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Malestares

Réquiem por el Padre

Sobre la crisis de la autoridad masculina en la ficción contemporánea

Manuel González Molinier 21/11/2021

<p>Tony Soprano, el neurótico patriarca de una familia de mafiosos.</p>

Tony Soprano, el neurótico patriarca de una familia de mafiosos.

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En octubre volvió Succesion, la serie de HBO que gira en torno a la figura de Logan Roy, un magnate de las telecomunicaciones que creó un imperio de canales de televisión sensacionalistas y conservadores, y sus herederos, una colección de personajes tan ambiciosos como disfuncionales, que sienten cómo este imperio amenaza con desmoronarse como un castillo de naipes. Cada uno de ellos trata de buscar la mejor posición de cara a la sucesión, sin tener garantías de que vaya a quedar algo en pie una vez caiga el totémico Urvater. La serie forma parte de una tradición de ficciones americanas que giran en torno a lo que podríamos llamar el declive de la Ley del Padre, con mayúsculas. Es decir, ficciones sobre los efectos sintomáticos del derrumbe del patriarcado. Porque, aunque Logan Roy pueda parecer, a simple vista, una actualización de un rey shakespeariano, uno acaba por darse cuenta de que es un gigante con pies de barro. En el momento que se quiere dar el poder en herencia a los hijos es cuando se encuentra la falla, puesto que hay algo de la Ley del Padre que no sobrevive a la siguiente generación, que es intransmisible. Porque la ley con la que se construyó su imperio –la ley totalitaria del patriarca– está carcomida, corroída, y amenaza todo el tiempo con venirse abajo. 

Freud, hijo de una sociedad victoriana donde el patriarcado, aunque muy vigente, ya había iniciado su declive, hace un esfuerzo por restaurar el lugar del Padre

Kendall y Roman Roy son dos hijos frágiles y neuróticos, con una relación entre ellos entre el afecto y el cainismo, que se revelan incapaces de soportar el peso de la corona sin manifestar una sintomática inconsistencia. Desean y temen al mismo tiempo ocupar el lugar del padre, y entre conatos de ingenua rebeldía no dejan de traslucir una velada necesidad de reconocimiento que irrita al viejo oligarca. El mayor de sus hijos, Connor, ni siquiera entra en las quinielas a la sucesión, al ser considerado unánimemente un idiota redomado, lo que no le impide tener la peregrina ocurrencia de presentarse a las primarias para ser candidato a presidente de los Estados Unidos, con un discurso pensado para las redes sociales, disparatadamente conservador y cómicamente ultraliberal, que abochorna a sus hermanos. Siobhan, la única hija, astuta aunque huidiza, es la que, a los ojos del espectador, parte con las mejores cartas para ser la sucesora, pero mientras que su ambición la empuja a mover sus fichas, su inteligencia le hace temer quedar sepultada bajo la decadencia de una falocracia en descomposición. En última instancia, la imposibilidad de dejar en herencia la Ley del Padre –unas reglas y un modo de ejercer el poder pensado para una sociedad que ya no existe– es el síntoma nuclear que atraviesa toda la serie.

Freud, en Totem y tabú, hipotetizó un mito fundacional del ser humano que gira en torno a la muerte del padre totémico, un padre que ejerce una ley implacable, que impide el acceso de los hijos al goce sexual. La sociedad se fundaría, según Freud, en el acto de dar muerte a este padre mitológico, tras el cual se establecería la primera Ley, la ley que prohíbe el incesto: la familia puede proporcionar protección y cobijo, pero el goce sexual ha de buscarse siempre fuera del núcleo familiar. Esta es la primera Ley que pone orden y límite al deseo, y es el Padre simbólico quien la sostiene, aun después de muerto. Freud, hijo de una sociedad victoriana donde el patriarcado, aunque muy vigente, ya había iniciado su declive, hace un esfuerzo por restaurar el lugar del Padre. Aspira a que la religión pierda paulatinamente su poder y, a cambio, crea un corpus teórico sobre el sujeto del inconsciente, que le permite restaurar una suerte de religión ilustrada en torno a la figura del Padre. Pero todos sabemos ya que aquella sociedad de la Belle Époque, y su burguesía fascinada por el levantamiento de los tabúes, acabaría por derrumbarse, dando lugar a la época de los totalitarismos, donde el padre totémico al que se había dado muerte parecía resurgir de sus cenizas. 

