Cómic
Cuando la víctima es el monstruo
Sobre ‘La cosa del pantano’ de Alan Moore y la representación del Mal
Gonzalo Torné 20/03/2022
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Todos conocemos la expresión “malvado de tebeo”, sinónimo de “villano de opereta”, para señalar de manera despectiva a una serie de antagonistas sin motivaciones profundas, sin matices ni una psicología compleja. Agentes del mal, sin capacidad de articulación, puestos en el relato para aterrorizar al lector-espectador, y para mayor lucimiento del héroe. Quizás el ejemplo más llamativo de esta escasa profundidad sea, paradójicamente, la figura del psicópata: una clase de personaje supuestamente diseñado para bucear en los estratos profundos del mal, pero que en realidad recuerda a una ventana pintada de negro. Puede llegar muy lejos causando daño, pero es una criatura lisa, simple como el movimiento mandibular de un cocodrilo, sin misterio.
Proliferando como prolifera la planicie de los psicópatas en películas, series y libros, parece un tanto injusto que la mala fama se la lleven la inocente opereta y los tebeos; y si bien no puedo poner la mano en el fuego por la opereta, doy fe de que los tebeos no siempre salen bien parados tras un análisis imparcial de sus villanos. Si rastreamos el género de superhéroes desde sus inicios reconocemos que durante décadas los villanos eran personajes extravagantes o bien matones adictos al beef: dominar el mundo o hacerlo estallar, he aquí la cuestión.
Pero la obligación mensual de representar el “mal” y de ofrecer nuevas emociones al lector impulsó que los personajes “al otro lado de la ley” fuesen ganando en complejidad, articulación y matices. A que tuvieran una visión del mundo y también ellos unos ideales, aunque equivocados. Su maldad se volvió más ambigua, más erizada, más complicada de asumir por el lector y por el héroe, obligados también ellos a tensar sus creencias, a desplazar alguna seguridad, a sacrificar alguna convicción moral poco examinada.
En los años ochenta, buena parte de este camino ya está recorrido, el “villano de tebeo” ha abandonado “la opereta”, pero ningún lector estaba preparado para la sacudida que le va a dar Alan Moore a la representación del Mal, al hacerse cargo de los guiones de La cosa del pantano, un tebeo de “terror sofisticado” (según anunciaba la portada), aparentemente alejado de las preocupaciones políticas que Moore exploraba en V o en Watchmen. El terror parece haber sepultado aquí lo político, pero lo sepultado permanece, y en ocasiones es capaz de agitarse.
Moore no se preocupa por incrementar la complejidad de la psicología del villano, sino que se decide a estudiar la fuente del Mal, en un territorio acotado: los Estados Unidos de América
El terror le sirve a Moore para tasar su propia noción del Mal: ¿qué es y cómo representarlo? Y la estrategia elegida parece al mismo tiempo una audacia y un retroceso: no se preocupa por incrementar la complejidad de la psicología o las motivaciones del villano, sino que se decide a estudiar su fuente, el “sustrato profundo” del Mal, en un territorio acotado: los Estados Unidos de América.
Podría decirse que Moore aborda el lado oscuro del sueño americano si no fuese porque la expresión está demasiado sobada (¿no tienen la impresión de que se estrenan cinco o seis series y películas sobre el asunto al mes?) además de devaluadísima. Lo que normalmente nos encontramos en esta clase de “productos culturales” es una crónica de la extravagancia, del fracaso o de la disfuncionalidad; que si bien ofrecen un paisaje distinto al “spot” de la familia perfecta, omiten por completo las presiones sociales y económicas, las injusticias del sistema, que empujan a las personas a una vida que ni roza la felicidad y el bienestar que expone la irrealidad suprema de la publicidad. Lo que el género “sueño americano” hace es consolidar lo irreal como aspiración normativa y señalar como una degradación situaciones corrientes entre las personas desfavorecidas; omitiendo que un buen sistema educativo, una sanidad universal, una asistencia social decente o subsidios propios de un estado del bienestar asentado, solventarían muchas de estas situaciones. El género “sueño americano” al privarnos de las condiciones políticas (esto es, intencionadas y revisables) que provocan las escenas de “fracaso”, de “enfermedad” o de “desempleo” tratan a sus protagonistas más como criaturas grotescas (de las que reírse o espantarse) que como víctimas de un sistema político.
