ADELANTO EDITORIAL
Once aldeanos al asalto del cosmos
El autor de ‘Los nuevos odres del nacionalismo español’ reflexiona sobre el fenómeno nacionalista y cómo se construyen las naciones en general
Pablo Batalla Cueto 23/10/2021
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Pablo Batalla Cueto publica Los nuevos odres del nacionalismo español, un libro del que explica su voluntad de hacerlo entretenido, desenfadado, claramente alineado con ideas de progreso, pero no sectario, y sí riguroso y muy documentado. Se habla en él fundamentalmente de la última década; del nuevo arsenal simbólico que el nacionalismo español ha ido amasando en un decenio de éxitos, de los cuadros de Ferrer-Dalmau a los libros de María Elvira Roca Barea, pasando por la eclosión del mito de Blas de Lezo o series de televisión como El Ministerio del Tiempo o Isabel. Pero Batalla contextualiza esas novedades remitiéndose a momentos anteriores de su historia (diserta en él, por ejemplo, sobre los Episodios nacionales de Galdós, el antiaustracismo de los liberal-progresistas del XIX o la estrategia hispanista de Miguel Primo de Rivera) y a otros nacionalismos del mundo y de la propia España (el gay como nuevo judío de la ultraderecha polaca, la gastropolítica peruana, la invención de la tradición escocesa por Walter Scott o la ficción televisiva producida por el ente catalán TV3...). Su ambición –manifiesta– es ofrecer al lector un libro sobre el fenómeno nacionalista y cómo se construyen las naciones en general.
Lo que sigue son dos subcapítulos del segundo capítulo del libro, que versa sobre el papel nacionalizador del fútbol y cómo se instrumentalizó la victoria española en la Eurocopa de 2008 y, sobre todo, el Mundial de Fútbol de Sudáfrica de 2010. Antes, se ha hablado de la “narrativa de la furia y el fracaso” que caracterizó a la Selección durante años.
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Once aldeanos al asalto del cosmos
La expansión de las ideas de ultraderecha entre los jóvenes sobre la que hoy advierten con preocupación muchos profesores de secundaria, no todo —pues se trata de un fenómeno internacional—, pero algo tiene que ver con que la generación Z ya no haya conocido aquella selección fatalmente adherida a la derrota vergonzante. Abc llevaba el 18 de julio de 2010 a su portada la foto de unos adolescentes sonrientes con banderas de España y camisetas de la Selección bajo el titular «Españoles sin complejos». Como la Tierra Baldía cuando se rompe el hechizo que marchita a su rey, todo lo reverdeció el gol de Iniesta, lozanía hizo adquirir a todo lo ajado, todo lo desvaído arrancó a cintilar, colores vivos hermosearon súbitamente todo lo gris. Manolo el del Bombo, un aficionado valenciano que acudía desde 1982 a todos los partidos de la selección —oficiales o amistosos, disputados en España o el extranjero— para animarla con su bombo epónimo, dejó de ser el personaje estrambótico y risible que había sido siempre y se hizo acreedor de un respeto serio y reverencial: el que se rinde al true believer; a aquel que siempre ha creído en aquello en lo que nadie creía, pero de pronto se revela como una fe verdadera. ¡Que viva España!, vieja canción festiva de Manolo Escobar, devenía a su vez casi un himno extraoficial, si no cantado con solemnidad, sí sin la actitud sarcástica de antaño; cántico, ahora, de honrosa embriaguez patriótica en lugar de hilo musical de merluza infamante. El nacionalismo español ha conseguido gracias a la Selección aquello que Walter Benjamin deseaba para la revolución: ganar para sí las fuerzas de la ebriedad; y como decía en los años veinte Henry de Montherlant, un fanático del deporte que pregonaba militar a favor de su «sacralización», «una embriaguez que emana del orden».
Sucede incluso que aquello a lo que antes se atribuía la responsabilidad de las derrotas pasa a ser considerado factor de triunfo, y así, por ejemplo, la división y disparidad regionales del país. James Lawton, redactor jefe del británico The Independent, atribuyó la exquisitez española en Sudáfrica a haber reunido en una sola plantilla «la ferocidad de los vascos, la fuerte brillantez de los castellanos y la alegre exuberancia de los catalanes», cuando hasta entonces, como apunta Quiroga en Goles y banderas, el argumento de que España «era un país desunido, un Estado cargado de tensiones territoriales que tenían un efecto negativo en el juego del equipo», había sido «un clásico de la prensa inglesa», ello pese a que, en realidad, las rivalidades regionalistas entre jugadores jamás han sido un problema.
