LITERATURA SÍ
La verdad sobre el caso Mola
Es peligroso trasladar la empatía de grupo al ámbito de la ficción, de la que hemos extraído siempre la experiencia contraria: la de que es posible interesarse por alguien que no es de tu familia; que no tiene ni tu edad, ni tu sexo, ni tu piel
Santiago Alba Rico 25/10/2021
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No he leído a Carmen Mola y mis asesores literarios, en los que confío plenamente, me recomiendan no hacerlo. No puedo hablar, por tanto, de su obra. La polémica revelación de que detrás de ese nombre se ocultaban tres hombres da lugar, sin embargo, a otras tantas discusiones –pues son también tres– en las que uno puede intervenir al margen de la calidad o menos de sus libros y sin necesidad de leerlos.
Una primera discusión versa sobre el premio Planeta, cuestión que puede zanjarse de un plumazo mediante el conciso y brillante tuit que pasó por delante de mis ojos hace unos días: “Lo han ganado pocas mujeres, pero aún menos escritores”. Autores y lectores lo saben. No hay aquí ningún engaño y casi podría agradecerse a José Manuel Lara que instituyera un premio literario democráticamente abierto, como la presidencia de EE.UU., a cualquiera, escritor o no, que tenga algo que ofrecer al “sistema”. Mucha gente finge aún irritarse o escandalizarse por este carácter impúdicamente “democrático”, pero la mayoría espera divertida todos los años el fallo del jurado para poder hacer bromas e improvisar memes ingeniosos y corrosivos. La condición trina y macha de la vencedora de este año nos ha proporcionado algunos memorables.
La segunda discusión, más interesante, atañe a las razones por las que tres hombres escogen un pseudónimo femenino. Una, muy evidente, es el conocimiento del mercado editorial. Después de criticar el mercado durante décadas, podríamos pensar que ahora que selecciona y encumbra a mujeres está haciendo por fin justicia. No: sigue haciendo negocio. Es un buen negocio, sí, publicar a escritoras. Tenía razón Carolina del Olmo en un reciente comentario en las redes: no podemos ignorar que hoy le resulta más fácil publicar a una mujer joven que a un hombre de mediana edad. Gracias a eso podemos leer a grandes autoras que en otro tiempo habrían tenido dificultades para publicar; pero acabamos leyendo también a muchas autoras mediocres o francamente malas o fabricadamente buenas a las que se publica por razones extraliterarias, como ha ocurrido durante siglos con los hombres mediocres. Entre esas razones extraliterarias se encuentra la feliz, aunque precaria, hegemonía del discurso feminista, que los grandes grupos editoriales han sabido rentabilizar. Sin desdeñar el morbo muy masculino del travestismo, hay motivos espurios, pues, para que tres autores con aspiraciones de best-seller adopten un pseudónimo femenino. Se me ocurren otros muchos, más honorables y más estrictamente literarios, que sin embargo, de algún modo, han quedado fuera de juego como consecuencia de esta combinación nueva –en sí misma no escandalosa o condenable– de feminismo y mercado editorial.
Pero la discusión que más me interesa es la tercera, la más difícil y la que requiere mayor cautela. Como sabemos, la identidad trina y macha de la laureada Carmen Mola ha activado también respuestas feministas sumarias y, a mi juicio, peligrosas. Algunas voces hoscamente críticas, en efecto, no sólo aseguran haber sabido desde el principio que Carmen Mola era un hombre (¡e incluso tres!) sino que sostienen sin matices que una “voz femenina” no se puede imitar ni –aún peor– entender desde un cuerpo masculino. Nadie que no haya vivido como mujer –se dice– puede escribir como una mujer ni puede, desde luego, escribir sobre mujeres. Un sector del feminismo, en lugar de defender la buena literatura, y felicitarse del acceso de las mujeres a ese universo radicalmente disfórico, se ha entregado a un esencialismo defensivo que, como veremos, cuestiona el concepto mismo de “literatura”.
Tal y como debe ocurrir con las mujeres en el mundo sublunar, así también una novelista tiene derecho a ser sádica, brutal y sexualmente poco empática
Hay algo en lo que estamos casi todos de acuerdo: en que, como quiera que hayan sido construidas unas y otras y aunque no sea fácil definir su contenido, existe una diferencia entre voces masculinas y voces femeninas. Creo que es bueno y bonito que sea así en el mundo; y muy fecundo que sea así en los libros. Ahora bien, una vez hemos reconocido esta diferencia, hay que tener mucho cuidado para no precipitarse con la mejor intención en uno de los tres errores siguientes –otra vez tres.
