En CTXT podemos mantener nuestra radical independencia gracias a que las suscripciones suponen el 70% de los ingresos. No aceptamos “noticias” patrocinadas y apenas tenemos publicidad. Si puedes apoyarnos desde 3 euros mensuales, suscribete aquí
Hace algunas semanas, en una pequeña tertulia con amigos (en concreto, tres varones entre los 30 y los 60 años, todos de izquierdas y muy afines al feminismo) salió –una vez más– el tema de la “radicalidad” actual de las mujeres más jóvenes ante la violencia machista. Uno de ellos se quejaba, sorprendido, de que su hija le acusara con frecuencia de “micromachismo”. “Se está exagerando un poco”, dijo otro, “Sí”, le respondió el tercero, “nos hemos pasado al otro extremo”.
Yo no había dicho nada porque estaba procesando, no la sorpresa, sino la constatación de que hasta los hombres más proclives al feminismo siguen teniendo esa sensación de que las chicas de hoy –sus hijas, sus novias, sus compañeras– exageran. Se me quedaron todos mirando y esperando a que hablara yo, la única mujer del grupo.
Lo que por dentro me quemaba era “¡¿A qué otro extremo nos hemos pasado?!”. Porque mi impresión es que pocas cosas han cambiado, sobre todo en lo que respecta a la expresión más grave de la opresión de las mujeres: la violencia sexual, física y psicológica, que afecta sobre todo a las más jóvenes. He aquí una respuesta más precisa, junto con algunos datos que sorprenderán, quizás, sobre el “coste de la virilidad” o el perfil de los perpetradores de la violencia de género.
Por qué seguimos indignadas
En los hogares, en el trabajo, en las escuelas, en las universidades, en los bares, en las calles del mundo entero millones y millones de personas, en particular las más jóvenes, seguimos siendo acosadas, humilladas, agredidas, violentadas, violadas, asesinadas, por el mero hecho de poseer ciertos caracteres sexuales o por no adoptar el comportamiento que se supone asociado a los mismos. Y aun cuando no nos suceda personalmente, vivimos sometidas al temor de que puede sucedernos en cualquier momento.
Poco importa la geografía, la cultura o la clase social: el problema de la violencia de género es pandémico y puede darse en cualquier ámbito de la vida (laboral, educativo, amistoso, amoroso, familiar, social…). Los porcentajes son tan demoledores que cabe hablar de lacra social y, sin embargo, algo sigue frenando la toma de conciencia.
Por ejemplo, nada menos que el 43% de las mujeres europeas de 15 años o más han sufrido alguna forma de violencia psicológica o abuso en sus relaciones de pareja, y el 23%, alguna forma de violencia física, inclusive sexual, según la Agencia de Derechos Fundamentales de la UE. En el trabajo la situación no es menos alarmante, según otras investigaciones, el 40% de las mujeres residentes en España ha sufrido algún tipo de acoso sexual en algún momento de su vida, y un 17,3% de esas mujeres señalaba a alguien del trabajo.
Nada menos que el 43% de las mujeres europeas de 15 años o más han sufrido alguna forma de violencia psicológica o abuso en sus relaciones de pareja
En cuanto a la situación de las más jóvenes, en torno al 15% de las adolescentes españolas declaran haber sido insultadas o ridiculizadas por su pareja, o aisladas de sus amistades, o haber sido controladas, o haber sido presionadas para realizar actividades sexuales que no deseaban, según un estudio del Ministerio de Igualdad. Las jóvenes están también sometidas a lo que en los países anglosajones se denomina “date rape”, una forma de violación que se produce en citas románticas, en la que el perpetrador utiliza violencia física, coacción psicológica o drogas para consumar un acto sexual sin su consentimiento. En los Estados Unidos, esta es la forma más común de violación según la Oficina de Estadísticas de la Justicia del país, con datos del 2017. Por último, también el acoso sexual en línea afecta en mayor medida a las más jóvenes. En este caso hablamos de porcentajes del 63% en Europa y del 59% en España. Las niñas en nuestro país se enfrentan a experiencias de acoso desde los 8 años, y es entre los 14 y los 16 cuando están más expuestas. Se trata de alusiones explícitas, imágenes de contenido sexual, amenazas de violencia física y sexual, comentarios racistas y anti-LGTBIQ+, humillaciones y burlas, o ataques por su aspecto físico. Instagram, WhatsApp y Facebook fueron las tres redes más citadas, por ese orden, como espacios de acoso en línea, según el Observatorio de la Violencia.