La cobertura periodística posterior a la victoria en Sudáfrica consistió en una sucesión de especiales en los pueblos de los que procedían los futbolistas de La Roja
Escribe Juan Carlos de la Madrid del verano de 2010 que «en una España discutidora, problemática y hasta camorrista, el único factor común, la única cosa sobre la cual había acuerdo, la única patria, era el fútbol. […] La única España próspera y hasta victoriosa, la única que contaba en el panorama internacional, estaba en los campos de fútbol». Años antes, en 1998, Enrique Gil Calvo había apuntado ya que la Selección constituía, en «el único Estado europeo que por diversas causas fracasó en un intento de construir una identidad nacional […] casi el único símbolo (junto con los demás equipos olímpicos) capaz de expresar la común identidad colectiva, embargando de emoción a los ciudadanos al hacerles sentirse miembros de la misma colectividad». Y ello no dejó de ser aprovechado por los arquitectos y aparejadores modernos de la construcción nacional, que, tras el Mundial, encontró en los periodistas deportivos sus peones más dilectos; vestales y misioneros de un nacional-futbolismo exprimido hasta el paroxismo lisérgico-frenológico del Tomás Roncero que en junio de 2012, tras una victoria sobre Portugal, disertaba en Punto Pelota, programa deportivo —muy popular— de la ultraderechista Intereconomía, que «España por su genética tiene que emocionarse. Y nos hemos emocionado, porque esa es la historia de nuestra España, vibrando, no somos científicos, no somos gente que gana premios Nobel, no valemos para eso. No tenemos ni voluntad ni, ni… ni capacidad para estar todo el día machacando, no somos tan fríos, nos dejamos llevar por las emociones, por el corazón».
La cobertura periodística posterior a la victoria en Sudáfrica consistió, entre otros despliegues, en una sucesión de especiales en los pueblos de los que procedían los futbolistas de La Roja. De la Tuilla del goleador asturiano David Villa, el Arguineguín del canario Silva, el Camas del andaluz Sergio Ramos, la Fuentealbilla del manchego Andrés Iniesta, etcétera, se hizo en aquellos meses platós televisivos al aire libre en los que una legión de reporteros rastreaba menudencias de la infancia y la juventud de los titanes de Johannesburgo, incidiendo insistentemente en su sencillez: los primeros partidos infantiles en pistas y descampados, los humildes empleos y negocios de unos padres esforzados, la entrañable campechanía de los vecinos. Cuando uno de los futbolistas no era oriundo de un pueblo, se le buscaba: los orígenes del portero Iker Casillas no se perseguían tanto en su Móstoles natal como en la localidad abulense de Navalacruz, de la que procede su familia y donde veraneaba de niño. Y todo hacía parte de una épica de los once aldeanos venidos de todos los rincones de la piel de toro para hermanarse en un proyecto común de grandeza universal; la apoteosis final de —citamos de nuevo a De la Madrid— «un proceso de sustitución social de una figura del imaginario popular español: el maletilla», un «chico de condición humilde que conocía el éxito llegando a ser torero; aquel que, como Manuel Benítez, el Cordobés, sabiendo que “más cornadas da el hambre”, se tiraba un día de espontáneo y tocaba, a la vez, el albero y el cielo. Esos mismos chicos habían sido reemplazados, como arquetipo del triunfador que sale de la nada, por el futbolista humilde, personaje pobre pero honrado de toda la vida que llegaba a alcanzar la condición de héroe».
El 8 de agosto de 2008, Abc se congratulaba de que «en tiempos confusos para la vertebración territorial del Estado, el deporte está jugando un papel relevante porque aglutina las emociones comunes y demuestra la fuerza de la unidad frente a las absurdas tentaciones disgregadoras». En 2010, titula: «Metáfora para una nación». El Mundo: «España unida gracias a sus campeones». La Razón: «Los españoles creen que La Roja da una lección de unidad a los políticos», «La selección como ejemplo». La Gaceta: «España barrió en Cataluña. La selección bate récords y desmonta la ofensiva del nacionalismo independentista». El País: «No hubo detalles, ni matices. Un solo tinte coloreó las calles de España y los gritos se convirtieron en una sola voz. Desde Madrid a Barcelona, en todas las ciudades, cada detalle sirvió para escribir el mismo cuento: el de un país volcado con la misión histórica de su selección». La crónica deportiva nacionalizada no describe: prescribe.
