El salón eléctrico
Elogio del cabrón
Un repaso a los malvados del cine con Luis Bárcenas como inspiración. En España, el señorito Iván de ‘Los santos inocentes’
Pilar Ruiz 25/02/2021
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El señorito Iván (izquierda). (Los santos inocentes, Mario Camus, 1984).
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Sí, claro. Él. O sea, Luis Bárcenas, alias el cabrón, sobrenombre adjudicado por sus propios compañeros de partido cuando era un intocable de la cúpula. Todos los astros –incluso los mediáticos– se conjuraron para crear el malvado por antonomasia, el “malo de película” y el extesorero lo tiene todo para convertirse en villano supremo por los nostálgicos del bipartidismo: condenado, traidor, corrupto, presidiario, faltón, mentiroso compulsivo, peligroso delincuente, maldición que hace ganar o perder elecciones e incluso sedes genovesas. El personaje Bárcenas trasciende su propia notoriedad hasta convertirse en la esencia del poder del Mal, un enviado del mismísimo Cthulhu a la altura de Moriarty y ESPECTRE, siglas de “Ejecutivo Especial para Contraespionaje, Terrorismo, Venganza y Extorsión”, con todas las características necesarias para presentarse al casting: el porte, la melena “silverado”, la elegancia fúnebre de la moda de derechas, nos remiten de inmediato al Drácula de Cristopher Lee.
Reconozcámoslo: ¿a quién no le gusta una historia con un buen malvado? Siempre funcionan mejor que los héroes o heroínas virtuosos y perfectos que nada tienen de humano; la infalibilidad, como saben en el Vaticano, forma parte del mundo sobrenatural. Jugar con el Mal, representarlo, darle voz y rostro, es una llamada a la supervivencia tan antigua como el ser humano; ahí están los cuentos de hadas con sus monstruos, ogros, brujas y madrastras crueles. Detrás del villano narrado está el intento de encadenar, en la ficción, al monstruo de todos nuestros miedos. Y dado el creciente infantilismo cultural de la sociedad actual, abundan las historias en las que la bondad absoluta se enfrente a la maldad más excepcional, al gusto de los spin doctor de los partidos políticos.
Hablamos de perversidades profundamente humanas, así que descartemos de entrada las fechorías tecnológicas de Hal 9000, Skynet y otros predadores robóticos, también los engendros, aliens o monstruos genéricos: un vampiro es un vampiro, no puede evitarlo –¿una explicación respecto a Bárcenas?–. Tampoco cuentan los desmanes de animalitos enfadados porque tienen razones para estarlo ni reversos tenebrosos como Darth Vader, hijo putativo de El fantasma de la ópera, malvado clásico. Digámoslo claramente: el infierno son los otros y el cabrón, cuanto más cercano, mejor. Por eso cualquier actor y actriz con buen olfato es capaz de vender su alma al Diablo por un buen rol de malvado; por ejemplo, un malo de James Bond. Interpretar al enemigo de 007 supone el caramelo que se da como premio a los buenos actores de carácter no solo por los dineros que ofrece la franquicia sino por la posibilidad de hacer un cabrón memorable. Quien esto escribe tiene preferencia por dos villanos de entre los 24 que han dado la réplica al agente secreto: Gert Fröbe como Goldfinger por ser también el aterrador asesino de niñas de esa obra maestra llamada El cebo (Ladislao Wajda, 1958) y el Max Zorin de Christopher Walken en Panorama para matar (Glen, 1985). Enfrentado a nuestro 007 favorito, Roger Moore –crecimos en los 80, ays– el siempre tenebroso Walken es uno de esos actores capaces de helarte la sangre en las venas con una sola mirada, por eso le descabezó Tim Burton en Sleepy Hollow (1999). Seguro que Javier Bardem también es fan, no hay más que verle de rubio malvado en Skyfall (Sam Mendes, 2012).
Cuando el villano se convierte en protagonista involuntario –como Bárcenas–, la cosa se pone interesante; igual que en la vida real. Y aquí aparece, bajo el sonido de la cítara, Orson Welles. ¿Existe un malvado más perfecto que Harry Lime? En El tercer hombre (Carol Reed, 1949) un anonadado Joseph Cotten descubre a su mejor amigo como un súper canalla capaz de traficar con vacunas falsificadas en plena pandemia-posguerra mundial. Una codicia que destruye la vida y la salud de miles, de millones, aprovechando un desastre mundial… Solo un monstruo sería capaz de algo así, ¿verdad?
El Orson actor se dirigió también a sí mismo en malvados ambiguos o terribles: Kane (1941), el policía Quinlan de Sed de mal (1958), Macbeth (1948) o El extraño (1946), esta última haciendo de nazi y con las primeras imágenes del Holocausto incluidas en un film de ficción. Porque para malo clásico del cine, donde esté un nazi que se quiten todos los demás. Por ejemplo, el Hans Landa (Cristoph Waltz) de Malditos bastardos (Tarantino, 2009). El nazi sigue representando el Mal Absoluto para la industria de la imagen a pesar de las tendencias recientes en el ámbito de la derecha a considerarlos gente decente. Más o menos como Claude Rains en Encadenados (Hitchcok, 1946) o el colaboracionista policía de Casablanca (Curtiz, 1942). Rains, maestro nada más y nada menos que de Laurence Olivier en la Royal Academy of Dramatic Art (RADA), fue el primer actor de la Historia en cobrar un millón de dólares por película y encabeza la larguísima tradición de la “escuela inglesa de malvados” fichados por Hollywood que va del siempre elegante James Mason en Con la muerte en los talones (Hitchcok, 1959), inmenso haciendo de otro cabrón como el Humbert Humbert de Lolita (Kubrick, 1962) pasando por un George Sanders imprescindible en cualquier papel de malo; hasta el icono oscarizado Anthony Hopkins-Hannibal Lecter en El silencio de los corderos (Demme, 1991) que con solo 25 minutos de actuación se come toda la película.