Y todavía no hemos abordado el tipo de violencia de género más extendido, más banalizado y menos estudiado en el mundo entero: el acoso callejero. De nuevo, afecta sobre todo a mujeres y niñas, pero también a las personas LGTBIQ+. Según la organización Stop Street Harassment, los porcentajes de mujeres que han experimentado algún tipo de acoso callejero están próximos al 100% en estados de Estados Unidos como Indianápolis o California, por encima del 95% en Pakistán o Yemen, en torno al 80% en Canadá y Egipto, y en torno al 75% en Beijing. Estamos hablando de silbidos, gemidos, “piropos”, amenazas, alusiones sexuales, acercamientos y tocamientos indeseados, fotografías no consentidas, persecuciones, exhibicionismos y agresiones de carácter sexual. Curioso que estos porcentajes no muestren prácticamente ninguna diferencia entre los países del Norte y los del Sur, los occidentales o los orientales, los “desarrollados” y los “subdesarrollados”, como indica la investigación estadounidense del 2019 Measuring #MeToo. En Madrid, por ejemplo, la ONG Plan Internacional ha destacado como especialmente preocupantes el acoso verbal y la intimidación física perpetrados en grupo contra niñas y mujeres jóvenes, con cifras que llegan al 49% de las personas encuestadas. Tras estas cifras, a nadie extrañará que Rigoberta Bandini cante, con amarga ironía, que preferiría ser Perra, y que las mujeres más jóvenes conviertan su canción en un himno feminista.
Durante la pandemia, la situación no mejoró: una de cada tres mujeres sufrió acoso en espacios públicos durante 2020 y una de cada dos afirmó no sentirse segura en un espacio público en una encuesta realizada por Ipsos para L'Oréal en 2021 a mujeres de 14 países, entre los que se incluye España. La encuesta reveló hasta qué punto las mujeres modifican sus comportamientos para evitar el acoso callejero (el 75% evita ciertos espacios públicos; el 59% adapta su ropa, el 54 % evita ciertos medios de transporte…).
Por último, en lo que respecta a la forma más extrema de violencia de género, según feminicidio.net, en España ha habido en los últimos 3 años 266 feminicidios y en lo que va de 2022 ya son 14 las víctimas mortales de violencia machista. A ellas se suman, en fatídicas ocasiones, las hijas e hijos de las acosadas: 46 menores han sido asesinados desde 2013 en España por las parejas o exparejas de sus madres, con el propósito de hacerles daño a estas, según la Delegación del Gobierno contra la violencia de género.
Los perpetradores, sus víctimas y el “tercero (im)parcial”
Una de las conclusiones más tristes del estudio de Plan Internacional sobre acoso callejero es la constatación de que, si para las niñas y jóvenes víctimas el acoso callejero grupal es aterrador hasta el punto de limitar su libertad de movimientos o incluso hacerlas abandonar la escuela en algunas ciudades, como Delhi, para los perpetradores es a menudo considerado una forma de diversión. Los grupos de hombres y chicos que acosan suelen elegir a víctimas vulnerables, chicas que caminan solas, sobre todo menores de 20 años.
Encontrarse solas ante el grupo acosador hace que la experiencia sea particularmente aterradora y genera impotencia para detener el acoso. Se constató además que las personas que presenciaban estos comportamientos no suelen intervenir en ayuda de la víctima y, en algunos casos, incluso los fomentaban.
