EL SALÓN ELÉCTRICO
Cien años de Dios
Cumple un siglo Fernando Fernán Gómez, la voz bronca, el genio tímido y cascarrabias resucitado por las mil imágenes del cine español
Pilar Ruiz 28/09/2021
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José Luis Cuerda lo contaba siempre de la misma manera: “Llame a Fernando y le dije: –Te voy a ofrecer una película y no puedes decir que no. –¿Y por qué no puedo decir que no? –Porque haces de Dios. Y contestó: –¡Entonces la hago!”
Nadie más que Fernán Gómez podía encarnar a la autoridad divina, al Padre Nuestro de todos los intérpretes, directores y dramaturgos de España, tanto en la ficción (Así en el cielo como en la tierra, Cuerda, 1995) como en la realidad. El rostro y la altura desgarbada de los que renegaba en su juventud lo habían convertido en su vejez en una figura patriarcal, imponente, de Yahvé veterotestamentario o Júpiter Tonante en versión pagana. En cualquier caso, emparentado con el mito. Vean si no su currículum: actor en más de 200 filmes e incontables obras teatrales, autor de decenas de novelas, ensayos, memorias, poemarios y textos teatrales; director de 33 películas y series de televisión. En el cine trabajó durante décadas y hasta el final de sus días con Sáenz de Heredia, Neville, Nieves Conde, Forqué, Berlanga, Bardem, Saura, Camus, Gonzalo Suárez, Cuerda, Armiñán, Erice, Gutiérrez Aragón, Trueba, Almodóvar y muchos otros; ¿qué cineasta no querría tener a Dios en su reparto? Parece ser que solo le quedó la espina de que le llamara Buñuel, a quien consideraba –con razón– el más grande de todos los cineastas españoles.
FFG en 1953.
Dios muy español pero de ciudadanía difusa, hijo natural de madre soltera, desclasado, noctámbulo, individualista feroz que solo pertenecía a su profesión de cómico, y eso, por herencia. Nació en 1921 de Carola, su madre actriz, durante una gira por América de la compañía de María Guerrero –abuela no declarada: el papá era su hijo–. Con esos antecedentes no le quedaba otra que “colocarse” como actor. Si lo hizo en edad temprana fue gracias a Jardiel Poncela que vio en aquel pollo pelirrojo, extrañamente llamativo, al intérprete perfecto para su teatro de humor inverosímil y absurdo. Él hubiera preferido ser un galán como Alfredo Mayo pero no para conseguir papeles de lucimiento –es imposible trabajar más– si no para que le amasen las mujeres más bellas. Eso, y el miedo a la precariedad, la amenaza de la miseria que atenaza a todos los artistas, mucho más en los años misérrimos de la dictadura, le convirtieron en un estajanovista de la actuación. Entre todo tipo de trabajos alimenticios –también hizo radio y doblaje–, de los balarrasas y botones de ancla del franquismo, su figura desgalichada brilla en unas cuantas obras capitales del cine patrio: la maldita, poética y fundamental Vida en Sombras (Llobet-Gràcia, 1948); dos de las mejores películas de Edgar Neville Domingo de carnaval (1945) y El último caballo (1950); y la primera película de la pareja (peleada) Bardem-Berlanga: Esa pareja feliz (1953).
Con Berlanga y Quintillá en Esa pareja feliz.
Aunque su enorme popularidad como actor ahogó todas las demás facetas, lo que le gustaba de verdad a Dios era ejercer como tal, es decir: dirigir cine. Y aquí Fernán Gómez se aparece a los mortales como esos grandes artistas de estirpe shakesperiana que se ponen delante y detrás de la cámara, tomando la forma de un Orson Welles hispano no orondo sino delgado y pelirrojo que bebe de Cervantes, Lope, Calderón, Quevedo y todo el Siglo de Oro, del absurdo juguetón de Jardiel y Mihura, del neorrealismo italiano, de la comedia clásica norteamericana. Firmó al menos tres obras maestras que reflejan no solo su incomodidad, el extrañamiento con la realidad de la época –quizá con todas, esencia artística– y una muy personal mirada sobre ella: El extraño viaje (1964), negra comedia sobre la represión sexual –inolvidable el travestismo de Carlos Larrañaga–; El mundo sigue (1965) su película más injustamente tratada al quedar sin estrenar por decisión de la propia productora, fue restaurada y reestrenada en 2015; y La vida por delante (1958) de un humor modernísimo y autoconsciente armado junto a la actriz argentina Analía Gadé con la que formaba un dúo cómico imposible de igualar.
