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DERECHOS HUMANOS

Geopolítica queer de Europa

Normas como la ley “anti-propaganda gay” rusa o la reciente prohibición de educar en contenidos LGTBI en Hungría se justifican en un intento de frenar supuestas injerencias extranjeras

Francisco Peña Díaz 18/06/2021

<p>Una mujer posa con una pancarta que dice “Más sexo, menos nazis” en el Día del Orgullo LGTBI en Budapest.</p>

Una mujer posa con una pancarta que dice “Más sexo, menos nazis” en el Día del Orgullo LGTBI en Budapest.

Joost

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El pasado mayo, la primera semifinal del Festival de la Canción de Eurovisión ofreció una imagen curiosa. Tras la actuación de la representante de Rusia –Manizha, una refugiada tayika con una canción desacomplejadamente feminista–, las cámaras de la televisión neerlandesa se centraron en dos personas. En medio de un mar de aplausos y de entusiasmo provocado por la energía de Manizha, los colores del arcoíris ondeaban alegremente en las manos de la pareja en unos banderines que agitaban sin parar. La estampa podría pasar fácilmente por una anécdota curiosa, una feliz casualidad dado el conocido historial anti-LGTBI de las autoridades rusas. Pero ¿y si hubiera algo más bajo la superficie? ¿Y si ese gesto minúsculo fuera en realidad la última vibración de un choque tectónico entre dos modelos enfrentados? 

Europa es probablemente la región del mundo que mejor combina unos mayores niveles de protección a los derechos de las personas LGTBI con una aceptación de la diversidad sexual y de género más profunda. Tras décadas de avances jurídicos, de un cada vez más evidente apoyo de las instituciones europeas (tanto de la Unión Europea como del Consejo de Europa), de un activismo que ha trascendido las fronteras nacionales y de una escena cultural queer vibrante, se ha asentado en la conciencia común global una cierta conexión entre la idea de Europa y las reivindicaciones LGTBI. El respeto por la diversidad sexual y de género se integra así en los valores considerados propiamente europeos, junto a la democracia, la libertad o el Estado de derecho, y puede impulsar tanto una mayor predisposición de las instituciones a avanzar en derechos como el riesgo de caer en actitudes perjudiciales. Valgan como ejemplo el pinkwashing o el homonacionalismo, que instrumentalizan la defensa de las personas LGTBI para, con frecuencia, enmascarar y legitimar la discriminación y la violencia ejercidas contra otras comunidades. 

Las élites y los medios de Rusia, Hungría o Polonia construyen la diversidad sexual y de género como una amenaza para la soberanía nacional

La asociación simbólica entre la Europa (occidental y liberal) y las personas LGTBI tiene un profundo impacto en la manera en que los Estados (o sus élites) reaccionan a la diversidad sexual y de género. De un lado, aquellos que buscan un acercamiento con Europa, asumen un proceso de “europeización” que abarca también la protección a las minorías sexuales y de género. Por ejemplo, tras la aprobación en Montenegro de las uniones civiles entre personas del mismo género, en Serbia también avanza con fuerza un proyecto similar. Además, una reciente reforma legal ha prohibido expresamente la discriminación basada en las características sexuales, aumentando la protección a las personas intersexuales en Serbia. Ambos países, candidatos a seguir los pasos de Croacia y Eslovenia entrando en la Unión Europea, ofrecen así al mundo una imagen moderna, liberal y estereotípicamente más europea. Mención especial merece la Constitución de Kosovo, una de las pocas del mundo que protege explícitamente la orientación sexual frente a la discriminación. Si bien es cierto que este apoyo en ocasiones se limita a las élites dirigentes (como ejemplifica el escaso respaldo popular a la propuesta del gobierno lituano de reconocer las uniones civiles entre personas del mismo género), no deja de ser un símbolo poderoso que, además, puede tener un efecto beneficioso para la aceptación de las personas LGTBI en la sociedad. 

Sin embargo, esta conexión entre Europa y el colectivo LGTBI también puede ser instrumentalizada por quienes proponen un modelo alternativo a las democracias liberales. Con frecuencia, las élites y los medios de Rusia, Hungría o Polonia construyen la diversidad sexual y de género como una amenaza para la soberanía nacional, y, a las personas LGTBI, como agentes al servicio de una ideología extranjera. En 2013, Vladimir Putin desarrolló esta idea durante uno de sus discursos ante el Club de Valdai. Así, al garantizar derechos a las personas LGTBI (como el reconocimiento de las parejas del mismo género), los países occidentales habrían renegado de sus raíces, particularmente de las cristianas, apartándose de los principios morales que sustentan su civilización. Como resultado, se dirigen hacia una crisis moral y demográfica que los condena a su autodestrucción.