Crolley, Hand y Jeutter señalaban en 1998, en un artículo sobre «Obsesiones e identidades nacionales en crónicas deportivas» basado en el análisis de una serie de periódicos europeos durante el año 1995, cómo las crónicas perpetúan estereotipos nacionales o traslucen curiosos inconscientes colectivos. Del francés Libération comparaban por ejemplo la muy distinta imaginería de la que los cronistas se sirvieron para narrar, con apenas dos meses de diferencia, un partido entre un club francés y uno alemán (del que destacaron la «aterradora velocidad» de los germanos, resonancia de la Blitzkrieg nazi que traumatizara a Francia en la segunda guerra mundial), entre uno francés y uno inglés (partido descrito como una batalla en la que se podía «oler la pólvora» y ver «el fuego de cañones», crónica en la que esta vez palpitaba el recuerdo de las guerras napoleónicas), entre la selección francesa y la rumana (presentado como la resistencia francesa en su «fuerte» frente a las acometidas del «espadachín» Gica Hagi: retrogusto, ahora, medieval) o entre Francia y Polonia (país que la memoria francesa asocia a la magnífica caballería que producía a principios del siglo xix, y cuyo desempeño en el encuentro fue descrito como una sucesión de «ataques de caballería ligera» y «sablazos»). Los autores estudiaban también rotativos españoles, singularmente El País, y concluían que lo característico aquí era la recurrencia de la figura de la reconquista y de la noción de un ejército necesitado de dirección y liderazgo. Escribían los autores —y lo atribuían a la memoria de la guerra civil— que «a este respecto, las crónicas futbolísticas españolas son únicas. A diferencia de en Francia, Alemania e Inglaterra, donde es más probable que se compare a los equipos de fútbol con ejércitos cuando se muestran organizados y disciplinados, en España, de manera constante, se hace referencia a los equipos en términos militares cuando son desorganizados o carecen de liderazgo».
Catequistas de un pueblo de seres intensos: la prensa deportiva
Federico Corriente y Jorge Montero escriben en la introducción de Citius, altius, fortius: el libro negro del deporte que «en la actualidad el deporte ha dejado de ser un espejo en el que se refleja la sociedad contemporánea para convertirse en uno de sus principales ejes vertebradores, hasta el punto de que podríamos decir que ya no es la sociedad la que constituye al deporte, sino este el que constituye, en no poca medida, a la sociedad». No animamos a la selección: la selección nos anima a nosotros; nos hace sentir, como a la corresponsal austríaca Alice Schalek, exaltada por el frenesí patriótico de la primera guerra mundial, «en todo el cuerpo la enorme fuerza pulsional de la orden». Lo hace a través de esta prensa que, cantando sus gestas, nos alecciona al respecto de la proeza colectiva que se espera de nosotros, y que en España comenzó a recuperar bajo el Gobierno de José María Aznar el tono épico imperial que había perdido tras el final del franquismo, manteniéndolo en los sucesivos. En 2006, con motivo de un España-Túnez, un enfervorecido locutor de la cope se convertía de este modo en ilustración del nuevo tono: «Impresionante el aspecto que presenta la grada: el rojo, el amarillo, una sola bandera, la bandera nacional, es España, los jugadores en comunión, los jugadores en matrimonio con la afición. Hacía mucho tiempo que no se veía nada parecido. Esto es un sentimiento, esto es una nación, esto es España». Eran años en que en la opinión pública se estaba agotando la percepción comprensiva de la diversidad cultural española que habían abierto el antifranquismo y la Transición.
En España, en 2008, 2010 y 2012, muchos millones de personas vieron y escucharon los mismos partidos, telediarios, retransmisiones, y con ello se conformó un imaginario común
El deportivo es un periodismo singular que no se rige, ni quiere aparentarlo, por valores como la objetividad o el contraste de fuentes, sacrosantos en otras secciones del periódico. Aceptamos allá unos niveles de parcialidad y chusquedad chovinista que incluso el diario más partidista se cuida —o se cuidaba hasta hace poco— de alcanzar en sus crónicas políticas. Después de la derrota de España en la final de la Eurocopa de 1984 ante Francia, El Mundo Deportivo escribía esto en su crónica, titulada «Christov I, rey de los gabachos»: «Nos lo temíamos. Fíjense si son bestias los franceses que hacen de chorizos en un sitio que le llaman Parque de los Príncipes. Porque si lo de anoche no es un robo, que venga Mitterrand y nos lo explique. Nadie me va a negar que el más gabacho sobre el césped iba de negro».