El primero consiste en dar por supuesto que detrás de una voz masculina hay siempre un hombre y detrás de una voz femenina hay siempre una mujer. Esto, lo sabemos, no es cierto en el mundo sublunar, donde sexo, género y expresión se disputan a menudo un solo cuerpo; pero es que sólo admitiendo lo contrario es posible seguir considerando la existencia de esa misteriosa práctica llamada literatura. Es verdad que durante mucho tiempo las voces femeninas, como los papeles femeninos en el teatro, fueron sobre todo recogidas y transmitidas por autores masculinos, pero nuestros grandes clásicos, tantas veces rematadamente machistas, no serían ni comprensibles ni apetecibles para las mujeres sin esta íntima disforia. De hecho –no sé– autoras ya también clásicas como Jane Austen o las hermanas Bronte (o nuestra Pardo Bazán), que introdujeron –por así decirlo– un clinamen nuevo en la historia de la literatura, no se imaginaron rompiendo sino continuando y exigiendo formar parte de esa tradición disfórica. Es un hecho y además un derecho: puede haber hombres con voz femenina y mujeres con voz masculina. Una de las razones, al parecer, por las que se excluía que detrás de Carmen Mola pudiese haber una mujer es su visión de la sexualidad y de la violencia. Ahora bien, tal y como debe ocurrir con las mujeres en el mundo sublunar –como reivindica siempre mi amiga Clara Serra–, así también una novelista tiene derecho a ser sádica, brutal y sexualmente poco empática. ¿Por qué no admitir la posibilidad de una escritora que en sus libros es muy distinta de sí misma o que libera en ellos, como los autores masculinos, sus fantasmas y sus dobles? Podemos pensar incluso en una mujer que, sin cambiar de nombre, finge una voz masculina no sentida para explotar literaria y comercialmente este contraste. Creo que es más feminista –más que el esencialismo enfurruñado– aceptar que Carmen Mola podría haber sido también una mujer y que, si hubiese sido una mujer, no nos molaría más, al menos como novelista.
Es mejor, más justo, más hermoso, más liberador aceptar esta idea de la disforia literaria. Hay voces masculinas y voces femeninas, sin duda, pero están tan mezcladas que se puede jugar –yo he jugado a menudo con mi hija– a distinguir unas de otras en distintas obras y autores. Balzac es más masculino que Dickens; y Pardo Bazán menos femenina que Galdós. Cela y Houllebecq son obviamente masculinos, pero también lo son Hania Yanagihara o Elfriede Jellinek. McCullers y O'Farrel son femeninas; también lo son, a mi juicio, Ishiguro, Modiano o Vikram Seth. Asimismo Kenzaburo Oé, que sin embargo (como su compatriota Kurosawa) no se ocupa nunca de las mujeres. Entre las voces recientes en castellano, Sara Mesa me parece más masculina que Edurne Portela y José Ovejero más femenino que Belén Gopegui. Cito solamente obras que considero literariamente meritorias; unas me gustan más que otras, pero ni “femenino” ni “masculino” tienen aquí ninguna intención axiológica o jerárquica.
Ahora bien, la cosa se complica aún más si aceptamos que una buena novela es un artefacto lingüístico complejo y distinguimos dentro de su material disfórico tres laderas diferentes: una formal o estilística, otra temática y otra –si se quiere– óptica. Encontraremos entonces casi infinitas variantes posibles, de manera que tendremos que convenir que los buenos textos son muy prismáticos en términos “genéricos”: pueden ser, por ejemplo, masculinos desde un punto de vista sintáctico, femeninos por su argumento o sus personajes y bigenéricos por la luz que cose unos y otros, y ello con todas las ambiguas combinaciones que este juego permite a partir de convenciones literarias susceptibles de transformación. Tres botones subjetivos: Byatt me parece masculina en su escritura, bigenérica en sus temas y femenina en su mirada; Yourcenar masculina en su sintaxis y en sus tramas y bigenérica en su mirada; y O'Farrel femenina en su mirada y su escritura y bigenérica en sus personajes. Los buenos autores suelen ser mestizos, con más o menos sangre –o tinta– de un lado o de otro; los malos no tienen estilo y son por eso mismo inimitables. O tienen una sola “voz” -masculina o femenina- y resultan entonces planos, ideológicos, identitarios: ilegibles desde el agujero de la cerradura que llamamos “universalidad”.
