Réplica
Dos visiones de la Transición. Respuesta a Amador Fernández-Savater
Partidos, medios e intelectuales se encargaron de ir vaciando el espacio que abrió la Transición. De ahí que tenga un punto divertidamente subversivo reclamar a las élites que recuperen sus valores fundacionales
Ignacio Sánchez-Cuenca 25/09/2021
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Con mucho retraso, por el que pido disculpas, quisiera comentar el artículo de Amador Fernández-Savater, “La lengua bífida de la Transición” (9/9/2021), en el que reaccionaba a un artículo anterior mío que salió publicado en El País y que ha despertado alguna reacción furiosa, de un enfurruñamiento pueril que confirmaba torpemente las tesis que defendí. No es el caso de Fernández-Savater, quien ha escrito un texto generoso e inteligente que permite continuar la conversación, algo que merece por mi parte profundo agradecimiento.
El artículo original se llamaba “Las élites enfurruñadas de la Transición”. Traté de argumentar en él que una buena parte de las élites políticas, económicas, periodísticas e intelectuales que protagonizaron la Transición no sólo se han ido moviendo hacia posiciones crecientemente conservadoras, sino que, además, han adoptado unas actitudes cada vez más intransigentes y excluyentes, en muchas ocasiones encarnadas en un nacionalismo español dogmático y rancio. No son, desde luego, los únicos que lo han hecho, pero la deriva de esas élites resulta especialmente llamativa por dos motivos: el primero, porque se trata de un movimiento transversal, pues afecta tanto a aquellos que se situaban en el centro y la derecha como a aquellos que eran de izquierdas; y el segundo, más importante, porque esa deriva resulta especialmente llamativa entre quienes, en su día, muerto Franco, apostaron por el consenso, el acuerdo y la integración y hoy están en las antípodas de todo aquello.
Amador Fernández-Savater, en su respuesta, no cuestiona el diagnóstico, hasta ahí creo que estamos de acuerdo: él también percibe lo que llamé, genéricamente y por simplificar, el “enfurruñamiento” de aquellas élites. Sin embargo, le parece dudoso que hubiera en algún momento un “espíritu de la Transición” que pueda servir de modelo con el que juzgar las actitudes de hoy. Desde su punto de vista, la Transición, por el modo en que se realizó, fue incluyente solo hasta cierto punto, estableciendo unos límites infranqueables al disenso en ciertas cuestiones.
Me gustaría indicar que todo sistema político constituido tiene siempre un adentro y un afuera. Siempre habrá cosas que no quepan y queden extramuros. La única excepción es el momento constituyente, en el que todo parece estar sobre la mesa, si bien tiendo a pensar que dicho momento constituyente ha sido idealizado por la teoría política, pues en la práctica los constituyentes no tienen la capacidad para pensar más allá de ciertos límites (los de su época e ideología) y han de tener en cuenta resistencias y contrapoderes.
Lo importante, para mí, es cuánto queda fuera y cuánto dentro. Toda transición política tiene una “cara b”, por utilizar la expresión de Fernández-Savater, eso no es exclusivo de la española. En nuestra Transición, se dejaron cosas decisivas fuera (la república, la memoria histórica, el laicismo). Ahora bien, ¿qué consecuencias ha tenido todo ello a largo plazo?
Se abre aquí una cuestión que es políticamente interesante para entender la crisis económica y política que atraviesa España desde 2008. Resumiendo mucho, caben dos interpretaciones de la Transición y lo que vino después. De acuerdo con la primera, que creo que es la que defiende Fernández-Savater, los resultados menguantes de nuestro sistema político serían consecuencia de las carencias o insuficiencias de nuestra Transición. Puesto que la Transición fue dirigida desde arriba y se llevó a cabo mediante la fórmula del continuismo legal (“de la ley a la ley”), hubo unos vicios de partida que se han acabado manifestando con toda su crudeza décadas después. De acuerdo con la segunda, que es más bien la que yo defiendo, el problema es que la política ha ido alejándose de los valores fundacionales de la Transición. En lugar de cansar al lector con explicaciones, me valdré de una imagen: el Alfonso Guerra cascarrabias que declara que los indultos a los líderes independentistas son ilegales, que rechaza la actual coalición de gobierno, que defiende la tesis de que el sistema educativo y mediático catalán envenena a la gente y que minimiza la corrupción de Juan Carlos I, poco tiene que ver con el Alfonso Guerra que negociaba el texto constitucional con Fernando Abril Martorell en 1978.
