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El papel de la izquierda

La guerra de Putin y nosotros los occidentales

El lema ‘No a la guerra’ es insuficiente. Su abierta referencia a cualquier guerra elude señalar a quien aquí y ahora tiene una culpa mayor por desencadenar una agresión imperialista sobre Ucrania

José Antonio Pérez Tapias 27/02/2022

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Una vez más los hechos nos sitúan ante un acontecimiento, esta vez terrible: la guerra de Rusia contra Ucrania, invadiéndola con despliegue de intensa destructividad. Es acontecimiento que, como tantos, podríamos haber ubicado en la casilla de lo imprevisto, por considerarlo improbable, al menos como guerra total. No obstante, hay que añadir que, de suyo, debiera haber estado entre lo previsible a la vista de las declaraciones y movimientos previos del dictador Putin, si no nos hubiéramos dejado engañar por la sobredosis de cinismo de sus múltiples añagazas. Ciertamente, es la ciudadanía de Ucrania la que padece las terribles consecuencias de una agresión bélica llevada a cabo contra toda norma de derecho internacional, lo cual redunda en su carácter injusto, aunque da reparo expresarlo así dado que cabe imaginar que consideraciones de ese tipo sólo dan lugar a muecas de odiosa arrogancia por parte del agresor.  Con todo, como ya se ha venido subrayando, la guerra desencadenada por Rusia contra Ucrania –teniendo en cuenta que desde el pueblo ruso se elevan voces contrarias a la misma, con riesgo de verse brutalmente sofocadas, por lo que es pertinente hablar, por respeto hacia ellas, de “la guerra de Putin”– es todo un golpe al quebradizo orden en el que nos veníamos moviendo, si se permite esa expresión un tanto eufemística, pero que, aun así, suponía un grado previo al más acentuado desequilibrio global ahora provocado con la bestial entrada de los tanques rusos en territorio ucraniano.  

El fondo de la guerra: Ucrania en la visión imperialista de Rusia propia de Putin

Sin demorarnos ahora en el recuerdo de hechos de triste memoria como fue, entre otros, la asfixia de la Primavera de Praga en 1968 bajo los carros de combate del entonces existente Pacto de Varsovia, lo cierto es que la acción de guerra impulsada por Putin pareciera devolvernos a los peores momentos de la Guerra Fría de antaño, si no fuera porque el contexto es distinto e incluso porque la inestabilidad del desorden mundial actual hace tal acción susceptible de evolucionar en la peor dirección. Por ello, no dejo de hacer mías aquellas palabras con las que, en carta a un amigo, Hegel expresaba su desazón ante lo que sus ojos tenían delante: “En las horas negras uno incluso piensa que las cosas van a peor”.  

Que todo puede ir a peor en esta guerra se debe, como los analistas vienen subrayando, a que, con la agresión a Ucrania, se persigue, tras el objetivo de someterla imperialistamente bajo la férula rusa, el resituar a Rusia en posición preeminente en medio de los reajustes geopolíticos de nuestro tiempo. Es decir, sometiendo a Ucrania a la política rusa –hoy por hoy dictatorial, pues ya se ha encargado Putin de liquidar la democracia hasta el punto de negarla incluso como carcasa con apariencia de tal–, es decir, negando toda soberanía al país vecino en nombre de una perversa mitificación de la fraternidad entre sus pueblos y una grosera manipulación de las etapas de su historia en común, el autócrata del Kremlin no deja de acometer el enfrentamiento con Occidente con el que tanto ha soñado y que con ahínco ha programado. 

