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‘Stranger Things’: La hegemonía de los pardillos
La contraposición entre el entretenimiento de masas y la cultura friki vertebra parte de la trama de los nuevos capítulos de la serie de Netflix, cuyo éxito rotundo bebe, precisamente, de la disolución de esa frontera
Jaime Lorite 4/07/2022
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En la cuarta temporada de Stranger Things, la pandilla protagonista no solo se ha separado geográficamente: algunos viven en California y el resto se mantiene en su Hawkins natal. También, en sus filas, viven una escisión de calado: uno de los chicos, Lucas, cansado de la marginalidad, ha empezado a juntarse con los más populares del instituto. Durante el primero de los nuevos episodios, el montaje de dos escenas en paralelo ilustra el conflicto, aunque al mismo tiempo pone en duda que la cosa sea para tanto. Por una parte, vemos al grupo de amigos de siempre jugando una partida de rol, tal y como les conocimos al principio de la serie. Por otra, a Lucas disputando la final del campeonato juvenil de baloncesto. En un momento dado, a cámara lenta, se muestra simultáneamente el dado a punto de caer y la pelota dirigiéndose a la canasta, ambas con la emoción compartida por saber si será el lanzamiento de la victoria. Una solución narrativa tan sencilla como eficaz, que logra encapsular en apenas unos segundos el espíritu de Stranger Things: la disolución de falsas fronteras, construidas por el desprecio de unos y el esnobismo de otros, en el entretenimiento.
Si la serie ha enganchado a millones de personas en todo el mundo es por la habilidad de sus responsables para manejar la tensión y escribir personajes carismáticos
Desde su estreno en Netflix en 2016, las principales críticas contra Stranger Things se han enfocado en su lógica de cóctel de referencias ochenteras, con un estilo que remite de forma evidente a Amblin (el sello fundado por Steven Spielberg en 1981, que alumbró películas como E.T.: El extraterrestre, El secreto de la pirámide o Regreso al futuro) y también reapropiaciones del cine de terror y la literatura de Stephen King, por la vía, para algunos, de la domesticación. Sin embargo, aunque pocos se atreverían a decir que la originalidad sea el punto fuerte de la serie creada por los hermanos Duffer, o que la película Posesión infernal –cuyo póster se enseña insistentemente en la habitación de uno de los personajes– haya podido ser alguna vez objeto de consumo para toda la familia, Stranger Things no deja de ser parte del contexto cultural de su tiempo, marcado, en buena medida, por la sacralización y comercialización de la nostalgia por los ochenta, pero también por la masiva popularización de productos antes asociados a un nicho muy concreto. Los tebeos de Marvel difícilmente podrían ser considerados ahora minoritarios, al tiempo que películas de terror como la adaptación de It de 2017, Un lugar tranquilo o Déjame salir son éxitos de taquilla a niveles blockbuster.
Si la serie, en cualquier caso, ha enganchado a decenas de millones de personas en todo el mundo y llegado a una cuarta temporada es por la demostrada habilidad de sus responsables para manejar la tensión y escribir personajes sólidos y carismáticos; a veces contra sus propios intereses, como ilustran las protestas que ha llegado a haber en redes por las muertes de algunos secundarios. Y es discutible también que los años ochenta que se ven en la serie tengan mucho que ver con los ochenta auténticos, ni que sus guionistas lo pretendan. Además de por los obvios motivos fantásticos, entre las ambiciones de Stranger Things y, pongamos, una producción como Cuéntame cómo pasó median los mismos parecidos que uno podría verle a su heroína, el experimento gubernamental Once, con Antonio Alcántara.
