Festival Punto de vista
Futuro y presente del documental
Hace ya tiempo, al menos desde ‘The thin blue line’ (Errol Morris, 1988), que el documental se acercó al terreno de lo mainstream sin renunciar, en el caso de Morris, a la efectividad estética y política
Pablo Caldera 16/04/2022
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El fin de la pandemia ha pillado a más de un “cinéfilo” abrazado a la pantalla del portátil, cómodo en esa trampa de la accesibilidad que ofrecen las plataformas y con un sentimiento un tanto extraño –por novedoso–: nostalgia de los festivales de pandemia. En 2020, muchos de ellos –y no hablo de los festivales “de renombre”, claro, sino de los que escapan del circuito millonario que ofrece el patrocinio y el mercado–, decidieron, ante el cierre de las salas, llevar sus películas al modo de exhibición online, en plataformas como Filmin o Vimeo. Esto, claro está, anula parcialmente la esencia litúrgica de todo festival, al igual que lo saca del nicho y anima a reinterpretarse. La soledad del visionado casero contrasta y choca con el encuentro colectivo que supone cualquier festival, concebido como un espacio abierto de diálogo y reflexión. Se trata no tanto de estar ante las imágenes sino de estar con ellas, y eso solo es posible recuperando la fisicidad. La última edición del festival Punto de vista, llevada a cabo del 14 al 19 de marzo en Pamplona, ha sido pensada, en palabras de su director artístico Manuel Asín, desde ese “anacronismo con sentido” que conlleva presencialidad y teatralidad, y que vincula el visionado de documentales con la exploración de la geografía local o la acción artística. Ahí se enmarcan propuestas como Encuentro en el río, un ciclo programado por Miriam Martin, que concilió visitas al río Arga con películas como L’eau de la Seine de Teo Hernández, La canta delle marane de Cecilia Mangini o El Desná encantado, la película de Yuliya Solntseva sobre el río que une Ucrania y Rusia, y que finalmente no pudo ser proyectada. Y es que el documental, ese género abierto, más caracterizado por su capacidad exploradora que por su oposición a la ficción, es la materia perfecta para motivar un encuentro abierto con las imágenes.
Apostando por películas entre lo personal y lo archivístico como Los caballos mueren al amanecer de Ione Atenea, estudios de espacios como Evangelio Mayor de Javier Codesal, que narra la construcción de la primera residencia pública para mayores LGBIQ+ de España, o ejercicios de autorrepresentación (Transparent, I am; Self portrait: Fairy Tale in 47KM), la dirección artística del festival pretende dar cuenta de la pluralidad del término que las engloba. Manuel Asín, que fue nombrado director en 2021, se opone al uso reiterado de la categoría “no-ficción” y prefiere reivindicar esa estructura abierta que define como “una forma de imaginación orientada al aprendizaje”.
Lo cierto es que hace ya tiempo, al menos desde The thin blue line (Errol Morris, 1988), que el documental se acercó al terreno de lo mainstream sin renunciar, en el caso de Morris, a la efectividad estética y política. Aquella película, pionera del ahora tan extendido microgénero del true crime, encontró la forma precisa para incidir en la realidad hasta el punto de reabrir un caso cerrado: recreación + testimonio. Este cocktail, eminentemente didáctico –“el documental es un campo de géneros didácticos”, sostiene Asín–, ha alzado, en la industria del cine, a la etiqueta documental como entretenimiento político cercano, dada su interacción con el mundo real y su falaz aproximación a la verdad. Los problemas de base que ya estaban en el cine y pensamiento de John Grierson, pionero del documental social, y militante anti-vanguardista (o quizás antiestético), como la oposición radical entre ficción y verdad, o entre forma artística imaginada y captación directa de la realidad, parecen ya cosa del pasado. La tendencia que desde hace años germina en festivales como Punto de vista muestra una pluralidad de tentativas documentales de difícil categorización, que señalan una forma tan híbrida como escapista. Los rasgos que unen a las películas muchas veces tienen más que ver con un proceso de producción marginal o precario que con una definición esencialista de lo “real”.
La sección oficial (“selección” para los francófilos exquisitos) de un festival no requiere justificación, pero sí algo de coherencia. En ese sentido, la figura del programador cada vez se asemeja más a la del comisario de arte contemporáneo, aquel que moldea un metadiscurso por encima de las obras expuestas. Para Manuel Asín, “un programador de cine, o un comisario, no es nada más que un tipo de espectador. En el mejor de los casos, un espectador responsable, que busca extraer juicios críticos de lo que ve e intenta transmitirlos”. En todo caso, el equipo de programación –además de Asín, la crítica Lucía Salas, el cineasta Pablo García Canga, el historiador del cine Miguel Zozaya y la artista visual Lur Olaizola– no tiene la última palabra. Como explica Manuel Asín, la práctica del programador-comisario no tiene una temporalidad propia, a pesar de estar determinada por la actualidad. Un festival dura poco, apenas cinco días, pero perdura.
El fin de la pandemia ha pillado a más de un “cinéfilo” abrazado a la pantalla del portátil, cómodo en esa trampa de la accesibilidad que ofrecen las plataformas y con un sentimiento un tanto extraño –por novedoso–: nostalgia de los festivales de pandemia. En 2020, muchos de ellos –y no hablo de los...
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Pablo Caldera
Pablo Caldera (Madrid, 1997) es graduado en filosofía e investigador en epistemología y cine en la Universidad Autónoma de Madrid. 'El fracaso de lo bello' (La Caja Books, 2021) es su primer libro.
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