Pero en género psicopático, al César lo que es del César: Alfred Hitchcock es el padre del asunto con Psicosis (1960), pecado original del género “asesino en serie” incluyendo los muy reales de la serie Mindhunter (Netflix), cuyo director, David Fincher, también se lució en Seven (1995) descubriendo a Kevin Spacey como gran villano (ejem). Pero nadie estará a la altura del viejo y maligno Hitch, no hay más que recordar al aterrador tendero de Frenesí (1972) papel rechazado por una Michael Caine asustadísimo y finalmente encarnado por otro gran actor inglés: Barry Foster.
También están los gánsteres, claro. Mucho más perverso que el conflictuado canalla Corleone de Pacino, el modelo es el inconmensurable James Cagney, inspirador de todos los Joe Pesci de Scorsese. Entre los cabrones con pintas de última hornada gana de calle Tony Soprano y un actor que no se olvida: James Gandolfini. Es verdad que la gentuza está de moda, también los muy alejados de las malas calles y las pistolas. Del tipo cayetano con pedigrí son los pijos odiosos de la serie Succession (HBO), aunque para perverso millonetis de centro liberal, Jeremy Irons en Margin call (Chandor, 2011), donde aprendimos que todo canalla tiene otro peor por encima. –Sé fuerte, Luis–.
Hay un cabrón que brilla por encima de todos los demás. Y ese no es otro que Gene Hackman. Antológicos su Lex Luthor en Superman (Donner, 1978); el atracador de Bonny and Clyde (Penn, 1967); el sheriff de Sin Perdón (Eastwood, 1992); el siniestro presidente de los EEUU en Poder Absoluto (Eastwood, 1997) –en tiempos recientes parece alcanzar cotas de documenta–-; incluso el cabronazo del FBI en Arde Mississippi (Parker, 1988): si es que no se puede luchar contra el supremacismo con la razón y las buenas maneras. Hackman rechazó el papel de Hannibal Lecter y se retiró hace una década para dedicarse a la literatura. Te queremos, Gene.
En el polo más alejado de la perversidad elegante, están nuestros villanos. No es tierra España para sutilezas; aquí somos más de torquemadas que de maquiavelos, por eso el malvado español por antonomasia no podía ser otro que el señorito Iván. 40 años después del estreno de Los santos inocentes (Camus, 1984), parece salido de un CIS y de cierto partido con tres letritas –si antaño su final era acompañado con aplausos, hoy los Azarías votan al señorito Iván–. La inmensidad interpretativa de Juan Diego resplandece tanto aquí como en El séptimo día (Saura, 2004) encarnando a uno de los asesinos de Puerto Hurraco junto a otra gloria nacional: José Luis Gómez. El odio en estado primigenio, incomprensible, que hunde sus raíces en el tiempo y el origen de una tierra hostil, solo puede ser contado por dos actores increíbles.
A estas alturas dirán que dónde están ellas. Las malas. Pues, en su mayoría, sujetas a los estereotipos de “Me ha escrito un tío y mal”: la vamp que usa su belleza para arruinar a los pobres hombres; la loca histérica peligrosa; la bruja fea que envidia a las guapas y jóvenes y los úteros furibundos como la beata mamá de Carrie (De Palma, 1976) o la reina Cersei matando a troche y moche para salvar a su prole (Juego de Tronos, HBO). Caricaturizadas o ninguneadas también por la ficción, son escasas las mujeres de maldad pura, prístina y sin fisuras; sus desmanes resultan tan domésticos como sus problemas, despojados de la grandeza malvada de sus compañeros masculinos. Ni siquiera es mala la marquesa de Merteil –Glenn Close, divina–, sino señora atrapada en la época de Las amistades peligrosas (Frears, 1988). Y no olvidemos que el amor romántico o filial siempre puede redimirlas. O sea, nada memorables.
Siempre podremos disfrutar de la atracción del mal de ficción sin remordimientos, porque solo en la realidad se encuentran los verdaderos cabrones. Ahí tienen el aviso de Kirk Douglas vía Kubrick en Senderos de gloria (1957).
Cuídense de ellos.
Sí, claro. Él. O sea, Luis Bárcenas, alias el cabrón, sobrenombre adjudicado por sus propios compañeros de partido cuando era un intocable de la cúpula. Todos los astros –incluso los mediáticos– se conjuraron para crear el malvado por antonomasia, el “malo de película” y el extesorero lo tiene todo para...
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Pilar Ruiz
Periodista a veces y guionista el resto del tiempo. En una ocasión dirigió una película (Los nombres de Alicia, 2005) y cada tanto publica novelas. Su último libro es El cazador del mar (Roca, 2025).
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