Desde esta perspectiva, la clave para resistir el avance imparable de esta degradación residiría en la defensa férrea de los estándares morales que conforman el núcleo de la nación. Estos valores tradicionales gravitan en torno al ideal de familia, orientada eminentemente a la reproducción. No en vano sólo a través de ésta puede asegurarse la supervivencia de la nación, como refleja explícitamente la Constitución húngara, aprobada tras la aplastante victoria del Fidesz de Viktor Orbán en 2010. Y es que, en la medida en que los valores tradicionales constituyen el núcleo de la nación, transgredirlos supone una amenaza directa para su supervivencia. De modo que el apoyo del Estado a estos valores pasaría necesariamente por la marginación de las personas LGTBI al situarse fuera de las nociones tradicionales sobre la sexualidad y el género. Es esta la ideología subyacente en, por ejemplo, las conocidas leyes rusas “anti-propaganda gay”, que prohíben la promoción de las “relaciones sexuales no tradicionales”. Un eufemismo deliberadamente ambiguo que se utiliza rutinariamente para reprimir y silenciar toda muestra pública de apoyo a las personas LGTBI. 

Se asientan así las bases para un discurso populista que define la nación en términos completamente excluyentes. Un “Nosotros” (quienes respetan los valores tradicionales y, por tanto, son miembros de la nación) frente a “Ellos” (quienes los transgreden, lo que los excluye de la nación) que convierte a las personas LGTBI en un Otro peligroso, la avanzadilla de una ideología foránea que pretende desmantelar las nociones morales y religiosas que vertebran la nación. Dada la asociación simbólica entre la idea de Europa y las reivindicaciones del colectivo LGTBI, todo intento por promover los derechos de este colectivo se convierte en una injerencia extranjera que pone en peligro la propia soberanía nacional. Parafraseando a Jarosław Kaczyński, presidente del principal partido político de Polonia (Ley y Justicia), las personas LGTBI serían una ideología exportada por Occidente para poner en peligro la identidad, la nación y la continuidad de los Estados que se aferran a sus tradiciones. Normas como la ley “anti-propaganda gay” rusas o la reciente prohibición de educar en contenidos LGTBI en Hungría se justifican en un intento de frenar estas supuestas injerencias extranjeras. 

Es cierto que esa conexión que une en el imaginario colectivo a Europa con las personas LGTBI no es la única razón que explica la precaria situación de este colectivo en muchos países. Sin embargo, es un factor que puede ayudar a comprender, por ejemplo, que Putin aprovechara una misma reforma constitucional para perpetuarse en el poder y para prohibir el matrimonio igualitario. También, que el gobierno de Orbán decidiera prohibir el reconocimiento legal de la identidad de las personas trans poco después de que un controvertido estado de emergencia, motivado por la pandemia de covid-19, le había otorgado amplísimos poderes. O que medios y autoridades de Rusia hablen frecuentemente de “Gayropa” para atacar las políticas de la Unión Europea.

No es extraño que líderes como Orbán, Putin o Kaczyński espoleen los recelos que ya existen en la sociedad para explotarlos en beneficio de sus agendas autoritarias

Asimismo, el choque entre ambos modelos (la democracia liberal que promueve la diversidad y el nacionalismo tradicionalista que pretende inmunizarse contra ella) podría estar haciéndose paulatinamente más evidente que lo que muestra una toma de un par de segundos en Eurovisión. Así, 48 embajadores destinados en Polonia –entre los que se encontraban, de manera reveladora, los de países como Lituania, Montenegro, Serbia o Ucrania– suscribieron una carta apoyando a la comunidad LGTBI polaca en el Día Internacional contra la LGTBIfobia. Inmediatamente después, Polonia canceló una visita del ministro de Asuntos Exteriores serbio prevista para el día siguiente. Dos meses antes, la visita de otro ministro de la Unión (el ministro de Asuntos Europeos francés) también había sido el centro de la polémica, al haberle impedido el gobierno polaco que accediera a una de las llamadas “zonas libres de ideología LGTBI”. Unas zonas que han sido criticadas por el Parlamento Europeo, y por los ayuntamientos de Lisboa, París o Viena, de “zonas de libertad LGTBI”.

En conclusión, la especial relación simbólica que existe entre los valores que representa Europa occidental y las personas LGTBI, estos roces, en muchos casos también simbólicos, pueden ser entendidos como pequeñas batallas de un conflicto más amplio y profundo: el del Estado de derecho, los derechos fundamentales y, en definitiva, de la democracia frente al auge del autoritarismo. La demonización constante de las personas LGTBI convierte a un colectivo ya de por sí estigmatizado en el chivo expiatorio de quienes, en tiempos de incertidumbre, ven en la diversidad un peligro para sus certezas. No es extraño, por tanto, que líderes como Orbán, Putin o Kaczyński espoleen los recelos que ya existen en la sociedad para explotarlos en beneficio de sus agendas autoritarias. Por esta razón, la defensa de las personas LGTBI es también la de los valores que cimientan nuestras democracias. Tal y como nos mostró el resurgir de la ultraderecha tras la Gran Recesión, los años de austeridad y la mal llamada crisis de refugiados, renunciar a esos valores entraña graves peligros. Convendría no tropezar de nuevo con la misma piedra.

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Francisco Peña Díaz es doctor en Derecho (Derecho Internacional Público y Derecho de la UE). Universidad de Málaga / Università degli Studi di Milan.

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