Plan Internacional relaciona este comportamiento de acoso en grupo con una “masculinidad tóxica” normalizada y tolerada socialmente, pues se lleva a cabo para reafirmar el estatus masculino dentro del grupo, mientras que las normas sociales que disculpan, atenúan y normalizan los actos de violencia de género inhiben la empatía hacia las víctimas y hacen que las mujeres se sientan culpables y avergonzadas y no se defiendan o interpongan denuncias.
La Delegación del Gobierno contra la Violencia de Género también ha constatado que los chicos que perpetran actos de violencia “múltiple y frecuente”» son los que más estrés de rol de género declaran. En realidad, según se ha constatado en décadas de estudios psicosociales sobre el carácter y las motivaciones de los perpetradores, el impulso sexual es lo menos importante: las principales motivaciones detectadas son la necesidad de dominio y control, el resentimiento y la hostilidad general contra las mujeres, o el sadismo en un pequeño número de casos.
Por ejemplo, los violadores en citas románticas suelen ser chicos jóvenes que demuestran “de forma medible” una mayor cólera contra las mujeres y un mayor deseo de dominarlas, son más impulsivos, antisociales e hipermasculinos, y menos empáticos. De nuevo, escogen a víctimas vulnerables, como las chicas en su primer año de carrera, con menos experiencia y mayor proclividad al riesgo, y utilizan el alcohol fundamentalmente como arma, planificando sus ataques con estrategias de manipulación y amenazas. El psicólogo estadounidense David Lisak habla de “violadores en serie” en el ámbito universitario y estima que representan el 90% de las violaciones que se producen en los campus, con una media de seis mujeres por violador. Y, sin embargo, como señala Lisak, la opinión generalizada es que se trata de chicos “fundamentalmente normales” que, si no fuera porque habían bebido demasiado, nunca habrían hecho algo semejante.
¿Por qué se siguen buscando atenuantes a estos comportamientos claramente antisociales, tanto en los juzgados como en todas las organizaciones y ámbitos de la vida en sociedad? Tenemos ejemplos de ello aún bien recientes. Como comenta Lisak, “Ningún ámbito criminal o de violencia está tan plagado de malentendidos y de ideas falsas como el de la violencia sexual”.
Según la OMS, los dos factores sociales y comunitarios más asociados al riesgo de violencia de género son las normas tradicionales y sociales favorables a la superioridad masculina y las sanciones jurídicas y comunitarias poco rigurosas contra la violencia.
El “coste de la virilidad”
Las consecuencias que la violencia de género tiene en las mujeres son abrumadoras y de sobra conocidas: traumatismo ginecológico y embarazo no planeado, obviamente, pero también abortos peligrosos, disfunciones o enfermedades de transmisión sexual, depresión, estrés postraumático, ansiedad, trastornos de pánico y muerte por asesinato o por suicidio. En el ámbito de la pareja, se han observado también problemas de pérdida de autoestima, memoria y concentración, fobias, insomnio y trastornos de la alimentación, dolores recurrentes, pensamientos suicidas y autolesiones, según la Macroencuesta de Violencia Contra la Mujer 2019. La lista no es exhaustiva y desde luego tiene un coste financiero en términos de gastos en salud y otros servicios sociales.
Pero abordemos el problema por otro costado. La historiadora francesa Lucile Peytavin ha calculado el “coste de la virilidad”, interpelada por un dato revelador: el 99% de las violaciones, el 86% de los asesinatos y el 85% de los robos con violencia en Francia son cometidos por hombres, que constituyen también el 96% de la población penitenciaria francesa. En España, también el 99% de los agresores sexuales son hombres. Peytavin calculó que los comportamientos asociales masculinos en Francia representan para el Estado un coste de 95.000 millones de euros al año en gastos en fuerzas del orden, justicia, salud, educación, remediación para las víctimas, etc., sin contar el tremendo coste humano. Para poner esta cifra en perspectiva, Peytavin la compara con los 7.000 millones de euros que costaría erradicar la pobreza extrema en Francia, o los 30.000 millones que costaría cubrir la deuda de los hospitales públicos del país.