Lo que Alan Moore se propone en La cosa del pantano está muy alejado del género “sueño americano”, lo que en estos tebeos se explora son las motivaciones que provocan daño y dolor a los ciudadanos, y que se proyectan no desde el sadismo o una maldad casi metafísica (o la del alelado psicópata), sino desde los deseos corrientes de los estadounidenses, asentados generación tras generación, de manera que sus víctimas se consideran “daños colaterales”, vagos, fracasados o débiles. Personas que no han hecho los “deberes”. La tarea de Moore es geológica en dos sentidos: encontrar las raíces del dolor y desenterrar (y exponer) a sus víctimas.
Moore envuelve su exploración del mal en un marco efectista: una maldad atávica está de regreso, y antes de proyectarse sobre la realidad se dedica a agitar los terrores sobrenaturales e inconscientes de los Estados Unidos, de los que pretende alimentarse. La única persona que está al corriente de lo que ocurre es John Constantine, una suerte de hechicero-tahúr (y un inglés en la corte del Tío Sam) que considera que “lo que está por venir” solo puede detenerse con la ayuda de la Cosa del Pantano, el monstruo que protagoniza el tebeo, y al que Moore ha dado un nuevo origen. Ya no se trata de Alec Holland convertido por accidente en una criatura de pesadilla (un caso más de metamorfosis monstruosa), sino de una entidad vegetal que ha copiado una conciencia humana. Todos sus recuerdos son “apropiaciones”, falsedades para que prospere la criatura.
Moore demuestra una imaginación prodigiosa (su principal facultad como escritor) para “pensar” como una planta
A la Cosa del Pantano se le abre un enorme recorrido por delante para aprender qué clase de ser es. Moore demuestra una imaginación prodigiosa (su principal facultad como escritor) para “pensar” como una planta: la Cosa descubre sus frutos, se adentra en la tierra, aprende a germinar, se enamora como una planta y hace el amor como una planta. En todo este proceso es indispensable la figura de su amante, Abigail, una mentalidad optimista y abierta con la que mantiene deliciosas conversaciones mientras exploran qué es y en qué consiste relacionarse con una planta consciente. Pero este proceso de exploración amistosa tiene su reverso en la propuesta que Constantine le hace a la Cosa: el conocimiento de los temores inconscientes de los Estados Unidos. ¿Cómo va a “entenderse” la Cosa si no comprende los miedos y deseos de la conciencia (estadounidense) que ha copiado?
Constantine divide el camino de la Cosa hacia el “conocimiento” en diversas estaciones o etapas, cada una de ellas localizada en un área distinta de los Estados Unidos. En este vía crucis gnoseológico (por decirlo de la manera más pedante posible) la Cosa se enfrenta a un enemigo distinto. Pero la idea del antagonista (del villano más o menos de opereta) queda completamente alterada en estos tebeos, se trata de criaturas reconocibles, pero ninguno de ellos se representa solo a sí mismo, ni a sus ambiciones o sadismos personales. En un giro de sutileza perversa, Moore convierte en el “monstruo del día” a las víctimas de procesos sociales y políticos que llevan erosionando décadas (a veces siglos) la vida pública de los Estados Unidos.