La literatura no consiste en un combate contra el mal; consiste en un combate contra la mala literatura
El segundo error, relacionado con el primero, es el de dar por supuesta alguna relación automática o necesaria entre voz “genérica” y calidad literaria. Cela y Reverte, por ejemplo, tienen los dos una voz marcadamente masculina (y los dos dan un poco de repeluzno), pero uno es literariamente bueno y otro malo; lo mismo ocurre –no sé– con voces femeninas como Carmen Martín Gaite y Carmen de Icaza. No hace falta ser malvado, tortuoso, macho, facha, para escribir bien, pero ser amable, mujer, de izquierdas, no es tampoco ninguna garantía. La literatura no consiste en un combate contra el mal; consiste en un combate contra la mala literatura. Lo que se propone la buena, nos recordaba Berger, es describir bien el mundo, no en el sentido de que deba ser realista sino –así lo apuntaba yo en un artículo reciente– más verdadera que la realidad misma. Kafka fue el autor menos realista de la historia y, sin embargo, sus absurdas novelas de escarabajos humanos y monos razonadores describen no uno sino varios mundos posibles con mucha más nitidez que las de Emile Zola o las de Anatole France.
Se podrá decir que la literatura masculina, mientras ha tenido el monopolio sobre los personajes femeninos, los ha descrito mal, a partir de clichés que, de esta forma, contribuía a reproducir. Eso es verdad si la literatura es masculina y no disfórica; es decir, si no es verdadera literatura. No se puede negar que lady Macbeth recoge todos los prejuicios patriarcales sobre la mujer, a la que, desde Eva, se hace culpable de todos los males. Pero lo que sabe ver muy bien Shakespeare es que esos mismos prejuicios, muy performativos, han construido mujeres así: mujeres obligadas a gestionar sus ambiciones desde la sombra, por mediación de un hombre débil y a través del crimen. “Hombres necios que acusáis/ a la mujer sin razón/ sin ver que sois la ocasión/ de lo mismo que culpáis”, escribía certeramente sor Juan Inés de la Cruz en el siglo XVII. Quiero decir que el patriarcado no solo elabora mitos calumniosos y discriminatorios sino que los hace realidad. Ha construido numerosas lady Macbeths que es legítimo y necesario describir bien. En la obra de Shakespeare, por lo demás, lady Macbeth es también un hombre. Me refiero a Yago, el servidor y confidente de Otelo, del que alguien podría pensar, si se deja llevar por los prejuicios de género, que es muy femenino: pues desde la lady-ambición y la lady-envidia maquina criminalmente en la sombra, por vía interpuesta, como una “mujer”. Shakespeare permite interpretar a Yago desde lady Macbeth, pero también, al revés, a lady Macbeth desde Yago, como un eco o reverberación suya, hasta tal punto los dos personajes se citan y se parecen. Salvo porque lady Macbeth siente remordimientos y Yago no. Los remordimientos, ¿son masculinos o femeninos? Me limitaré a constatar que históricamente las mujeres han hecho menos cosas de las que tengan que arrepentirse o por las que tengan que pedir perdón.
El tercer error, no idéntico al primero y sin duda el más peligroso, es el de pensar que una mujer no se puede poner literariamente en el pellejo de un hombre y un hombre no se puede poner literariamente en el pellejo de una mujer: como autores y como lectores. Flaubert, notable machirulo, vomitó mientras redactaba la escena del suicidio de Madame Bovary, cuyo personaje, uno de los más convincentes de la historia de la literatura, construyó desde la disforia narrativa, no desde sus valores reaccionarios ni desde su experiencia vital. Dostoievsky, por su parte, se justificaba de la superioridad intelectual de su personaje Iván Karamazov, cuyo nihilismo le reprochaba un pope, mediante esta confesión: “es que es más inteligente que yo”. Un buen escritor es siempre más femenino, más inteligente, más malo, más bueno, más todo que sí mismo; una buena escritora, por su parte, es siempre más masculina, más inteligente, más mala, más buena, más todo que sí misma. Ese “más”, que no se puede reproducir a placer, como ya advertía Pavese, a partir de la técnica, es lo que permite a las grandes obras salir al encuentro de todos los lectores, con independencia de su género, su raza o su clase social. Este es precisamente, de hecho, uno de los peligros mortales de la literatura.