Pero su carrera de cineasta ya es brillante solo por El malvado Carabel (1956), Mi hija Hildegart (1977), El viaje a ninguna parte (1986) y El mar y el tiempo (1989). Y dos obras de las llamadas “menores” que ama profundamente quien esto firma, así que déjenme recomendarlas: la descacharrante La venganza de don Mendo (1961) y Solo para hombres (1960) un alegato proto feminista basada en una comedia de Mihura donde el director demuestra que aprendió mucho de su maestro más sofisticado: Edgar Neville.
Don Mendo en plena venganza.
Suyo también es un texto teatral fundamental en la historia de la dramaturgia española: Las bicicletas son para el verano (1977). FFG puede elevarse sobre todos los autores de varias generaciones por ser quien mejor ha contado la Guerra Civil: su adolescencia es el sentir de la gente común, los sueños truncados, el miedo, el hambre, la pérdida. Un momento histórico crucial contado sin épica ni grandes discursos pero con humor, tristeza y toda la fragilidad de lo humano, apoyado en la mirada del chaval que en medio de una guerra solo quiere una bici para que le haga caso una chica. Dentro de este retrato de la contienda y la derrota –mucho más certero que cualquier ensayo histórico– aparece también la figura paterna ideal que nunca estuvo: ese padre honesto, enfurruñado y tierno interpretado tanto sobre el escenario como en la pantalla –perfecta adaptación de Jaime Chávarri (1984)– por su amigo Agustín González, otro actor de esos de levantarse del asiento.
Durante la guerra fue un niño de derechas, pero “a los 15 días de entrar los militares en Madrid, me hice rojo”, dijo. También confesó repetidamente no haber tenido el valor para ser revolucionario ni militante de nada, pero leyó el manifiesto del No a la guerra (2003) a pesar de estar postrado en una silla de ruedas. Seis años después de su muerte, en uno de esos actos revanchistas contra la cultura que caracterizan a la derecha española, el Ayuntamiento de Madrid de Ana Botella decidió privatizar el Teatro Fernán Gómez y retirar el nombre del actor. El escándalo que aquella infamia suscitó obligó a recular a la alcaldesa en pocos días.
Operarios desmontando el rótulo con su nombre.
“No, la envidia, no: el gran pecado de los españoles es el desprecio” (La silla de Fernando, David Trueba, 2006). Debería haber nacido en los EE.UU., Inglaterra, Italia o Francia; en cualquiera de estos países hubieran rendido mil homenajes al gran artista recordándolo como suyo, convirtiéndolo en un símbolo bueno, ejemplar, de todo aquello por lo que merece estar orgulloso un país; vean si no el reciente funeral de Estado de la República Francesa a Jean Paul Belmondo. Aquí no. Aquí nunca.
Cumple cien años la voz bronca, el genio tímido y cascarrabias resucitado por las mil imágenes del cine español, cambia de gris a color pero es el mismo que vive dentro de incontables otros, ya sea cura mártir, capitán. encantado por un alquimista, pícaro del Siglo de Oro, maestro represaliado por el franquismo, operador de cámara obsesionado por la guerra, artista libertario con cuatro bellas hijas, amante de Fortunata, recién casado con la vida por delante, general, esclavo, camisa vieja, ministro ilustrado de Carlos III, don Mendo y hasta un señor de Murcia. También escribe y dirige. Dios era un cómico.
José Luis Cuerda lo contaba siempre de la misma manera: “Llame a Fernando y le dije: –Te voy a ofrecer una película y no puedes decir que no. –¿Y por qué no puedo decir que no? –Porque haces de Dios. Y contestó: –¡Entonces la hago!”
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Pilar Ruiz
Periodista a veces y guionista el resto del tiempo. En una ocasión dirigió una película (Los nombres de Alicia, 2005) y cada tanto publica novelas. Su último libro es El cazador del mar (Roca, 2025).
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