Años después, el psicoanalista francés Jacques Lacan, nacido a principios de siglo y formado como médico psiquiatra durante la época de entreguerras, ya anticipó la decadencia del patriarcado, lo que él llamó “el declive del padre”, un síntoma social que señalaba ya en sus primeros escritos. El psicoanálisis freudiano había sido, en el fondo, un intento de restauración del lugar del Padre en la constitución del sujeto, pero esta restauración era, al menos, parcialmente fallida. Lacan, al inicio de su enseñanza, apoyó los resortes simbólicos sobre el concepto del Nombre del Padre, un significante fundamental que tomaría de la religión y al que daría un uso estructural. No se trataba del padre con minúsculas, de ese padre de cada uno que, antes o después, acaba mostrando sus carencias. El Nombre del Padre tenía, para Lacan, un estatuto simbólico, y cumplía la función de poner orden a la estructura simbólica del sujeto hablante. Sin embargo, en su última enseñanza, a partir de la lectura de Joyce (especialmente de su obra Finnegans Wake), Lacan haría una enmienda a su propia teoría, al apuntar que había modos de sortear con éxito la carencia de este significante paterno. Joyce era, para Lacan, un sujeto con una estructura psicótica, y por tanto, su estructura subjetiva presentaba una falla, una forclusión de ese significante fundamental. Pero Joyce lo suplía mediante un synthome, una suerte de síntoma que permite anudar con éxito las estructuras simbólica, imaginaria y real mediante un modo singular de escritura; de este modo evitó el derrumbe subjetivo. Su hija, Lucia Joyce, sufrió una florida sintomatología psicótica y fue diagnosticada por Jung como esquizofrénica. Según Jung, que leyó la obra del irlandés, éste padecía la misma enfermedad que la hija pero, como le dijo al escritor del Ulises, “ella se hunde donde usted consigue bucear”. Lacan, con la enseñanza que supone la obra de Joyce, advierte de que el Nombre del Padre no es tan fundamental como había pensado. Existe la posibilidad de “prescindir del Padre a condición de servirse de él”.

La primera de las grandes ficciones televisivas que se ocupó de forma ejemplar de este declive del Padre fue Los Soprano. Esta obra dramática monumental, que se sostiene en el tiempo como una de las grandes obras narrativas del siglo XXI (en realidad comenzó sus andadas a finales del siglo XX), se estructura, como todos sabemos, a partir del síntoma neurótico de un capo de la mafia. En sus siete temporadas son muchos los temas que se tratan, en tramas y subtramas que exploran diversos aspectos psicológicos y sociales alrededor del concepto de familia(que en las obras sobre la mafia italoamericana es una palabra dotada de una interesante condición polisémica). Sorprende ver, por ejemplo, cómo la serie dedica, hace casi veinte años, un capítulo a la polémica en torno a la figura de Cristóbal Colón, un genocida para los nativos americanos y un héroe para la población italoamericana. Este capítulo puede parecer accesorio o prescindible, pero ejemplifica toda esta cuestión que tratamos aquí, al abordar el efecto problemático que producen determinadas figuras dotadas de un peso simbólico patriarcal, alrededor de las cuales hay toda una guerra cultural que enfrenta la pulsión iconoclasta de las minorías históricamente oprimidas y el esfuerzo de una parte de la población de mantener en pie unos símbolos que sostienen sus mitos fundacionales. Yo sostengo que la cuestión fundamental que atraviesa la serie, de principio a fin, es la cuestión de la Ley del Padre, su herencia y su declive. Los personajes están atrapados por los efectos de esa Ley patriarcal, esas reglas que tratan de establecer un orden, paralelo a la ley del Estado, pero que operan plenamente regulando las cuestiones fundamentales: la lealtad y la pertenencia, el reparto del dinero, el ascenso en la pirámide organizativa y, en última instancia, la vida y la muerte de los hombres que forman parte de este entramado. La Ley del Padre, en este caso el conjunto de reglas precarias que ordena el funcionamiento de la mafia italoamericana, es la herencia que deja el padre de Tony, ya fallecido, a su hijo. Sin embargo, los tiempos del hijo no son los tiempos del padre. En la serie, los personajes masculinos se ven asediados por dos amenazas fundamentales: por un lado, la persecución del Estado y la dura ley RICO, que amenaza con llevarlos a la cárcel hasta el fin de sus días; por otro, las luchas de poder dentro de la propia estructura (entre familias y dentro de la propia familia), que pueden costarles la vida. En medio está Tony, tratando de sobrevivir dentro de un sistema feroz y a la vez, de salir victorioso de sus propios conflictos inconscientes. Lo que está claro es que la herencia errática del padre hace síntoma en el hijo. Tony se topa inesperadamente con una crisis de pánico que le hace desplomarse, justo el día en que una familia de patos que anidaba en su piscina alza el vuelo para seguir con su viaje migratorio. Este suceso, el síntoma y su terapia ponen en marcha la trama, y permitirán al espectador, a través de las sesiones con su psiquiatra, observar la falla de la Ley paterna y su declive a través de tres generaciones: el padre de Tony, un cargo intermedio que ejecutaba sin sentimiento de culpa las órdenes de su superiores; Tony, que accede a posiciones de poder, superando así al padre, pero paga por ello con un síntoma que amenaza con revelar su vulnerabilidad; y el hijo de Tony, al que la Ley del Padre parece no alcanzar y que acabará teniendo que lidiar con el empuje suicida y el vacío nihilista. 

