A bocajarro
Cuando no eres el mejor
El discurso del Cholo esconde una ambición silenciosa pero desbocada, la de aquel que se va a dejar el alma para ganar
Felipe de Luis Manero 24/05/2021
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Antes de comenzar la temporada pocos hubieran dicho que, uno por uno, el Atlético tenía la mejor plantilla de la Liga. Ocho meses después, con el campeonato ya concluido y el trofeo bien pringado con los dedos de Koke, Saúl y compañía, la cosa no cambia demasiado. Habrá alguno que haya variado su opinión y diga que los jugadores del equipo campeón son los mejores, pero en realidad no creo que sean muchos. Cuando el angustioso triunfo colchonero se hubo completado, escuché en la radio la típica encuesta entre expertos y casi ninguno de ellos creía que el mejor futbolista del torneo vistiese de rojiblanco: Messi, Benzema, y más abajo Suárez y Oblak, un poco lo que cualquiera de nosotros hubiese pronosticado en agosto.
Esa es la opinión general y hay algo de razón en ella. No sé si en el cómputo global de méritos de esta temporada, eso sería muy debatible, pero si hace unos meses nos vendan los ojos, nos ponen un cuchillo en el cuello y nos exhortan a que recitemos el mejor once del campeonato de carrerilla, sin bromitas y sin pasarnos de listos, dudo mucho que en ese equipo incluyéramos a más de dos jugadores del Atlético. Línea por línea, solo en la portería existe la plena convicción –más sólida si cabe después de la irregular campaña de Ter Stegen– de que el campeón tiene en sus filas al mejor del mundo en su puesto: el hombre de hielo, Jan Oblak. Lo que sucede es que el portero no emite los destellos de los delanteros: luce más marcar los goles que pararlos. En las demás demarcaciones no pasa eso: hay algunos combativos, otros muy buenos y unos pocos magníficos jugadores, pero no son los mejores (Suárez se acerca, pero Messi sigue siendo Messi).
Simeone ha exprimido hasta el tuétano esta inferioridad desde el mismo momento en el que llegó al banquillo del Calderón. Este ha sido su principal motor, el músculo inquebrantable que crecía y crecía en silencio, su razón de ser, además de un escudo eficaz ante la tempestad de las derrotas y una buena manera de presionar al palco para mejorar su plantilla. Porque en estos diez años ha mejorado, qué duda cabe, pero no en la proporción que algunos creen. Se han ido unos y han venido otros, normalmente de niveles similares (quien tenga dudas acerca de esto, que vea la alienación del Atlético en el debut de Simeone, la cosa no estaba tan mal).
Enrocado en ese mensaje, encaramado a esa piedra inamovible por las inclemencias del tiempo, es cierto que el argentino ha elevado en ocasiones su discurso hasta cotas populistas y que otras veces sus palabras han sonado a excusa. Y es posible que sí, que a veces fueran solo eso, excusas. Pero en el fondo, y esto es difícil de comprender desde la superficie, esa armadura esconde una ambición silenciosa pero desbocada, la de aquel que, sabiendo perfectamente que no es el mejor, se va a dejar el alma para ganar.
Es una convicción salvaje, una fe enfermiza, una autoestima indestructible que cala más fácilmente en los jugadores heridos. Lo estaba Suárez, despreciado cuando se creía una deidad; lo estaba Llorente, descartado con indiferencia por el vecino de enfrente; lo estaba Carrasco, acusado de pecho frío –con razón– y olvidado en Asia; y, de alguna manera, lo estaba Correa, eterno revulsivo ahogado en la frustración de no sentirse importante. Diferente fue el caso de João Félix: llegó como un ídolo y se estrelló con rotundidad. Después de la eliminación en la Champions ante el Leipzig, yo mismo pedí desde estas líneas su titularidad vitalicia. Creía que era el mejor del equipo, y seguramente lo fuera, pero simplemente dejó de serlo, dejó de sumar, le pasaron por la derecha, por la izquierda, por el centro, le adelantaron esos potros enloquecidos de ojos rojos que ya no entendían de niveles, ni de cracks, ni de fichajes millonarios, solo entendían de batallar, de resistir, de nunca claudicar.
Así que lo que aquí ha pasado es que no han ganado los mejores, sino los que en un momento dado se creyeron que podían ganar a los mejores. Dicen que en esto del columnismo conviene evitar el tópico, alejarse del cliché. Pero a veces resulta imposible porque el tópico es la pura realidad. Porque normalmente ganar cuesta muchísimo, ganar cuesta un mundo, ganar es medio imposible. Y uno ve a un equipo que gana de esa manera, con el culo encogido y el corazón estrujado, con el fantasma del error siempre merodeando por ahí, con el fracaso llamando a la puerta, enseñando la patita, diciendo aquello de “abre, que no te voy a hacer daño”, y uno quiere inmediatamente vivir así, sufriendo, gozando, pasando de la herida al orgasmo en un segundo.
Y un día uno cumple 37 años y se siente un poco viejo y un poco vacío. Y se mira al espejo y ve en lo alto de su cabeza lo que no hace mucho un cabrón definió como “tsunami capilar”. Y piensa que la cosa se pone seria, que ya no hay marcha atrás. Y hace recuento y concluye, extenuado, que los triunfos vienen a cuentagotas, que esto va lentísimo. Y mira hacia arriba y no alcanza a distinguir la cima, solo ve nubes grises. Y pasa unos días medio tristón hasta que un equipo, el Atleti, gana la Liga. Y respira aliviado, por la victoria, sí, pero también porque sabe que si no hubiera ganado, ese equipo lo volvería a intentar. Tal vez todo trate de eso: de seguir intentándolo a pesar de no ser el mejor.
P.D: A tomar por el culo el pupas y la madre que lo parió.
Antes de comenzar la temporada pocos hubieran dicho que, uno por uno, el Atlético tenía la mejor plantilla de la Liga. Ocho meses después, con el campeonato ya concluido y el trofeo bien pringado con los dedos de Koke, Saúl y compañía, la cosa no cambia demasiado. Habrá alguno que haya variado su opinión y diga...
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Felipe de Luis Manero
Es periodista, especializado en deportes.
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