el enredado mundo del siglo XVII, lo carnavalesco era vía de escape en un mundo en crisis; y ahora, en cambio, en medio de nuestras crisis, la desmesura carnavalesca es inmersión en el nihilismo de nuestra cultura cínica. En ella ocurrirá, con todo, lo que nuestro Gracián vaticinaba para una política y sus protagonistas en tanto siembran su propio descrédito: “Vulgar agravio es de la política el confundirla con la astucia”. Tanto listillo habría de saber que el disimular y el fingir, a la postre, llevan siempre “a perecer en el engaño”, según concluía el jesuita aragonés. Esperemos, neutralizando la posverdad, que alguna verdad se salve y no perezcamos todos.

Diríase, al contrario de lo que pudo esperarse, que la pandemia que sufrimos, a medida que pasa el tiempo, no nos hace socialmente más serios, sino más cínicos –es un paso más allá de la frivolidad–. Es triste conclusión provisional, y no sé si la realidad brindará argumentos para que sea revisable. No es bueno...

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José Antonio Pérez Tapias

Es catedrático en la Facultad de Filosofía de la Universidad de Granada. Es autor de 'Invitación al federalismo. España y las razones para un Estado plurinacional'(Madrid, Trotta, 2013).

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