Podemos decir que lo que ahora se pretende como destino impuesto a Ucrania tiene que ver con las relaciones que desde ésta se querían mantener con Occidente, lo cual es algo que Putin, con su visión neoimperialista de Rusia, heredera, pasando retrospectivamente por la URSS, de la Gran Rusia de un pasado remontado mil años hacia atrás –es palmario el milenarismo paneslavista–, ni estaba ni está dispuesto a permitir. Reconozcamos de paso que a estas alturas pudiera parecer impropio hacer tanto hincapié en el papel de Putin, como si estuviéramos en los tiempos anteriores de “grandes hombres” protagonistas de la historia –tantas veces para mal–. Pero es el caso que Putin, precisamente por haber dejado bajo mínimos lo que en la Federación Rusa era incipiente democracia, puede decir lo que nuestro Sánchez Ferlosio, en su libro Sobre la guerra, indica como fórmula autoidentificativa de estos personajes que pueden llevar su pueblo a la ruina y a otros a soportar inicuas tragedias, haciendo en definitiva de este mundo un “triste planeta del dolor”: en vez del orteguiano enunciado “yo soy yo y mi circunstancia”, el muy paranoico “yo somos un servidor y su soberbia”.  

Putin se ve encarnando la eterna alma rusa, siendo de hecho portador de un resentimiento bajo el que sitúa el expansivo nacionalismo que, con ayuda de secuaces fieles, se dedica a inocular en el conjunto de la sociedad manipulando redes sociales y medios de comunicación. Así, remitiéndose a la disolución de la URSS en 1991 como el acontecimiento más importante, en su negatividad, del siglo XX, y sin duda apoyándose para la “guerra económica” en los recursos cruciales sobre los que gravita la economía rusa –gas y petróleo en especial–, más la riqueza y capacidad productiva de Ucrania, Putin cataliza un hipernacionalismo que se nutre de fuentes como el fascista ruso Iván Ilyin –sorprendentemente rehabilitado por él a pesar de que fue furibundamente opuesto a la URSS–, el intelectual filonazi Aleksandr Dugin y Serguéi Gláziev, teórico del proyecto euroasiático contrapuesto al Occidente euroatlántico –todo ello perfectamente documentado por el historiador Timothy Snyder en El camino hacia la no libertad–. 

Putin se ve encarnando la eterna alma rusa y, con ayuda de secuaces fieles, se dedica a inocular en el conjunto de la sociedad manipulando redes sociales y medios de comunicación

Si ese es el personaje y su trasfondo de ideas, es obvio que su actuación, además de la represiva política interna que controla con mano férrea a base de encarcelamiento de disidentes y de uso de polonio para liquidar oponentes si hace falta, se enmarca en procesos geopolíticos sobre los que imprime una estrategia eficaz a fuer de absolutamente brutal. Parte para ello de una visión en la que no se concede a Ucrania entidad reconocible como Estado independiente, sino que, al igual que Bielorrusia, ha de sumarse a una Rusia autorrecuperada como imperio y, por ende, depositaria de la soberanía que a los otros se les niega. Para tal empresa, Putin ha implementado una estrategia encaminada a cortar todos los lazos posibles entre Ucrania y la Unión Europea, a impedir toda aproximación a la OTAN y a acabar con las tendencias antirrusas que pueda haber, empezando por tomar pie para ello en el reconocimiento de la independencia de las repúblicas de Donetsk y Lugansk, constituidas unilateralmente como “Estados de facto” tras ocho años de enfrentamientos bélicos entre separatistas prorrusos y fuerzas armadas ucranianas. Como hemos visto, tal reconocimiento ha operado como coartada para entrar en Ucrania so pretexto de apoyar a dichas repúblicas. Con los precedentes de Chechenia, cuya independencia se abortó, y de Abjasia y Osetia del Sur como repúblicas independizadas de Georgia e incorporadas a la Federación Rusa, Putin emprende la gran operación de recortar la independencia de Ucrania, fijándola inequívocamente a la órbita rusa. Occidente se queda mirando y Europa, desconcertada. Quizá confiaban en que el estratega Putin siguiera al legendario maestro Sun Tzu en su recomendación de que lo mejor es obtener la victoria sin combate, pero el mandatario ruso se ha atenido mejor a la máxima de que “todo el arte de la guerra está basado en el engaño”. Quien engaña, gana, tal es lema personal de Putin y respecto a él ha sido coherente. ¿Cómo queda el nosotros occidental ante la guerra promovida por tal personaje?