En España, el 99% de los agresores sexuales son hombres
Y, sin embargo, las políticas públicas contra la delincuencia van dirigidas a ciertas zonas geográficas, áreas urbanas o grupos de población (por ejemplo, la juventud), sin tener en cuenta el factor género. “En nuestra sociedad, el comportamiento de los hombres representa la norma en la imaginación colectiva, lo cual impide todo cuestionamiento. Es un mecanismo que invisibiliza las consecuencias de la educación viril”, declara la autora.
Evidentemente, los hombres son también víctimas de esta educación para la “virilidad”, tanto los que sufren rechazo por no adoptar los comportamientos esperados como aquellos que, por adoptarlos, se ponen en peligro o se degradan convirtiéndose en agresores. La historiadora habla de una identificación de los niños con la violencia a lo largo de su vida a través de una educación basada en valores viriles (fuerza, combatividad, resistencia al dolor) que califica de “aculturación”.
Un último dato aportado por Lucile Peytavin en este sentido: los hombres tienen tres veces más riesgo que las mujeres de morir por una causa evitable antes de los 65 años. Se trata, en realidad, de la actualización de estadísticas que se manejan desde hace décadas. Por ejemplo, la psicóloga Patricia Arés Muzio destacaba, ya en 1996, este mismo porcentaje de mortalidad antes de los 65, así como los de delincuencia, y otros como la alta mortalidad de los hombres jóvenes en accidentes de tráfico, el porcentaje mayor de drogodependientes y alcohólicos y un dato escalofriante en lo que respecta al suicidio: los hombres que lo intentan lo logran en una proporción tres veces superior a la de las mujeres. “Cuando llega a la idea del suicidio [el varón] se dispone a morir ‘como un hombre’ utilizando para la autodestrucción los métodos más letales”. Todo esto es la expresión de las “patologías de la omnipotencia”, que la autora relaciona con “los modos en que los hombres intentan, desde lo asignado, resolver habitualmente el malestar al que se enfrentan en su vivir cotidiano”.
Desencajar la piedra angular: el sistema sexo-género
Resumamos este estado de cosas en términos algo provocadores: un grupo específico de personas de sexo masculino, estresadas por el rol de género que la sociedad les asigna, o bien por problemas de personalidad más o menos patológicos, aterroriza en cualquier parte del mundo al conjunto de la población femenina y LGTBIQ+ ante la mirada indiferente, tolerante, cuando no alentadora, del establishment; mientras que los hombres que podríamos llamar, en el buen sentido de la palabra, buenos, miran para otro lado o piensan que las mujeres exageramos (¿quizás, también, atrapados en esos mismos imperativos de género?). El grupo violento se siente envalentonado. Las víctimas, avergonzadas. Los casos que, a pesar de ese muro de incomprensión, llegan a denunciarse ante los juzgados, se encuentran con una judicatura permisiva que busca todos los atenuantes que puede a los culpables, tratando de desplazar la carga de la culpa hacia las víctimas.
Las instituciones para la igualdad y las organizaciones feministas producen estadísticas, analizan, denuncian, protegen como pueden. Ponen claramente de manifiesto que la violencia de género se alimenta de esa permisividad y de esa tolerancia, que convierten las leyes en papel mojado y en cuyos mitos y fantasías sobre la superioridad del varón se ahogan todas las tentativas de atajar verdaderamente el problema.
Sin duda, esto no ocurre por casualidad. La historia muestra claramente que el uso de la violencia sistémica –o tolerada sistémicamente– contra determinada población no es nunca fortuito. Cada creencia cubre intereses de determinados estamentos, clases o individuos. Por ejemplo, considerar inferiores a las personas no blancas sirvió, tras la abolición de la esclavitud, para asegurarse una mano de obra baratísima que asumiera las tareas más ingratas y a la que le resultara muy difícil protestar. Y la violencia fue instrumental para que esas personas se mantuvieran el mayor tiempo posible, atenazadas por el miedo, en esa posición subalterna de sumisión. Lo mismo puede decirse del sistema indio de castas, o del brutal odio racista que desplegó el nazismo.
