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“No tengo tiempo”, dice una amiga cuando le pregunto si logró quedar con su último match.“Con dos trabajos y un hijo, no tengo tiempo para nada”, comenta otra. Una tercera piensa en su madre, que ya no tendrá tiempo para disfrutar de la jubilación, porque llegan dos nietos, su hermana trabaja, y no hay quién los cuide todo el día. Esta charla de viernes por la noche me lleva a pensar en el tiempo que no tenemos y ese que deseamos. Antes contábamos horas y minutos, ahora llevamos sofisticados segunderos digitales en el bolsillo. Una alarma para el microondas, una app para calcular cuándo llega el autobús o chequear el tiempo que nos queda de batería. Estamos más cronometrados que nunca, pero nunca nos alcanza el tiempo. Esta columna va de cómo ganar esa batalla y revolucionar la vida.
Hay una relación con el tiempo propia del capitalismo. En su gran libro Costumbres en común (Capitán Swing, 2019), el historiador británico E.P. Thompson rastrea los cambios en la percepción del tiempo entre las clases subalternas con la imposición de la disciplina industrial. Mientras que las sociedades campesinas tradicionales medían el paso del tiempo con la salida del sol y el anochecer, el cambio de estaciones y las cosechas, en las ciudades los artesanos regulaban de forma desigual el tiempo dedicado al trabajo y al ocio. Thompson recupera la celebración del “San Lunes” en algunos oficios, que se tomaban libre ese primer día de la semana para descansar o recuperarse de la juerga del domingo. La revolución industrial impone otra noción del tiempo, cuantificando de forma precisa los 1.440 minutos de cada día. Se generaliza el reloj de bolsillo y ese pequeño instrumento mecánico comienza a controlar la vida, marcando el comienzo y el fin de la jornada laboral.
En los últimos 50 años, el nivel de iluminación se ha multiplicado por diez en los países desarrollados. Para ganar tiempo a su favor, el capital le come tajadas a la noche
El sociólogo francés Razmig Keucheyan señala en su nuevo libro Las necesidades artificiales (Akal, 2021) que la “contaminación lumínica” es uno de los flagelos de nuestro tiempo. En los últimos 50 años, el nivel de iluminación se ha multiplicado por diez en los países desarrollados. Para ganar tiempo a su favor, el capital le come tajadas a la noche, alterando los “relojes biológicos” y la capacidad de descanso. Con la globalización, se han extendido las modalidades de trabajo nocturno en empresas de producción y logística, ajustando las cadenas de producción y circulación al just-in-time. “El tiempo es oro”: siempre que sea productivo para el capitalista. Antes que Marx, los economicistas clásicos ya habían explicado que el tiempo de trabajo era la medida del valor de las mercancías. Marx develó que los capitalistas se apropian de una gran masa de tiempo de trabajo excedente, muy por encima de lo que pagan a sus trabajadores mediante un salario. En ese robo se va la vida. Por eso, desde que existe el capitalismo, se ha desplegado una batalla por el tiempo de trabajo.
En Overtime. Why We Need A Shorter Working Week (Verso Books, 2021), Kyle Lewis and Will Stronge recuerdan que los primeros que consiguieron la reducción de la jornada laboral fueron los trabajadores de la construcción en Australia, en 1856. La ciudad de Melbourne estaba en constante expansión, levantada por las manos de aquellos obreros, en largas jornadas de más de diez horas. Hartos de esta situación, el 21 de abril de ese año iniciaron una manifestación que paralizó todas las obras. Tres meses después, habían ganado. La huelga de Pan y Rosas en 1912 en Estados Unidos tuvo como protagonistas a jóvenes trabajadoras inmigrantes que se negaron a aceptar una reducción del salario, después de una reducción de las horas de trabajo que se había regulado por ley. En España, la gran huelga de La Canadiense en 1919 abrió paso a la jornada de ocho horas. Los autores de Overtime destacan que la reducción de la jornada nunca ha sido una amigable concesión de los capitalistas, sino el resultado de una lucha de clases por su redefinición.
En el último siglo, la productividad del trabajo ha aumentado varias veces en los países más ricos, pero la jornada laboral se mantiene sin modificaciones. O peor, con las reformas laborales neoliberales, las patronales disponen del tiempo de trabajo como prefieren, mediante horarios flexibles, horas extras que ni siquiera se pagan, etc. Con el teletrabajo, la esfera laboral ha colonizado aún más el espacio de la “vida”, dejando muy poco tiempo libre, aumentando el estrés y la ansiedad. Marx escribió en los Grundrisse que, si bien el capital tiende a crear tiempo disponible, “lo convierte en plustrabajo”. Es decir, que los avances tecnológicos permitirían hoy reducir la jornada a unas pocas horas diarias, pero en vez de liberar a los trabajadores de la carga del trabajo, el capital los ata con cadenas más pesadas.
