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El Atlético de Madrid es campeón de Liga. De la Liga 2020/21, concretamente. Con todo merecimiento, además. Después de semanas de angustia y de competir contra los dos trasatlánticos que monopolizan el fútbol español. Lo ha sido en la última jornada, después de encabezar la clasificación durante meses. Lo ha sido haciendo una primera vuelta de escándalo, jugando muy bien al fútbol, reinventando su propio sistema y recuperando jugadores que no contaban para nadie. Lo ha sido sufriendo como nunca y sintiendo como siempre. ¿O era al revés?
Nadie dijo que fuese fácil. Los jugadores rojiblancos saltaron al césped con la cabeza llena de fantasmas y eso suele ser mala opción en momentos de vida o muerte. Nerviosos, aturdidos y muy encorsetados, los de Simeone fueron incapaces de dominar un partido que por momentos se fue despejando para su rival; un Real Valladolid que necesitaba ganar (y que otros perdiesen) para evitar bajar a Segunda División. Un saque de esquina ejecutado con poca mordiente provocó un contraataque perfecto de los pucelanos que acabó en gol. Y, de esa manera, los castigados corazones colchoneros volvieron a ponerse a prueba una semana más. El fatalismo se apoderó del ambiente y hasta los optimistas fueron conscientes de que se iba a sufrir. Las sensaciones al descanso eran horribles. Técnicamente bastaba con meter dos goles, pero ni el juego, ni las caras de los futbolistas auguraban que eso fuese posible.
Entonces pasó algo. Algunos dirán que fue la charla del vestuario. A mí me gusta más pensar que lo que pasó fue que los jugadores, según volvían al césped, vieron una especie de Inukshuk. Sí, esos montículos de piedra que los Inuit construyen para recordarle a los suyos que por ahí han pasado otros antes. No me pregunten cómo, porque no lo sé, pero estoy seguro de que los futbolistas rojiblancos, de alguna forma, vieron a las miles de personas que estaban a las afueras de Zorrilla y a los otros cientos de miles que estaban al otro lado del televisor; vieron el gol de Godín en el Camp Nou y el de Kiko en el Calderón; vieron la sonrisa de Gárate y la de Adelardo; las carreras de Futre y la nariz de Arteche; vieron los claveles de Margarita y la venda de Leal; vieron el espíritu de Ovejero en Glasgow y a Luis Aragonés calentando con una trenca; vieron a Neptuno y las pancartas en el Cerro del Espino; vieron lo que significa esto del Atleti para tanta gente.
Y algo cambió, sí, porque la segunda parte fue otra cosa. Igual de sufrida, pero con otro olor y con otro sabor. Y aunque todo seguía atascado, apareció el talento bruto de Ángel Correa. Quién si no. Uno de los jugadores peor tratados por ese grupúsculo, pequeño pero muy molesto, de los que tratan de incorporar en el Atlético de Madrid la histeria y los modos arrogantes de otros fueros. Curiosamente, Correa ha sido uno de los jugadores clave de esta Liga. Y tras él apareció Luis Suárez. El descarte del Barça. El tipo que no valía, ya saben. Un error de los vallisoletanos acabó en los pies del uruguayo y éste no desaprovechó la oportunidad de cerrar la historia de la temporada como mejor sabe. Mientras cruzaba el balón con la izquierda, yo me quedaba ronco. Mientras los futbolistas se fundían en una piña, el que escribe notaba el abrazo virtual de los que sienten lo mismo que él. Y tuvimos que sufrir los minutos finales, claro. Todos sabíamos que el Real Madrid solucionaría su partido en el descuento. Pero el título ya no podía escaparse y no se escapó.
No es la primera vez que me acuesto campeón de Liga, pero esta vez, como dice Simeone, ha sido especial por muchas razones. Sobre todo, por esas circunstancias sociales tan complejas, derivadas de esta pandemia insidiosa que nos ha obligado a vivir el día a día lejos del Metropolitano y que nos ha privado del contacto de piel con los que mejor nos entienden. Eso, unido a una absurda campaña de acoso mediático, ha hecho que el último tramo de la Liga haya sido una agonía interminable. Recuerden el Seat Panda de Carrasco sin ITV, la zona Dogso, que Luis Suárez iba a ser un problema para el equipo, que Simeone volvía a estar acabado cada quince días, que una mano entre un millón tenía carácter anticonstitucional o que el presidente del Valladolid, independientemente de que su equipo se estuviese jugando la vida, pactaba con Florentino Pérez el darlo todo para salvar a la humanidad de sus pecados.
Entre vendedores de producto, odiadores profesionales y quintacolumnistas han conseguido que el imaginario colectivo del Atleti estuviese demasiado tiempo obsesionado por perder algo que todavía no tenía. Es lo que los griegos llamaban Pothos. El deseo de lo ausente. Un deseo que es sufrimiento porque no puede colmarse, y que por eso genera dolor y nostalgia. Deberíamos aprender de esto, porque nos ha hecho mucho daño y ha emponzoñado un año maravilloso.
El Atlético de Madrid es campeón de Liga con un jugador que no valía para el Madrid (Llorente) y otro que no valía para el Barça; con los jugadores que estaban destinados a salir en verano (Correa, Lemar, Hermoso y Herrera) siendo estrellas y con un extremo que venía de la liga china (Carrasco). ¿Casualidad? No, Simeone. Porque esa es la gran estrella de este equipo, pese a quien pese. Y lo siento, pero esto no es discutible. El argentino, a base de trabajo y personalidad, con ese discurso entre la religión Jedi y la psicología Gestalt, ha llevado a este equipo hasta lo más alto. Y ahí sigue. En lo más alto. Y que dure.
Qué manera de aguantar, qué manera de crecer, qué manera de sentir, qué manera de soñar, qué manera de aprender, qué manera de sufrir, qué manera de palmar, qué manera de vencer, qué manera de vivir, qué manera de subir y bajar de las nubes.
Créanlo. El Atlético de Madrid es campeón de Liga.
El Atlético de Madrid es campeón de Liga. De la Liga 2020/21, concretamente. Con todo merecimiento, además. Después de semanas de angustia y de competir contra los dos trasatlánticos que monopolizan el fútbol español. Lo ha sido en la última jornada, después de encabezar la clasificación durante meses....
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