Con las mujeres pasa lo mismo. Los comportamientos machistas no se toleran por casualidad, sino porque son instrumentales. Por eso las feministas denuncian una y otra vez la alianza criminal entre el capitalismo y el patriarcado. Criminal en sentido estricto, ya que se sirve de medios ilícitos, entre ellos la violencia más extrema, para mantener a las mujeres en la posición subalterna que permite explotar su trabajo, tanto en la esfera productiva como, sobre todo, en la reproductiva. La tolerancia a la extrema derecha –que tanto hincapié hace en los roles de género– está en la misma línea: perpetran un odio instrumental para el “tercero (im)parcial”.
El colectivo LGTBIQ+ molesta tanto porque es la prueba evidente de que el "género" no tiene nada que ver con el sexo
Y el hueso duro de roer, piedra angular de todo este sistema de explotación y opresión, es esa invención del género. Si el colectivo LGTBIQ+ molesta tanto, tampoco es por casualidad, sino porque es la prueba evidente de que el concepto de “género” no tiene nada que ver con el sexo, ni con la biología. No es más que un espejo mental deformante que puede romperse con buenas dosis de valentía y autenticidad, y un poquito de reflexión.
Imaginemos que los atributos sexuales ya no determinan la personalidad, ni el comportamiento social y profesional, ni el grado de violencia al que cada persona está sometido. Cualquier agresión sería eso, un delito sancionable según lo previsto en las leyes. ¿Seguiría la judicatura tentada de buscarle atenuantes en función del sexo del culpable? ¿Sería la población proclive a decir que la víctima exagera?
Las mujeres y las personas LGTBIQ+ ya nos hemos posicionado ante la alianza criminal. La inmensa mayoría de nuestros compañeros, esposos, amantes, amigos, padres, hijos, parecen mantenerse al margen del movimiento feminista, quizás por respeto, o por miedo al rechazo, cuando, en realidad, el problema les afecta tanto como a nosotras. Llevamos décadas hablando de que son necesarias otras masculinidades, pero aquí nada se mueve, porque eso significa seguir aceptando que tiene que haber una “masculinidad” y una “feminidad”, la falsa dicotomía que impone el mito del género.
Habría que ver hasta qué punto hay disposición colectiva para romper el espejito mágico del género que tanto daño hace desde hace tanto, y que además nos opone falsamente, ocultando dónde está el verdadero frente, es decir, el que separa a quien explota de quien sufre la explotación. Es un tema muy complicado, admitámoslo, ya que el género es uno de los principios organizadores más arraigados en nuestras sociedades. Comencemos, al menos, a plantear seriamente la cuestión de su abolición, a desnudar sus falacias, a fin de acabar de una vez por todas con la violencia que engendran.
---------------------------------------------------------------
Lola Illamel: Estudió filología, psicología y música pero aprendió más leyendo, traduciendo y editando para organismos internacionales o por su cuenta y riesgo. Como emigrante, ejerce su ciudadanía escribiendo en su idioma. Coordina el blog de literatura social LíbereLetras.
Hace algunas semanas, en una pequeña tertulia con amigos (en concreto, tres varones entre los 30 y los 60 años, todos de izquierdas y muy afines al feminismo) salió –una vez más– el tema de la “radicalidad” actual de las mujeres más jóvenes ante la violencia machista. Uno de ellos se quejaba, sorprendido, de que...
Autora >
Lola Illamel
Suscríbete a CTXT
Orgullosas
de llegar tarde
a las últimas noticias
Gracias a tu suscripción podemos ejercer un periodismo público y en libertad.
¿Quieres suscribirte a CTXT por solo 6 euros al mes? Pulsa aquí