No demandamos información del Marca, el As o El Mundo Deportivo, sino la escenificación de un entusiasmo fanático, de un nosotros unívoco e inequívoco (una gran unidad en la que «todo [es] un símbolo y cada criatura la llave de otra», como Hofmannstahl hacía escribir a Lord Chandos), que estos periódicos pergeñan mediante estrategias como conjugar los verbos en primera persona del plural o, cuando se reseña lo que los medios extranjeros cuentan de la Selección, enumerarlo pasado por una criba informativa por la que se resalten solo las alabanzas, y las críticas. Hay un periodismo que sí comparte estos códigos: el de guerra. Con él tiene en común el deportivo la misión de —como escribía Alexander Roda Roda— convertir «a un pueblo de indiferentes en un pueblo de seres intensos». El fútbol es —escribía Galeano— un «ritual de sublimación de la guerra» en el que «once hombres de pantalón corto son la espada del barrio, la ciudad o la nación». La portada de Marca del 16 de junio de 2010 mostraba un corazón saliéndose de un pecho masculino enfundado en la camiseta roja de la selección y el titular «46.745.807 corazonadas»: tantas contabilizaba Marca como ciudadanos españoles, por más que los hubiera, y no en número pequeño, que rechazan la identidad española y deseaban la derrota de la Roja. El 10 de julio, misma toma de la parte por el todo: «La final la jugaremos 46 millones».
No fueron 46.745.807 las corazonadas, pero lo cierto es que fueron muchas. Muy pocas veces, en las fragmentadas sociedades contemporáneas, tantos corazones —por no abandonar la metáfora cardíaca— laten con las sístoles y diástoles sincronizadas. Habitamos un tiempo de explosión individualista que multiplica las separaciones y nos atomiza en un babel de solipsismos dispares, de biografías ininteligibles, carentes de referencias comunes porque cada cual las busca que sean suyas e intransferibles, y solo las catarsis deportivas y las grandes tragedias hacen que, por tiempo breve pero intenso, las separaciones desaparezcan y los individuos intraducibles se vuelvan hablantes de un mismo esperanto emocional; espectadores de la misma película en lugar de consumidores de las infinitas opciones de unos multicines gigantescos. En España, en 2008, 2010 y 2012, no cuarenta y seis, pero sí muchos millones de personas vieron y escucharon los mismos partidos, telediarios, programas especiales, retransmisiones, y con ello se conformó un imaginario común, un silo de recuerdos públicos: el pulpo Paul, el beso de Casillas a Sara Carbonero, los «¡camarero!» de Pepe Reina, el «¡Iniesta de mi vida!» de José Antonio Camacho, etcétera; iconos perdurables que cubren un espectro que va de lo chistoso (Joan Capdevila sujetando un cubata con la oreja en el autobús descubierto de la celebración de 2008) a lo dramático (Xabi Alonso recibiendo una durísima patada de De Jong en la final de 2010), pasando por imágenes de unión, entrega, pasión, resistencia, fortuna, inteligencia o bravura (Casillas deteniendo in extremis un disparo de Arjen Robben; Carles Puyol saltando sobre una empalizada de talludos defensas para cabecear el gol de la victoria en la semifinal ante Alemania). Como para satisfacer a la vez al Primo de Rivera que encumbró a la andaluza salerosa como emblema del carácter español y al noventayochismo y su sentimiento trágico de la vida, estampas de alegría, belleza, juventud y jolgorio, pero también de austeridad y padecimiento: las proporcionadas por el primer partido del Mundial, perdido ante Suiza, y los finales agónicos de los sucesivos, ganados, en todos los casos salvo uno, por una diferencia de un solo gol.
Pablo Batalla Cueto publica Los nuevos odres del nacionalismo español, un libro del que explica su voluntad de hacerlo entretenido, desenfadado, claramente alineado con ideas de progreso,...
Autor >
Pablo Batalla Cueto
Es historiador, corrector de estilo, periodista cultural y ensayista. Autor de 'La virtud en la montaña' (2019) y 'Los nuevos odres del nacionalismo español' (2021).
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