Son las víctimas de la energía nuclear, del racismo, de las armas de fuego, del machismo o del consumismo acelerado las que aterrorizan, corrompidas por el dolor, las páginas de estos tebeos
Moore enfrenta a la Cosa con las víctimas del sueño americano. Son las víctimas de la energía nuclear, del racismo, de las armas de fuego, del machismo o del consumismo acelerado... las que aterrorizan, corrompidas por el dolor, las páginas de estos tebeos. Moore resuelve estos enfrentamientos en una serie de capítulos autoconclusivos que son obras maestras del tebeo y de cualquier género. Desde enfoques narrativos originalísimos vemos como una mujer transforma la frustración acumulada en el poder de transformarse en un licántropo; como los esclavos negros enterrados en las plantaciones se levantan como un ejército de muertos vivientes; donde van a parar las almas de los asesinados por armas de fuego. Testimonios de un dolor tan constante, producto de unos “crímenes” asimilados no solo como legítimos, sino también legales, que sus víctimas anónimas se cuentan por miles, acumulados década tras década, formando estratos anónimos de padecimiento, abismos de dolor. Los finales de estos relatos son de una crueldad sutil: la mujer lobo, a diferencia de Medea, no puede completar su venganza, de manera que prefiere morir a seguir siendo una víctima; el esclavo zombie que sobrevive solo puede integrarse a la sociedad aceptando el trabajo basura que propone el neoliberalismo; y el hombre que quería descubrir dónde vivían los fantasmas asesinados por armas de fuego se compra un rifle para solucionar sus problemas matrimoniales “al estilo americano”.
Moore introduce el tebeo en zonas procelosas del debate intelectual: ecologismo, pacifismo, feminismo, racismo… pero no se inclina tanto por mostrar la bondad de las víctimas, como la corrupción y la deformación a las que se ven sometidas por los abusos de las armas, el machismo, el consumo o la contaminación radioactiva. Las víctimas lucen casi tan aterradoras como sus opresores, retorcidas por un sistema de valores que no siempre rechazaban, que de manera casi instintiva contribuían a sostener. ¿No vemos algo parecido en nuestras ciudades europeas, donde tantos ciudadanos, amigos nuestros, votan en contra de sus intereses, para protegerse del miedo de los más débiles (pobre, inmigrantes, desocupados...), transformando los principios que sirven para oprimirlos (competencia, acumulación, despojo de lo público) en méritos tácitos? La negrísima lección que se desprende de La cosa del pantano recuerda a una amarga consideración de V. S. Naipaul: “Lucha contra la miseria, protégete de los desfavorecidos”.
Contra estas criaturas la Cosa apenas puede luchar; pervirtiendo las leyes del tebeo de superhéroes, Moore convierte a su protagonista en un testigo, entre lo aterrorizado y lo impotente: en uno de nosotros. El mal va a seguir adelante, cobrándose víctimas y multiplicando el dolor hasta que no se detengan las fuentes que lo provocan, que ya no son “metafísicas” ni “psicológicas”, sino políticas: coinciden con algunos de los valores de los que los estadounidenses se consideran más orgullosos, que vertebran la autoestima nacional y sostienen el mito del sueño americano. El mal seguirá prosperando mientras los Estados Unidos quiera preservar la hegemonía tecnológica y nuclear, mientras consideren un derecho la supremacía del hombre blanco, mientras se siga alimentando una épica de la conquista para ocultar un genocidio, y cultivando una cultura del “arma de fuego”… El mal en minúscula es mucho más horrendo y devastador que el Mal contra el que tanto nos apetece luchar: es comprensible, es cotidiano, está al alcance de todos.
Todos conocemos la expresión “malvado de tebeo”, sinónimo de “villano de opereta”, para señalar de manera despectiva a una serie de antagonistas sin motivaciones profundas, sin matices ni una psicología compleja. Agentes del mal, sin capacidad de articulación, puestos en el relato para aterrorizar al...
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Gonzalo Torné
Es escritor. Ha publicado las novelas "Hilos de sangre" (2010); "Divorcio en el aire" (2013); "Años felices" (2017) y "El corazón de la fiesta" (2020).
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