El mundo no necesita a Dios para explicar su origen; pero sí necesita a Dios para contar ciertas historias; hay, pues, una prueba narrativa de la existencia de Dios: me refiero a la Biblia, no porque sea de origen divino sino porque sin ese protagonista no tendrían sentido el relato de Job o el de las diez plagas de Egipto o el del sacrificio de Isaac, grandes historias que nos hacen disfrutar y pensar. Igualmente hay una prueba narrativa del mundo común y de la inconsistencia erosiva, al otro lado, de todos los esencialismos: ese “más” que llamamos literatura. La literatura, en efecto, desmiente de facto, en el acto de leer, el identitarismo victimista que pretende que uno está condenado a vivir encerrado, con sus compinches y conmilitones, en su género o en su clase o en su experiencia privada. Es muy peligroso trasladar la empatía de grupo, que gana pavorosamente terreno, al ámbito de la ficción, de la que hemos extraído siempre, justamente, la experiencia contraria: la de que es posible interesarse por el destino de alguien que no es de tu familia ni de tu pueblo ni de tu país ni de tu época, que no tiene ni tu edad ni tu sexo ni tu color de piel y que ha tenido un recorrido vital completamente paralelo al tuyo y por eso mismo aparentemente inaccesible. Las grandes novelas permiten a uno –a cualquiera– reconocer, conocer, suplantar el lugar de cualquier otro.
El tercer error es pensar que una mujer no se puede poner literariamente en el pellejo de un hombre y un hombre no se puede poner literariamente en el pellejo de una mujer
Hace unos años un amigo me pidió que le diera mi opinión sincera sobre una novela que acababa de escribir. Se la di y no le gustó. Luego me pidió disculpas, porque es muy inteligente, pero su primera reacción, bastante agresiva, me dejó perplejo. Me dijo: “Lo que ocurre es que no puedes entenderla porque no has experimentado las dificultades vitales y laborales de un obrero de la construcción”. Mi respuesta fue fulminante. Le dije que nunca había vivido en Moscú en 1875 y, sin embargo, entendía las novelas de Dostoievski, que nunca había tenido la experiencia de un marinero borracho o de un agente colonial y entendía las de Conrad; que jamás había sido usurero ni pirata ni novia inglesa y podía entender a Balzac, a Stevenson y a Austen. Es posible que solo nos interese ya nuestro vecino blanco o incluso ni siquiera nuestro vecino blanco, pero la verdadera catástrofe humana y política se producirá en el momento en que deje de interesarnos Jo, el niño vagabundo de Casa desolada o Mick, la niña obsesionada con la música de El corazón es un cazador solitario.
Me gusta mucho lo que el escritor negro Ta-Nehisi Coates contaba en su libro Entre tu mundo y yo. Durante años, nos dice, respondiendo a la provocación de Saul Bellow, que consideraba a los negros incapaces de producir un Tolstoi, había buscado “el Tolstoi de los negros” hasta que se había dado cuenta de que “el Tolstoi de los negros”, ¡es Tolstoi! Buscad ahora, blancos, la Toni Morrison o el James Baldwin de los blancos. ¿No son justamente Toni Morrison y James Baldwin? Y la Austen, la Woolf, la Yourcenar, la Atwood, la Proulx, la Dickinson, la Plath, la Szymborska de los hombres, ¿no son precisamente Austen, Woolf, Yourcenar, Atwood, Proulx, Dickinson, Plath y Szymborska?
Si esto no es así, confesémonos perdidos, reducidos a la soledad más claustrofóbica, condenados a no entendernos: a entender solo nuestros dolores y nuestros lamentos. Por razones de ventilación, de salud mental, de civilización, para poder conservar la pasarela entre el cuerpo y los otros, entre el grupo y el mundo, protejamos la ficción: ese último lugar al que, cuando ha huido de los parlamentos, los cafés y los periódicos, corre a refugiarse aún la verdad.
Mola no, literatura sí.
No he leído a Carmen Mola y mis asesores literarios, en los que confío plenamente, me recomiendan no hacerlo. No puedo hablar, por tanto, de su obra. La polémica revelación de que detrás de ese nombre se ocultaban tres hombres da lugar, sin embargo, a otras tantas discusiones –pues son también tres– en...
Autor >
Santiago Alba Rico
Es filósofo y escritor. Nacido en 1960 en Madrid, vive desde hace cerca de dos décadas en Túnez, donde ha desarrollado gran parte de su obra. Sus últimos dos libros son "Ser o no ser (un cuerpo)" y "España".
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