A bocajarro
Atleti
Muchos años atrás, el hermano mayor de mi amigo quemó ante nuestros ojos su carnet de abonado del Atlético. Era un proceso lento, no ardía de manera inmediata, así que trató de adelantar trabajo rompiendo el carnet con sus manos
Felipe de Luis Manero 17/05/2021
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Cuando Budimir marcó ese intrigante gol al Atlético, mi amigo corrió a encerrarse a su habitación, bajó las persianas y se puso a ver dibujos animados en la televisión. Cambió el partido del Metropolitano por Bluey, una entrañable serie protagonizada por una perrita azul que vive divertidas y didácticas aventuras junto a su padre –también azul-, su madre y su hermana (estas últimas marrones).
Muchos años atrás, el hermano mayor de mi amigo quemó ante nuestros ojos su carnet de abonado del Atlético. No recuerdo exactamente qué partido era, ni qué temporada, pero juraría que no había nada de especial relevancia en juego, no era un descenso, ni un título, ni un puesto en la Champions. Pero algo ocurrió para desatar ese acceso de ira, que por otra parte fue bastante controlado. Estábamos en su casa –la del hermano de mi amigo– y, después de algún error, algún gol fallado o algo así, el tío se levantó del sofá con parsimonia y, con una mirada que nos decía: “sabéis que tengo que hacerlo”, sacó su mechero y empezó a pasar la llama por el trozo de plástico. Era un proceso lento, eso no ardía de manera inmediata, así que el hermano de mi amigo comenzó a ponerse nervioso y trató de adelantar trabajo rompiendo el carnet con sus manos. Luego, cuando por fin se originaron varios pequeños pedazos, fue a por la cocina a por un cepillo y un recogedor, y empezó a barrer las cenizas y los restos muy cuidadosamente. Yo estaba callado, bastante impresionado porque, efectivamente, el hermano de mi amigo estaba cumpliendo su amenaza y lo estaba intentando hacer bien, sin errores. Mi amigo entonces me miró muy serio y me dijo que lo mejor que podíamos hacer era marcharnos, y yo me fui con un poco de pena por no saber cómo sería la nueva vida del tipo que había quemado su carnet de socio del Atleti.
Este recuerdo irrumpió en mi mente –travieso y provocador– cuando marcó Budimir, y también algún otro como el gol de Ramos en Lisboa, el penalti de Juanfran en Milán o la vez esa que íbamos a subir a Primera y no subimos porque, aunque ganamos al Getafe en la última jornada, el Tenerife no falló ante el Leganés. Los atléticos se dividieron ese día entre el Alfonso Pérez y Butarque, para no dejar ningún cabo suelto, y de nada sirvió. Yo elegí Getafe: era joven, iba bebido, portaba unas gafas plateadas Oakley bastante horteras y un sombrero de paja, y me sacaron en El Día Después.
Recordaba eso mientras constataba que el balón había entrado, que el testarazo de Budimir había sido gol, y me preguntaba si seríamos capaces –mi amigo, su hermano, Simeone, yo, los jugadores, todos– de levantarnos después de un golpe así. Y después vi a Simeone pedir cabeza a sus futbolistas y me contesté que no, que este impacto iba a ser demasiado brutal, uno de esos golpes tan profundos y secos que te dejan mareado, con náuseas, con ganas solo de tumbarte en la cama y dejar que el dolor se extinga y el tiempo pase.
Pero no me moví del sofá. Había una fuerza desconocida, extraña, que me mantenía allí anclado. Era como si necesitara sentir cada centímetro de esa punzada, como si quisiera comprobar que todo eso que estaba pasando era tan cierto como lo del carnet, lo de las finales de Champions o el ascenso frustrado. Empezaba a estar, creo, colocado de sufrimiento, una droga poderosa, adictiva y legal.
Y, sin saber bien cómo, de pronto me vi haciendo un escorzo en el chaiselonge para tratar de sacarme un selfie palmeándome el trasero. La foto era para mi amigo, el que se había recluido en su habitación para ver dibujos animados, que, aunque no había visto ninguno de los goles, en ese momento ya sabía que el Atlético había remontado. Esperó mi amigo –desquiciado, la mirada vidriosa– a que el partido hubiera terminado y sacó la cabeza por la ventana para gritarle a una fachada vacía, al cielo azul y a las nubes:
-¡Vamos a celebrarlo ahora! ¡Vamos!
Era un mensaje para aquellas voces que habían torturado su cabeza en los últimos quince minutos, voces que se reían de la proverbial desgracia colchonera, voces que animaban a los otros, voces que en realidad no sabía mi amigo si existían o no, pues ahora, con el partido terminado, en esas ventanas no se escuchaba ni mu.
Ignoro cómo lo vivió el hermano de mi amigo, pero imagino que debió de ser algo parecido. Y no sé si somos especiales o diferentes a todos los demás, posiblemente no y en cada equipo, cada afición, cada estadio, haya historias así. Pero yo la que conozco es esta y por eso la cuento. Esto es el Atleti.
Cuando Budimir marcó ese intrigante gol al Atlético, mi amigo corrió a encerrarse a su habitación, bajó las persianas y se puso a ver dibujos animados en la televisión. Cambió el partido del Metropolitano por Bluey, una entrañable serie protagonizada por una perrita azul que vive divertidas y didácticas...
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Felipe de Luis Manero
Es periodista, especializado en deportes.
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