Crónicas hiperbóreas
El imperialismo banal del veraneante
En los últimos tiempos está proliferando el veraneante no adaptativo. Aquel que inventa e impone otras tradiciones allí donde va y que, en el peor de los casos, pretende desplazarse dentro de una burbuja y consumir lo mismo que el resto del año
Xosé Manuel Pereiro 6/09/2021
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En el siglo XIX el turismo nació con los viajeros armados de las guías Baedeker o Murray que rastreaban los orígenes de la civilización occidental en el Mediterráneo, o con los usuarios de Wagons-Lit o Mitropa que recorrían las ciudades de toda Centroeuropa a lomos de locomotoras. Mientras, en España, el símbolo del veraneo popular era el botijo, y para las clases medias, los baúles tamaño familiar que, según llegaba o se iba el calor, hacían o deshacían la ruta hacia pequeñas y tranquilas localidades de la costa o de la montaña. Antes de la irrupción de los paquetes de vacaciones y la posterior proliferación de los vuelos low cost, la tradición viajera española consistía fundamentalmente en la emigración o el exilio, actividades ajenas por completo al ocio, por mucho que los intelectuales orgánicos del poder de cualquier época pretendiesen darles una pátina de ansia de aventura y conocimiento. La esencia del veraneo hispano consistía en degustar con tranquilidad formas de vida ya conocidas, pero distintas de las habituales.
En los últimos tiempos, sin embargo, está proliferando el veraneante –sea individuo o unidad familiar– no adaptativo. En el mejor de los casos, el viajero renuente no solo se desinteresa de las tradiciones que antaño eran uno de los motivos para desplazarse, sino que inventa e impone otras. Hace años era aquella manía, tan ridícula como inocua, de depositar monedas en los resquicios de las paredes de piedra de bares y restaurantes. Ahora son los neotrogloditas que tunean las formaciones rocosas de la playa de As Catedrais de Ribadeo, o los que dejan prendidas en las zarzas de San André de Teixido (el lugar de peregrinación precristiano a donde va de muerto quien no fue de vivo) las mascarillas anticovid.
En el peor de los casos, el viajero no resiliente es aquel que, en lugar de cambiar su entorno cotidiano para inserirse en otros, bien por la atracción de la novedad, bien para disfrutar de lo ya conocido, lo que pretende es desplazarse dentro de una burbuja y consumir lo mismo –con la probable excepción de la comida– que el resto del año: idioma, costumbres, normativas… “Pues en N nos podemos sentar todos los que queramos en una terraza”, escuché más de una vez este verano, y no como comentario costumbrista, sino como argumento de autoridad ante los camareros resignados a ejercer de vigilantes de la salud pública. O como las anécdotas, aireadas como categorías por medios con vocación pirómana, de visitantes que han puesto el grito en el cielo porque en un restaurante de la villa ourensana de Allariz, entre otros, en los que han decidido libremente entrar, la carta no estaba en su idioma de toda la vida, sino en el de los indígenas. O el grupito de excursionistas comandado por un diputado sevillano de Vox que ha colgado una enorme enseña rojigualda de un puente sobre una hoz del Duero, consiguiendo, con una única acción, magnificar si cabe todavía más el paisaje y resolver una carencia real de la sociedad: la de parajes naturales huérfanos de banderón.
A falta de una teoría ajena de la que echar mano, o del bagaje intelectual necesario para sustentar una propia, yo calificaría ese conjunto de actitudes como imperialismo banal. Algo que va más allá de ese chovinismo banal del que todos somos más o menos reos en ocasiones puntuales: no hay caldo como el de mi madre, fiestas como las mi pueblo o playas como las españolas. El imperialismo banal no consiste en conquistar tierras y gentes con la espada en una mano y la cruz en la otra, para mayor gloria de la Corona y de la Iglesia (y un no desdeñable beneficio personal), sino de difundir y preservar los valores eternos de lo hispano, allá donde el neocruzado plante su sombrilla, ordene una comanda, o le lleve TripAdvisor.
Alberto Núñez Feijóo, que ejerce a la vez y por el mismo precio de presidente de Galicia y de unicornio de la derecha moderada española, ha alertado sobre la turismofobia, consciente de que la sociedad compostelana ajena al sector hostelero (y también parte de la implicada) está hasta el gorro, no ya de la habitual procesión de derrengados peregrinos, sino de los cada vez más numerosos y estentóreos epígonos de Manolo el del Bombo que desfilan con el ánimo marcial y los cánticos más propios de los Tercios de Flandes que de usuarios del camino sobre el que se construyó Europa, como dijo Goethe.
Algunos agudos vigilantes de las esencias han calificado las críticas a esas actitudes prepotentes de madrileñofobia y han llamado a rebato contra lo que consideran una cepa más del provincianismo que nos invade. Otros se han aplicado a fabricar bulos para apuntalarla, como aquel incendiario profesional que difundió en las redes sociales el invento de que en un restaurante de Ferrol le habían negado una mesa para diez personas por su acento mesetario y, minutos después, se la habían reservado sin problemas al identificarse como gallego. Sin embargo, el imperialismo banal no es un fenómeno con raíz geográfica, o territorial, por mucho que determinadas zonas de la capital española deberían tener como escudo el palo de golf y las flechas, y sea, en palabras de su presidenta, España dentro de España (como España al cuadrado, vamos). Es una manifestación ideológica, la practique un vecino de Chamberí, del Empordá o de la Manga del Mar Menor, y se manifiesta con diversos acentos (cierto que buena parte de ellos gangosos).
Si mi lengua desestabiliza los cimientos de su Estado, es que usted construyó su Estado sobre mi tierra, interpeló a la Turquía uniformizadora el escritor kurdo Musa Anter. Si le molesta que la carta de un restaurante esté en gallego, o que una garganta del Duero esté huérfana de la bandera nacional, quizá el problema es que esté erigiendo lo que considera su patria sobre sentimientos ajenos.
En el siglo XIX el turismo nació con los viajeros armados de las guías Baedeker o Murray que rastreaban los orígenes de la civilización occidental en el Mediterráneo, o con los usuarios de Wagons-Lit o Mitropa que recorrían las ciudades de toda Centroeuropa a lomos de locomotoras. Mientras, en...
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Xosé Manuel Pereiro
Es periodista y codirector de 'Luzes'. Tiene una banda de rock y ha publicado los libros 'Si, home si', 'Prestige. Tal como fuimos' y 'Diario de un repugnante'. Favores por los que se anticipan gracias
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