“La herencia del padre, Kierkegaard nos lo designa: es su pecado”, apuntaba Lacan. El filósofo danés recordaba con horror que en una ocasión había oído a su padre, un hombre puritano y temeroso de Dios, blasfemar. Pudo oír en aquel momento cómo crujía todo el ensamblaje de la articulación patriarcal. Si el padre, figura ejemplar, se atrevía a insultar a Dios Padre, ¿quién podría garantizar ahora que el mundo iba a seguir en su sitio al día siguiente? Durante las sesiones de psicoanálisis con la doctora Melfi, Tony Soprano pone orden a las figuras parentales, y se enfrenta a los mitos familiares e individuales de cualquier neurótico. En una de las sesiones recuerda ver al padre cortar un dedo al carnicero del barrio, que le debía dinero. El niño queda marcado por el velado erotismo con que la madre recibe al padre, cuando este trae una remesa de la mejor carne de ternera, que el carnicero mutilado le ha hecho llegar para aplacar su violencia. Estos recuerdos emergen después de que Tony se desmaye al comer embutido de ternera. En síntesis, aunque Tony se esconda tras un semblante de virilidad, paga el peaje de un síntoma neurótico que deja su fragilidad al descubierto. Él no puede gozar de los privilegios de esta ley del miedo sin pagar con un síntoma. Ejecutar a sus viejos amigos cuando son soplones es lo que ordena la Ley y él lo sabe, pero a él esto lo sumerge en la depresión y la culpa. Lo que el padre le ha dejado en herencia son sus pecados. En uno de esos momentos realmente ejemplares de la terapia de Tony, la doctora Melfi le pregunta por qué cree que tiene la culpa de los problemas de su hijo, y él responde: “Lleva en la sangre esta puta existencia amargada. Mis putos genes podridos han infectado el alma de mi hijo. Ahí está mi herencia”. Tony Soprano resulta un personaje de ficción que sintetiza perfectamente este síntoma social que nos atraviesa. El declive del régimen patriarcal hace síntoma en la sociedad, que abandona una suerte de orden no exenta de problemas para adentrarse en la incertidumbre, cuando se constata que la vieja Ley no opera del todo en las nuevas generaciones.

La primera de las grandes ficciones televisivas que se ocupó de forma ejemplar de este declive del Padre fue Los Soprano

Hay muchas voces que hoy señalan los pecados de un sistema patriarcal que ha operado durante siglos, y que muestra síntomas inequívocos de decadencia. Una muestra de esa decadencia es, precisamente, lo constante y bien articulado que está este cuestionamiento del propio sistema, sobre todo, por parte de quienes más han sufrido estos siglos de opresión. El sistema ya no es capaz de forzar su silenciamiento. Otra muestra, opuesta pero complementaria, son  las fantasías de restauración del viejo régimen. ¿Cómo entender, si no, fenómenos como el populismo trumpista, que se articula en torno a la nostalgia de un pasado que promete ser reconstruido, un pasado idealizado hasta el delirio, y que solo puede volver de la mano de un hombre rico, poderoso y blanco? El surgimiento de estos fenómenos político-sociales puede entenderse como consecuencia del temor al derrumbe de la Ley del Padre y a sus efectos. Si restauramos al Padre totémico, las cosas volverán a su sitio: América será grande de nuevo, el mundo volverá a su antiguo orden, etc. Hay gente que necesita creer en esta fantasía, y nuestro país no se libra de este fenómeno. Aquí también existe un discurso que promete la vuelta del orden patriarcal y ofrece mano dura para que las cosas vuelvan a su antiguo lugar: que los españoles vuelvan a ser españoles y los extranjeros, extranjeros; que los hombres vuelvan a ser hombres y las mujeres, mujeres; que nuestro país vuelva a ser una unidad monolítica, homogénea e indivisible. Mientras tanto, la literatura también se ocupa de reconstruir el pasado: la vida rural y la familia tradicional aparecen como un paraíso perdido que la modernidad ha hecho desaparecer, pero que puede y deber ser recuperado.