Invasión rusa: una Ucrania en soledad, un Occidente otanista descolocado y una Europa desconcertada

Desgraciadamente, se cumplieron los avisos de que Rusia invadiría Ucrania y no los expectativas de que permanecieran abiertas –y fructíferas en algún sentido– las vías diplomáticas para resolver un conflicto, en cualquier caso ya muy enconado, tanto por las pretensiones de Rusia como por los problemas no resueltos de Ucrania, ambas cosas acentuadas desde 2014 tras anexión rusa de Crimea y encarnizamiento de los enfrentamientos en el Donbás, el este de Ucrania con notable presencia de población prorrusa. No hay que olvidar que esos dos factores de tensión se desencadenaron con fuerza tras la “revolución del Maidán”, manifestaciones en Kiev contra el entonces presidente prorruso Yanukóvich, con hartazgo de la ciudadanía por la corrupción, que acabó abandonando el poder. 

La entrada de gobiernos más europeístas e incluso con aspiraciones de integración de Ucrania en la OTAN acrecentó los recelos de Rusia, sumándose a ello como factor político ambiental las injerencias de personajes estadounidenses por medio y la presencia de grupos paramilitares de filiación neonazi que aparecieron en escena por algunos lugares. Si esto último se ha magnificado al cabo del tiempo, hasta el punto de aducir Putin la “desnazificación” como indefendible justificación de su ataque contra Ucrania, por otra parte hay que tener presente, frente a tan burda manipulación, lo que el pueblo ucraniano no olvida: el Holodomor u “holocausto ucraniano” que supuso la hambruna provocada por la política de Stalin en los años 1932 y 1933 y que, según estudios solventes, se llevó por delante la vida de unos cuatro millones de personas. Sobre la tierra mojada por esa memoria llueven las bombas rusas ahora.

Hay que reconocer que, si por una parte es constatable en Ucrania un legitimo anhelo de integración en la Unión Europea –soy testigo de cómo en la parte occidental de Ucrania las banderas del país y de la Unión Europea han presidido los colegios electorales aun sin ser miembro de ésta–, por otra se ha extremado innecesariamente la expectativa de que este Estado se incorporara a la OTAN, dando lugar a la consiguiente frustración en medio de la tragedia de la invasión rusa. Se conocían de sobra los motivos de Rusia para no aceptar esa incorporación, la cual, efectivamente, hubiera quebrado de lleno lo establecido en tiempos de Gorbachov al hilo de los cambios producidos en países otrora aliados de la URSS e integrantes del Pacto de Varsovia. Reconociendo que la OTAN es alianza militar que, por más que se diga defensiva, se ha expandido ampliamente por los países del Este de Europa hasta las fronteras de países bálticos con Rusia, de Polonia con Bielorrusia y de Rumanía con Ucrania, y que desde su nacimiento se halla puesta bajo la dirección y los intereses de EEUU –que la han llevado a intervenciones discutibles como en los Balcanes, desafortunadas como en Libia y desastrosas como en el caso de la ocupación de Afganistán–, no era prudente insistir en que la soberanía de Ucrania necesitaba pasar por la pertenencia a la OTAN, máxime si tal insistencia obedecía a una instrumentalización de la misma en función de intereses occidentales. 

Teniendo todo eso en cuenta, antes de llegar al punto sin retorno de la invasión rusa, respecto a Ucrania, tal como se presentaba el conflicto, podía argumentarse con razones como éstas: a) No era axiomático que su soberanía tuviera que implicar su inserción en la OTAN. b) Tampoco era premisa indiscutible que la misión de la OTAN, vista desde la organización atlántica, suponiendo su carácter defensivo, conllevara tener que incorporar a Ucrania; es más, la defensa pacífica de Ucrania habría de contemplar otra manera de proceder de la misma OTAN. c) Los puntos anteriores se compadecían con la intensa y compleja relación histórica entre Ucrania y Rusia que, más acá y más allá del autócrata Putin, tiene un peso innegable, que en cualquier caso hay que contemplar sin mitificaciones ni tergiversaciones de la historia. d) Pudiera haberse considerado que una negociación viable pasara por el final de la intervención o apoyo ruso a los levantados en armas en el Donbás (Este de Ucrania), aceptando por otra parte la condición rusa de Crimea, lo cual no es ajeno a la historia. Y e) por supuesto, en todo habrían de tener palabra los ucranianos (teniendo en cuenta que tampoco son unánimes), conforme a principios democráticos, normas de Estado de derecho y legalidad internacional. A lo que se podía añadir un último punto en forma de interrogante: f) ¿Podría defender algo de esto la Unión Europea, más allá de intereses económicos y energéticos?