Más allá de algunos detalles puramente de ambientación (como los carteles electorales de Ronald Reagan), los años ochenta de la serie de Netflix no están estrictamente dictados por la historia, sino que son, más bien, una reimaginación posmoderna basada en la cultura pop, que es casi la que marca las reglas. En la versión que ofrece Stranger Things de esa década, los niños de un estado conservador como Indiana, donde se ubica Hawkins, recitan de memoria canciones de The Clash y ya saben que La cosa (El enigma de otro mundo), de John Carpenter, acabará siendo un clásico, pese a la mala prensa y el fracaso comercial de entonces. Algo similar a cuando en la tardía secuela Cazafantasmas: Más allá, del pasado año, se esbozaba un retrato emotivo de la película original de 1984 en base al romántico culto que construyó la memoria sentimental de su generación, y no a lo que realmente fue: una comedia ordinaria donde, por ejemplo, Dan Aykroyd recibía sexo oral de un fantasma.
El pánico social que se relata, el de la demonización de los juegos de rol, es el que marca las circunstancias de unos protagonistas relegados a la condición de otredades
El peso del recuerdo cultural y su capacidad para determinar la realidad es, de hecho, clave en el argumento de Stranger Things. Desde su primera temporada, los niños protagonistas tratan de entender las distintas fuerzas sobrenaturales a las que se enfrentan bautizándolas, en función de sus características, con los nombres de los personajes de sus partidas de rol (El Demogorgón, El Azotamentes, Vecna…) o tomando como referencia la mecánica del juego para definir su estrategia de combate. La dimensión de la que surgen estas criaturas es descrita como Del Revés porque así es como Once describe a sus amigos la ubicación de ese mundo: poniendo el tablero del revés. Para hacerse entender con gente ajena al ámbito del rol, manejan más referencias: en esta última temporada, por ejemplo, uno de los jóvenes explica el funcionamiento de Vecna mencionando a Freddy Krueger, el antagonista de Pesadilla en Elm Street. Una cita que salta de lo verbal a lo visual cuando los directores de la serie adoptan el mismo recurso que Wes Craven en su película para anunciar las apariciones del villano, con una estampa aparentemente cotidiana que se descompone a raíz de una anomalía hasta revelar su situación en otro plano de la realidad, o también mediante la plasmación de algunas muertes. Dichos homenajes, aunque persistentes de una u otra manera desde 2016, se ven esta vez, además, refrendados por la aparición del actor Robert Englund, intérprete original de Krueger.
Lo que hace de la cuarta temporada de Stranger Things, además de la más espectacular, la más consistente hasta el momento es, sin embargo, la destreza con la que sus guionistas han aunado los referentes de siempre y sus temas. Si uno de los sellos de identidad de Spielberg fue su particular tratamiento de la figura de monstruo, entendido como otredad (a veces amable, pero no siempre), y su expansión fuera de las fronteras del cine de terror hasta el entretenimiento de masas, Stranger Things aprovecha la coyuntura popular del terror moderno para reconciliar al monstruo con sus orígenes e incrementar su apuesta por el género, con Terror en Amityville o El silencio de los corderos más en el radar que Los Goonies. Once, la que hace unos años fuese una niña desamparada con poderes psíquicos, por primera vez, se vuelve temible. La naturaleza del villano de estos nuevos capítulos, sin entrar en detalles del desarrollo de la historia, se ve también marcada por la no pertenencia. La trama rusa de Guerra Fría funciona también nítidamente en ese sentido; además, con un punto menos de anacronismo que en la anterior temporada por las circunstancias de nuestra actualidad. Y el pánico social basado en hechos reales que se relata, el de la demonización de los juegos de rol por su presunta asociación a satanismo y sectas, es el que marca las circunstancias de unos protagonistas relegados esta vez, también, a la condición de otredades.
Está anunciado que Stranger Things terminará en su quinta temporada. Sin embargo, no parece necesario ver el final para saber ya cómo acabará: los nerds (o ‘pardillos’, como se ha optado en la traducción española de Netflix) han ganado, porque el éxito de una serie como esta demuestra que ahora todos somos nerds.
En la cuarta temporada de Stranger Things, la pandilla protagonista no solo se ha separado geográficamente: algunos viven en California y el resto se mantiene en su Hawkins natal. También, en sus filas, viven una escisión de calado: uno de los chicos, Lucas, cansado de la marginalidad, ha empezado a...
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Jaime Lorite
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