Peleíta de instituto
Pedigrí español y pedigrí izquierdista
El problema no es que unos sean la verdadera izquierda y los otros neoliberales camuflados, o fascistas relamidos; el problema es justificar y fomentar la xenofobia, la persecución a colectivos discriminados, la violencia, el castigo
Elizabeth Duval 19/07/2021
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Describía Pascal –y lo describía bien– en un librito cómo debe uno comportarse para demostrar la verdad de forma metódica y –casi– perfecta, dirigiéndonos hacia, que no consiguiendo, definir todos los términos para luego demostrar cada enunciado y conclusión. No es mi intención inspirarme en las matemáticas para elaborar una taxonomía de aquello que signifique hoy, en España, ser de izquierdas, o del valor que esa palabra tenga para alguien; desapegada como estoy de otros identitarismos, como del que defendería un feminismo particularmente identitario en lugar de uno diverso, tampoco otorgo tanto valor a estos. Sí me divierto en ocasiones trazando líneas mentales hasta encontrar en qué punto del eje de abscisas podemos clasificar a alguien como uno di noi, camarada o compañero, e intentando comprobar en qué momento esas percepciones se resquebrajan o se refuerzan.
En el tipo de profesión de fe que algunos parecen solicitar veo que la herencia de ciertos marxismos implica, como si el sistema funcionara por pliegues o sedimentación, la herencia de una visión cristiana del mundo; como si al permitir, a través del concepto del apocalipsis, el surgimiento del concepto de revolución, también nos hubiéramos llevado con nosotros la voluntad de que los nuestros pertenezcan a la Iglesia. Matiz: en este caso, a unas casas no muy grandes y tampoco bien ventiladas, pero santos edificios de cualquier manera. El ser “de izquierdas” parece llevar consigo todo un bloque homogéneo y monolítico de ideas, en un compartimento estanco, pero que luego nadie sabe demasiado bien cómo definir, y que sirve como arma arrojadiza con tal de señalar al otro que su comportamiento se desvía de aquello que es política o moralmente de izquierdas, sea esto lo que sea.
Estos debates son profundamente aburridos y hacen resurgir en mí, ya entrando en los impulsos personales, todo tipo de tendencias homicidas. Como se da en el caso de todos los apegos identitarios a las palabras, apegos nominales, terminológicos, de nomenclatura, de un bando al otro surge la acusación mutua de no encarnar a la verdadera izquierda, por motivos opuestos: el enemiguísimo para unos es el posmopijoprogre de jardín vertical, ecologismo, Cereal Hunters, festival del moderneo, podcasts y gin-tonic matcha; y para otros es el rojipardo-más-bien-tostado de filo-falangismo fofo, unidad de la patria, en ocasiones Dios, tendencias no demasiado antinatalistas y frikadas varias de larpeo –neologismo que describe lo que hace la gente en las recreaciones de batallas medievales, es decir, pretender ser algo que no son– de la Unión Soviética.
Yo estoy más o menos a favor de Dios y de la familia, aunque quizá no de la pequeñita subsección de la Iglesia católica que me echó de un colegio por salir del armario, y tampoco de mi árbol genealógico particular. Y también comparto, junto a muchas de mi generación, una relación con España basada en la herida que deja algo que no está ahí y que, no obstante, se espera (y se desea). Los aspavientos, los muñecos de paja y las exageraciones me parecen tan mediocres que no malgasto ni una palabra de este artículo en nombrar –con apellidos también podría– a quienes insisten en la necedad como quien insiste, sin más, en su ser. Nos hemos instalado en una actitud de la paja: otorgamos valor, ¡ya no por ser más de izquierdas, sino por ser más auténticamente de izquierdas, de la izquierda verdadera, de la nuestra, y consideramos que más valor se tiene cuanto más verdaderamente de izquierdas se sea!
No me interesa caer en el juego del pedigrí español o del pedigrí izquierdista; es un pasatiempo que me recuerda más a aquellas declaraciones de un politicucho –de centro centrado–, en las cuales hablaba de cómo se hizo maoísta para ligar, que a cualquier tipo de praxis o autocrítica de nuestra trincherita. Y este enfoque raruno de la pureza, de los ocho apellidos montañeses, nos distrae del auténtico problema de algunos de los discursos que van apareciendo. El problema no es que unos sean la verdadera izquierda y los otros neoliberales camuflados, o los unos los auténticos izquierdosos y los otros fascistas relamidos; el problema es justificar y fomentar la xenofobia, la persecución a colectivos discriminados, la represión, la violencia, el castigo, el punitivismo, la muerte, la marabunta, la tristeza. Abandonen, si quieren llegar a algo, su peleíta de instituto sobre quién es más de izquierdas: háblese menos del quién y más del qué y el cómo. Si conseguimos que esto se parezca un poco menos a una peleíta por el estatus izquierdista y un poco más a un esfuerzo por cartografiar lo inaceptable, quizá consigamos algo, algún día, que vaya más allá de imaginar quién tiene más grande la categoría perfecta a la cual ofrece su servidumbre voluntaria.
Describía Pascal –y lo describía bien– en un librito cómo debe uno comportarse para demostrar la verdad de forma metódica y –casi– perfecta, dirigiéndonos hacia, que no consiguiendo, definir todos los términos para luego demostrar cada enunciado y conclusión. No es mi intención inspirarme en las matemáticas para...
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Elizabeth Duval
Es escritora. Vive en París y su última novela es 'Madrid será la tumba'.
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