Obligado es decir que estos puntos, como otros, quedan como hipótesis del futuro que no fue, a título de inventario. En este momento tenemos una guerra abierta, con el carácter híbrido que le dan los componentes actuales de guerra cibernética que se incorporan a una guerra  con fuerzas militares como lo propio de las guerras entre Estados. Cuando parecía que las guerras estatalizadas eran cosas del pasado, porque estábamos en la época de las nuevas guerras de la era global que con tanta solvencia analizó Mary Kaldor, por ejemplo, volvemos a vernos frente a una guerra con todos los ingredientes de ejércitos sobre el terreno, avances incontenibles con carros de combate, bombardeos aéreos, ataques a centros neurálgicos del Estado agredido y población civil puesta también en el punto de mira. 

Hay que recordar que en 2008 el mismo Putin, antes de entrar en modo imperialista total, asistió a una asamblea de la OTAN y por esas fechas no era hostil a una relación intensificada entre Ucrania y UE

Está claro de quién procede la injustificable y bárbara agresión. Pero eso no quita que del lado identificado como occidental se tengan en cuenta dos elementos que contribuyeron a llegar al punto en que estamos: la irresponsabilidad de pretender llevar la presencia de la OTAN hasta la misma frontera ucraniana de Rusia y la pasividad –ello cae especialmente del lado europeo– ante una situación cuya peligrosa deriva debiera haberse anticipado con actuaciones de mediación política decidida y eficaz. Hay que recordar que en 2008 el mismo Putin, antes de entrar en modo imperialista total, asistió a una asamblea de la OTAN y por esas fechas no era hostil a una relación intensificada entre Ucrania y UE. A la vez que se tienen en cuenta las responsabilidades por lo hecho y no hecho –a ese respecto se trataría de culpa por omisión–, no debe prescindirse del contexto global en el que estamos, en el cual es notoria la pérdida de hegemonía de lo que llamamos Occidente, como ya hemos comentado en otros momentos, comprobable ante la posición geopolítica desempeñada por China, que no deja de ser factor incentivador de la pretendida por Putin para Rusia. EEUU ya no puede ejercer su anterior monopolio neoimperialista, ni Europa puede seguir imaginándose eurocéntrica, por más que fuera bajo la sombra estadounidense. Se trata de situación de hecho por fuerza a tener en cuenta, la cual, por darse, no constituye sin más justificación de todo lo que en este nuevo contexto ocurre.

Putin, con la inteligencia estratégica que acompaña a su arrogancia y cinismo, sabe perfectamente qué tiene al otro lado de la Ucrania que ha invadido: una OTAN que, a la vista del temor difundido por una Rusia agresora, reforzará su presencia en países del Este europeo ya pertenecientes a ella, máxime cuando hasta Suecia y Finlandia piden integrarse en la misma, pero que no va a actuar directamente en territorio ucraniano, aduciendo el motivo jurídico de que no es el caso de que sea miembro de la alianza , y en definitiva por no poder contar para ello con apoyo firme en las respectivas opiniones públicas de los países miembros, sociedades posheroicas en las que ya no moviliza aquel “honor del guerrero” al que Michael Ignatieff dirigió su mirada. 

El mundo occidental, respecto al cual Rusia hace mucho más que marcar distancia, pues no es algo ajeno a la estrategia de Putin dividirlo y hacer naufragar su cohesión, se encuentra descolocado por una guerra que desborda sus posibilidades efectivas de respuesta. En un mundo multilateral en el que el bloque occidental no puede ya erigirse en protagonista principal indiscutible, por más que mantenga su cuota de dominio sin hegemonía, paradójicamente dicho bloque va a tener que procurar algún efectivo entendimiento con China para frenar la desmesura rusa. La potencia asiática se sitúa al lado de Rusia, pero con reservas evidentes, como se puso de relieve en el Consejo de Seguridad de la ONU al abstenerse en la resolución de condena a Rusia, siendo lo relevante que no secundó el veto de ésta. 