La segunda temporada de Succesion acaba justo cuando Kendall Logan, tantas veces humillado por su padre, decide denunciar públicamente los pecados del patriarca (sus abusos, escándalos y corruptelas), aunque eso suponga el derrumbe del imperio familiar. Como en Totem y Tabú, es hora de dar muerte al padre totémico y devorar su cadáver. En el fondo, este no es más que otro intento de restaurar al Padre. Pero el Padre de los tiempos pasados no puede restaurarse, no puede resucitar para volver a poner orden al caos del mundo presente. Esta es una fantasía como cualquier otra, y como tal, solo sirve para tener embobado a quien se agarra a ella. El nuevo orden que prometían los tiranos del siglo XX siempre fue, en realidad, el antiguo orden. También hoy ese retorno al pasado, ese conservadurismo nostálgico (no solo presente en la derecha), no deja de ser la fantasía de la restauración del viejo régimen del Padre; sin embargo, el declive siempre ha estado presente en este régimen. Agitar el espantajo del Padre totémico o encarnar su caricatura no significa una restauración con plenos efectos. Hay procesos tan paulatinos que solo pueden verse como un lento movimiento telúrico que atraviesa a las generaciones, y como tales movimientos de tierra, a veces se manifiestan como terremotos y otras veces resultan prácticamente imperceptibles, aunque no por ello dejan de estar ocurriendo.

Las grandes series de televisión americanas (como el cine o las novelas) suelen tener la audacia de cazar el zeitgeist de la época y, en este caso, lo que hay de fondo en Succesion, que ya estaba presente en Los Soprano, es un réquiem por el Padre como figura mitológica. No hay que asustarse, puesto que este orden patriarcal no está desplomándose de forma abrupta, lleva ya muchas décadas crujiendo en sus junturas. Es el suave colapso de todas las superficies (como decían Talking heads en The Overload), y este colapso se solapará con la aparición de nuevos lenguajes, nuevas estructuras, nuevos movimientos y nuevas luchas, que tendremos que hacer el esfuerzo por entender, pero que nunca entenderemos del todo. Los que, como yo, somos ya padres, y además crecimos sobre los presupuestos fundamentales de este modo patriarcal de ordenar el mundo, podremos sentirnos a veces desorientados, pero las nuevas generaciones nos enseñarán cómo se bucea en esta laxitud, en esta sociedad líquida que vaticinó Zygmunt Bauman. Nos dirán cómo hay que mover los pies y las manos para no hundirnos en ella. No será bueno todo lo que traiga la modernidad, claro está, pero tampoco será útil aquí la nostalgia, porque no deja de ser un espejismo delirante en el que el pasado, tamizado de sus miserias, retorna como quimera. Más bien habrá que ser conscientes de los nuevos síntomas de malestar de la sociedad contemporánea, que vive, inevitablemente, en un vórtice entre conservar lo que aún sea provechoso del pasado y caminar hacia un futuro que no estará libre de estragos. Deberemos abordar estos problemas y también contarlos en nuevas ficciones (ahí están Euphoria, We are who we are o Generation, por ejemplo), pero habrá que hacerlo apuntando a un futuro hacia el que caminamos siempre de forma inexorable. 

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Manuel González Molinier (Málaga, 1982) es médico psiquiatra y psicoanalista. Entre 2009 y 2020 fue también el cantante, letrista y principal compositor del grupo Hazte lapón.

En octubre volvió Succesion, la serie de HBO que gira en torno a la figura de Logan Roy, un magnate de las telecomunicaciones que creó un imperio de canales de televisión sensacionalistas y conservadores, y sus herederos, una colección de personajes tan ambiciosos como disfuncionales, que sienten cómo...

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Manuel González Molinier

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1 comentario(s)

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  1. jmfoncueva

    Me ha gustado mucho el artículo. La serie Los Soprano llamó mi atención desde otro punto de vista: yo observaba más el cambio de la mujer del mafioso. Carmela Soprano es, para mí, una novedad respecto a las mujeres de décadas anteriores. Nada que ver, por ejemplo, con las mujeres de los Corleone, excepto la de Michael, que no es italiana, Realmente interesante este enfoque.

    Hace 2 años 10 meses

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