Intentaré ser un poco más preciso. La Transición tuvo dos periodos muy diferenciados. El primero, que va de la muerte de Franco el 20 de noviembre de 1975 a las elecciones del 15 de junio de 1977, es muy distinto al posterior, el de elaboración de la Constitución. En la primera parte de la Transición, la oposición, que permaneció en la clandestinidad hasta unos pocos meses antes de las elecciones, no tuvo apenas protagonismo. Fue un proceso dirigido desde arriba, desde el Estado, tratando de lidiar con la presión que venía de la calle y la fábrica. Las élites franquistas querían tener el control de la democratización del país. Para ello era preciso evitar la ruptura jurídica, de manera que las elecciones de 1977 se convocaron mediante la octava Ley Fundamental del franquismo, la Ley para la reforma política. Diseñaron en consecuencia unas reglas electorales que beneficiaban claramente a la UCD.
Los resultados de las primeras elecciones generales en junio de 1977 contuvieron múltiples sorpresas. La de mayor importancia fue que, a pesar de que todo estaba preparado para una mayoría absoluta de UCD, el electorado se dividió en dos bloques ideológicos de igual peso. Las izquierdas y las derechas obtuvieron cada una el 43 por ciento del voto. En aquellas condiciones, no hubo más remedio que establecer unos consensos que no estaban previstos y que habían brillado por su ausencia en la fase previa. El gobierno de Adolfo Suárez se quedó sin opciones, era demasiado débil para seguir adelante sin contar con los demás. Así, hubo de buscar pactos incluyentes con las izquierdas. Fruto de todo aquello fue, por orden cronológico, (i) la Ley de amnistía, (ii) los Pactos de la Moncloa, (iii) la Constitución de 1978 y (iv) la descentralización del poder político a través del nuevo sistema autonómico. Esas son las bases de nuestro sistema democrático, junto con el ingreso de España en la Comunidad Económica Europea en 1986.
No digo que aquellos pactos fueran perfectos, pero sirvieron al menos para establecer unas reglas de juego que no son tan diferentes de las que hay en otras democracias europeas. El problema no estuvo en las reglas, sino en cómo se actuó posteriormente. Quince años después de aprobada la Constitución, empezaron a percibirse problemas: los primeros escándalos de corrupción, la politización de la vida pública (cada vez más instituciones del Estado y organizaciones de la sociedad civil dependían del Gobierno), el anquilosamiento de la Constitución, etc. La situación se volvió insostenible tras la crisis de 2008. El modelo económico basado en el encarecimiento indefinido de los activos inmobiliarios saltó por los aires, dejando a amplias capas de la población a la intemperie (parados de larga duración, desahuciados, jóvenes sin expectativas). El bipartidismo PP-PSOE pasó de sumar el 84 por ciento en 2008 a solamente el 46 por ciento en las elecciones de abril de 2019.
Nada de eso estaba escrito en la Constitución ni en la Transición. Las cosas no tenían por qué haber evolucionado así. No niego, por descontado, que la Transición tuvo limitaciones importantes y dejó sin tocar el núcleo del Estado (justicia y fuerzas de seguridad, el ejército sí fue reformado profundamente en los 1980s para evitar la amenaza golpista). Con todas sus limitaciones, la Transición abrió un espacio amplio que luego no se utilizó de la mejor manera posible. Partidos, medios e intelectuales se encargaron de ir vaciando dicho espacio. De ahí que tenga un punto divertidamente subversivo reclamar a las élites que recuperen los valores fundacionales de la Transición. Creo que es más justo, y también más eficaz, que impugnar un modelo de transición que, por lo demás, goza de una visión positiva en la sociedad.
De nuevo, agradezco a Amador Fernández-Savater que se tomara la molestia de expresar su desacuerdo y espero que la conversación pueda continuar, si es con múltiples voces, mejor.
Con mucho retraso, por el que pido disculpas, quisiera comentar el artículo de Amador Fernández-Savater, “La lengua bífida de la Transición” (9/9/2021), en el...
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Ignacio Sánchez-Cuenca
Es profesor de Ciencia Política en la Universidad Carlos III de Madrid. Entre sus últimos libros, La desfachatez intelectual (Catarata 2016), La impotencia democrática (Catarata, 2014) y La izquierda, fin de un ciclo (2019).
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