El hecho de que en varios países se comiencen a debatir propuestas para la reducción de la jornada laboral a 4 días semanales o 6 horas diarias, sin reducción salarial, es muy auspicioso. Pero no se trata de convencer a las grandes empresas de que “empaticen” con los trabajadores y acepten de buena gana una reducción de sus beneficios –como plantean desde la izquierda institucional–. Eso no ha ocurrido nunca en la historia. Urge en cambio desplegar los métodos de lucha de la clase obrera y los movimientos sociales, con la autoorganización desde abajo, para imponer una medida que cuestiona las ganancias de los capitalistas.
Las mujeres, el tiempo del patriarcado y el tiempo del capital
Si en el taller o en la oficina cada segundo se cuenta, el tiempo del trabajo doméstico parece esfumarse en el aire. Porque si es amor, ¿cómo medirlo? Mientras que, para los hombres, el reloj marcaba esa separación tajante entre “trabajo” y “vida”, para las mujeres nunca estuvo tan claro. Con la introducción masiva de las mujeres en el mundo laboral se produce una yuxtaposición de tiempos, dando lugar a una doble jornada, siempre agotadora. Por eso, el movimiento feminista situó las tareas domésticas bajo el prisma del trabajo y exigió un reconocimiento para ese tiempo que las mujeres pasan cocinando, fregando o cuidando a los niños.
La precariedad de la vida altera también nuestra percepción del tiempo. Y como os podéis imaginar, clase y género se cruzan en las manecillas del reloj. Según el Instituto Nacional de Estadística de España, una de cada cuatro mujeres trabaja a tiempo parcial (23%), un porcentaje que triplica al de los hombres. Las obligaciones familiares y el cuidado de otras personas, junto a la imposibilidad de encontrar otro tipo de empleo, se aducen de forma mayoritaria como causas. Para más de la mitad de las mujeres, se trata de una situación laboral no deseada. Sin embargo, la mayoría de ellas sigue trabajando más que los hombres, si sumamos el trabajo remunerado y el no remunerado. De acuerdo con la Encuesta Nacional de Condiciones de Trabajo (2015), las mujeres dedican 63,6 horas semanales a la suma del trabajo remunerado, el trabajo no remunerado y los desplazamientos entre el hogar y el trabajo, unas diez horas semanales más que ellos.
La parcialidad y precariedad del trabajo es un fenómeno extendido también entre la juventud y las personas migrantes. En gran parte del mundo, millones de personas trabajan menos de lo que necesitan, muchas otras trabajan más de lo que soportan y demasiadas no consiguen un empleo. Reducir la jornada laboral, sin reducción salarial, es un paso necesario para conseguir lavorare meno per lavorare tutti como pedían los trabajadores del Otoño caliente italiano. Es también una reivindicación feminista, ya que permitiría conciliar de forma menos desigual la vida laboral y la vida social. Y es una medida ecologista, porque implicaría menos desplazamientos al trabajo, menos contaminación y gasto innecesario de energía, etc. Pero, sobre todo, sería una vía para avanzar en la liberación de las cadenas del trabajo, para ganar tiempo para la vida.
Contra el escepticismo acerca de las posibilidades de avanzar en ese sentido, frente al conformismo de quienes dieron tantas veces por muerta a la clase trabajadora mundial, es importante que prestemos atención a los síntomas de un cambio profundo. En Estados Unidos –allí donde más caló la ideología neoliberal del “fin del trabajo”–, miles y miles de trabajadores y trabajadoras han iniciado una ola de huelgas sin precedente en los últimos años. Mineros, enfermeras, trabajadores de la alimentación o de maquinaria agrícola; una clase obrera feminizada, diversa y racializada que vuelve a levantar pancartas y vota ir a la huelga. Y ya sabes lo que dicen: You must never cross a picket line.
“No tengo tiempo”, dice una amiga cuando le pregunto si logró quedar con su último match.“Con dos trabajos y un hijo, no tengo tiempo para nada”, comenta otra. Una tercera piensa en su madre, que ya no tendrá tiempo para disfrutar de la jubilación, porque llegan dos nietos, su hermana trabaja, y no hay...
Autora >
Josefina L. Martínez
Periodista. Autora de 'No somos esclavas' (2021)
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