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Mientras me mojaba el culo en una de mis últimas calas de este verano, pensaba. Una cala a la que, por cierto, me había costado hora y media llegar caminando a 36 grados, escaleras interminables included. Ese es, supongo, el precio que estoy dispuesta a pagar por tomar el sol tumbada en un espacio más o menos digno, al lado de un mar limpio, sin que sobrevuelen mi cabeza balones de fútbol, sombrillas, o colchonetas insultantemente grandes con forma de piña. No hay mejor sitio para dar rienda suelta a nuestra esencia capitalista que un lugar tan exclusivo como ese.
“¿Te imaginas tener una casa aquí?”, preguntamos habitualmente a nuestro compañero/a de viaje mientras nos comemos un bocadillo lleno de arena sentados en una roca e intentamos poner la botella de agua a la sombra para que no se evapore. “¿Te imaginas tener ESA casa?”, exclamé yo hace unas semanas con los ojos muy abiertos señalando (os juro que no miento) una mansión con helipuerto y un garaje que no era un garaje, sino un sitio para guardar el barco. Ni siquiera sé si existe un nombre para eso. Es normal que lo tenga, pensé. Ninguna persona que pueda permitirse un helicóptero se va a meter hora y media de caminata.
Nos gusta hacer números cuando estamos de viaje. Números ficticios, claro. Tendemos a pensar qué tendría que pasar para tener una casa en la playa, si la tendríamos en Cadaqués o en Cádiz (¡o una en cada una!), cuánto nos costaría; si la pintaríamos de blanco o mejor azul, como esa que vimos tan bonita. Conspiramos sobre cómo ha llegado a poder permitirse una casa así otro ser humano genéticamente igual a nosotros, a qué se dedicará –¡será futbolista! ¡o cantante! ¿te imaginas que es de Shakira?–. Yo, habitualmente, me agobio pensando que en una casa tan grande tendría que limpiar muchísimo. Luego me acuerdo de que soy rica, ¡qué diantres! Contrataré a alguien para que lo haga por mí. Encadenamos pensamientos fugaces que nos trasladan a otra vida; una que sabemos que está ahí, solo que le ha tocado a otra persona que, eso sí, ha pisado la misma arena que nosotros, sentido la misma brisa y meado en el mismo mar. ¿No es precioso? Puede que, al fin y al cabo, tengamos algo en común con los superricos.
En España, los superricos crecieron un 15% justo antes de la pandemia. Tod@s nos hemos preguntado alguna vez qué haríamos si nos tocara un millón de euros, y hasta nos hemos agobiado porque igual no nos llegaba para comprarnos un piso propio, otro para nuestros padres, otro para nuestro hermano y, claro, que nos sobre un poco. “Para dejar de trabajar no te llega con un millón de euros”, he escuchado decir muchísimas veces, entre estupefacta y consternada, porque es una cantidad que la mayoría de españoles, entre los cuales me incluyo, muy probablemente no ganaremos en toda nuestra vida laboral. Con un millón no llega, pero (spoiler): con 30 sí. Y, para ser superrico, tienes que tener al menos 30 millones.
Siempre he pensado que, cuanto más tienes, más te regalan: te invitan a restaurantes, hoteles e inauguraciones de tiendas para que gastes todo ese dinero que te sobra, pero te regalan comida, noches en suites y bolsos de piel de cocodrilo. Madrid, por ejemplo, bonifica al 100% el impuesto que grava a estas grandes fortunas. Eso quiere decir que solo la CAM deja de recaudar, según la Agencia Tributaria, casi 1.000 millones de euros. ¡Bendita libertad la de algun@s!
No me malinterpreten, no me gustaría ser superrica: me mareo en los barcos, no me gustan los helicópteros desde que vi a Rajoy salir de uno completamente pálido y lo que es peor: no podría vivir en una casa tan grande. Viviría constantemente preocupada por la factura de la luz. Puede que ell@s en sus veranos –¿se tiene verano cuando se puede viajar todo el año?– se dediquen también a imaginar situaciones absurdas. Puede que imaginen su vida sin barco, trabajando por obligación o pagando impuestos. Puede que hagan números ficticios y se agobien dándose cuenta de que igual no llegan a fin de mes. Menos mal que luego se acuerdan de que son superricos.
Mientras me mojaba el culo en una de mis últimas calas de este verano, pensaba. Una cala a la que, por cierto, me había costado hora y media llegar caminando a 36 grados, escaleras interminables included. Ese es, supongo, el precio que estoy dispuesta a pagar por tomar el sol tumbada en un espacio más o...
Autora >
Marina Lobo
Periodista, aunque en mi casa siempre me han dicho que soy un poco payasina. Soy de León, escucho trap y dicen que soy guapa para no ser votante de Ciudadanos.
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