El agresor ruso, por otra parte, sabe que además de no entrar la OTAN militarmente en Ucrania –lo cual incrementa la frustración de los ucranianos al verse solos, lejos de las expectativas que les alimentaron–, él tiene la llave del gas, de la cual depende energéticamente media Europa, lo que no dejará de ser acicate para la división en su seno si las sanciones a Rusia se prolongan en el tiempo, con los efectos consiguientes de desabastecimiento y de incrementos de costes energéticos para todo el ámbito europeo. Por largo tiempo, un país en el puño de un dictador no se va a detener por sanciones económicas, incluidas las implementadas por el sistema SWIFT de transacciones financieras, lo cual incrementará el desconcierto de Europa, a pesar de sus esfuerzos por hacer oír su voz en una trama de organizaciones e instituciones donde EEUU hace que la suya marque la pauta. Queda por ver la capacidad de aguante de la Unión Europea y sus dispares miembros ante sanciones que, aplicadas a Rusia, repercuten en buena medida sobre ellos. Y, no obstante todo eso, el presidente ucraniano Zelenski, pide a la Unión Europea ir más allá de las sanciones. ¿Cómo? Nadie responde, nadie sabe. 

Las almas bellas occidentales y la impotencia de un equívoco “No a la guerra”. Voces diversas que hacen pensar 

A nadie se le oculta ya la gravedad del momento que vivimos. Es verdad que ha habido y hay otros conflictos en nuestro mundo en los que se desata la crueldad de la guerra, como en Siria o en Yemen, y situaciones en las que se prolongan ocupaciones ignominiosas, como en Palestina a cargo de Israel o en el Sáhara Occidental por parte de Marruecos. Se podría recordar, como muchos hacen, el nutrido listado de intervenciones imperialistas de los EEUU o, yendo más atrás, la ominosa historia de las potencias coloniales europeas. Pero todo ello no disminuye en nada lo injustificable de la actual campaña militar emprendida por Rusia contra Ucrania. Es inhumano pretender medir al peso las tragedias. Y lo cierto es que ésta que nos ocupa tiene el componente añadido de la fuerte desestabilización que provoca en las relaciones internacionales, con un marcado carácter regresivo que pone en solfa la creencia hasta hace días muy extendida de que las guerras convencionales entre Estados eran cosa del pasado. Rusia ha acabado de un plumazo incluso con los criterios de contención entre potencias que, en la confrontación entre bloques del pasado siglo XX, sirvieron para frenar las posibles catastróficas agresiones entre ellas, dado que se consideraban en situación de simetría. Acuerdos como el de Helsinki de 1975, que dio paso a la Organización para la Seguridad y Cooperación en  Europa (OSCE), hasta estos días vigente entre países de la OTAN y los del antiguo Pacto de Varsovia, han quedado barridos. La vuelta a un escenario de guerra total supone lo que Herfried Münkler señala en su obra Viejas y nuevas guerras como logros del derecho internacional acumulados entre finales del siglo XVII y el siglo XX. 

Rusia ha acabado de un plumazo incluso con los criterios de contención entre potencias que, en la confrontación entre bloques del pasado siglo XX, sirvieron para frenar las posibles catastróficas agresiones entre ellas

Para más señas, no sólo se hace imposible hablar de guerra justa respecto a lo que pudieran ser actuaciones bélicas de legítima defensa o apoyo a la misma frente a la agresión llevada a cabo por la Rusia de Putin, dado que ese lenguaje de procedencia neoescolástica resulta de escasa efectividad ante las guerras actuales –incluso calificando a la “guerra de Putin” de injusta e injustificable–, sino que encontramos que, no habiendo ius ad bellum al que Rusia pueda acogerse, tampoco hay ius in bello alguno que respeten las fuerzas armadas rusas en el curso de sus actuaciones. Es más, de hecho nos topamos con enormes dificultades para presentar lo que Michael Walzer, filósofo atento a los debates sobre guerras justas e injustas, demanda como alternativas serias a las segundas. En un contexto de “inseguridad globalizada” llevaba razón Harald Welzer cuando advertía –lo hace en su libro Guerras climáticas– que podían volver las guerras estatales, mas ello no implica que estemos en condiciones de presentar las alternativas necesarias y suficiente para afrontarlas y, como lo necesario posible, evitarlas. Los actuales hechos en Ucrania nos lo ponen ante los ojos. 

Cuando se llega a una situación de bloqueo en cuanto a alternativas como la que puede suponer la guerra en curso de Ucrania, por cuanto en la irracional apuesta de Putin no se vislumbra posibilidad de marcha atrás, se plantea ineludiblemente cómo impulsar un pacifismo activo que afronte que las guerras no desaparecen por el hecho de pensar, con buenas razones, que son una vía sin salida. Es sobre ese punto donde Norberto Bobbio concentraba su reflexión, en un momento en el que estaba vigente la doctrina de “la destrucción mutua asegurada” que suponía el equilibrio del terror ante el peligro de guerra nuclear, algo tampoco hoy descartable. 

Frente a quienes todavía tengan tentaciones de jugar frívolamente con la declaración de Heráclito en la que atribuía a la guerra la paternidad de todas las cosas, sacando de quicio la interpretación que el filósofo griego hacia del antagonismo de los contrarios, para luego adornarla con referencias a la posición hegeliana acerca de cómo las guerras renuevan las sociedades –el mismo Hegel no dejaba de considerar por su parte que la historia es un matadero–, bien puede tener en cuenta los riesgos que se acumulan sobre tal apreciación desde el momento en que, como en la coyuntura de nuestro momento histórico, las posiciones se extreman en demasía: precisamente Clausewitz en los extremos, llama a esa tesitura el francés René Girard. Cuando en el extremo tenemos una política belicista al máximo, como es la impulsada por Putin como práctica de un Estado llevado por un poder arbitrario a actuar como “Estado canalla” en el plano internacional –así dicho en Rusia por más de seiscientas personas del ámbito de las ciencias en manifiesto suscrito por ellas–, de ninguna manera es atribuible a la violencia así desencadenada la condición de partera del algo bueno en la historia –esa imagen que Marx utilizó y que ha sido tantas veces malinterpretada-. ¿Cómo situarnos ante la tremenda violencia desatada en Ucrania, que tan sobrecogidos nos tiene?

Los occidentales, y especialmente por el lado de las izquierdas políticas, nos vemos confrontados a una guerra de efectos devastadores y consecuencias imprevisibles que nos obliga no sólo a la crítica de quien la ha emprendido y de quienes irresponsablemente coadyuvaron a que se produjera, sino además a proponer cursos de acción, seguramente buscando salida entre posibilidades dilemáticas, dando concreción a propuestas viables de resolución de un conflicto tan agudo como el presentado con esta guerra. Ante esa tarea queda como insuficiente el mero lema “No a la guerra”, pues su abierta referencia a cualquier guerra elude señalar a quien aquí y ahora tiene una culpa mayor por desencadenar una agresión imperialista sobre Ucrania. Si se dice “no a la guerra” hay que dirigirlo contra Putin, dado que es el agresor, modulándolo al modo de las pancartas con “Stop War”, de lo contrario acaba siendo propio de un moralismo estéril invocar sin más el rechazo de toda guerra, pues entraña esa condición del “alma bella” que el ya mencionado Hegel criticaba como espíritu absorto en la interioridad de su conciencia moral, incapaz de incidir en la realidad sobre la que tendría que actuar según su deber. Si no se hace, la protesta acaba varada en una conciencia desgraciada, escindida en el desgarramiento entre su querer y no poder debido al ofuscamiento de un consuelo que pone, alienad, en una falsa ilusión.

Frente a posiciones biempensantes que por su moralismo quedan lejos de una efectiva política moralmente orientada, y a diferencia de quienes desde supuestas posiciones de izquierda se instalan en la condescendencia en relación a Putin por el solo situarse éste en oposición a la criticable OTAN o al imperialismo USA –si no es que a veces llegan a ser comprensivos con Putin, alineándose con forofos suyos como el dictador nicaragüense Daniel Ortega, en ese culpable desenfoque de las cosas frecuente en izquierdistas afectados por lastre estalinista–, desde las izquierdas ha de ser deber moral afrontar políticamente una tragedia que en su guion acumula destrucción y muerte sin cuento como rastro dejado por una suerte de mortífero jinete apocalíptico –al parecer incluso presentándose cabalgando obscenamente un oso siberiano–. Para ello es inexcusable apoyar al pueblo ucraniano en su resistencia –así como también a quienes en Rusia se manifiestan contra la invasión de Ucrania– y acoger a sus refugiados en el ejercicio de la generosa hospitalidad que les debemos. 

Una vez más los hechos nos sitúan ante un acontecimiento, esta vez terrible: la guerra de Rusia contra Ucrania, invadiéndola con despliegue de intensa destructividad. Es acontecimiento que, como tantos, podríamos haber ubicado en la casilla de lo imprevisto, por considerarlo improbable, al menos como...

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Autor >

José Antonio Pérez Tapias

Es catedrático en la Facultad de Filosofía de la Universidad de Granada. Es autor de 'Invitación al federalismo. España y las razones para un Estado plurinacional'(Madrid, Trotta, 2013).

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1 comentario(s)

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  1. Marcoafrika

    "Buenismo" el que destila por los cuatro costados este análisis tan terriblemente cargado de sesgos, de la indescifrable ideología del autor. Es leer un panegírico a la libertad, sí, pero lo mismo a la libertad de los criminales que a la de los pueblos heridos por una guerra que, por supuesto, debe ser condenada pero bajo otras luces y sobre todo bajo otro método un poco mas científico y objetivo. Es posible que un exceso de testosterona tenga relación con los diferentes caudillos que aparecen en determinados momentos históricos encarnando los anehelos de un pueblo humillado por viejas derrotas o alienado por determinados relastos religiosos, nacionales y patrioticos, pero las verdades que explican los hechos violentos tienen que ver siempre con la explotación de unas clases a manos de otras, de unas mayorías esclavizadas o desposeídas por unas minorías de poderosos que acaparan los bienes y explotan la plusvalía de la mayoría. La historia finalmente la suelen escribir los vencedores, siempre ilusorios en sus pírricas conquistas, en sus espejismos imperiales y suele ser una historia llena de sangre que luego exaltan y reivindican, aunque no se trate precisamente de su sangre, en los colores de sus difrentes y siempre patrióticas banderas. No se trata de caudillos, esos locos o iluminados no hacen otra cosa que encarnar o representar unos valores equivocados o no, que son los valores de la mayoría en unos determinados momentos históricos. Ahora de árbol caído todos pretenden hacer leña, pero la máxima de Lenin no ha perdido vigencia: dos pasos adelante y un paso atrás, es la única forma de avanzar y a veces la menos cruenta, digan lo que digan los zares de turno y no me refiero precisamente, aunque también, al ex-camarada Putin sino sobre todo a esos que pretenden resucitar o rescatar alianzas militares siempre de dudosa honestidad y que deberían desaparecer para siempre si queremos acabar con esta forma primitiva de resolver los conflictos y muy propia de nuestra especie, que no deja de ser la de unos primates con un cerebro hipertrofiado y febril. Somos parecidos a los chimpancés y muy poco parecidos a los bonobos que, también primates, siempre escogen otras formas pacíficas de resolver sus conflictos. Desde luego Putin aún no siendo santo de mi devoción, tiene más razones que Biden o Zelensky, eso sí razones absolutamente degeneradas porque se basan en la misma fiebre nacionalista y milenarista, alimentada por demasiadas hormonas "masculinas", las mismas que siempre han resuelto los conflictos con exageradas y violentas manifestaciones guerreras con un resultado que casi nunca varía: pan para hoy, hambre para mañana. Los muertos son menos bocas que alimentar pero menos cerebros para pensar y los que lloran a sus muertos mantienen siempre encendido el fuego de la venganza. No sé si hay guerras justas, pero todas sin excepción debían ser ahora y para siempre un recuerdo (pesadilla) en los manipulados libros de la historia.

    Hace 2 años 1 mes

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