EL JUEGO INFINITO
La última partida de Ernesto Guevara (III)
Su última campaña en Bolivia puede leerse también en clave ajedrecística. El Che se decidió por el sacrificio. Todavía hoy se discute si esa fue su mejor o su peor jugada
Miguel de Lucas 1/08/2022
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Final de partida
Pasadas ya varias décadas, y cuando de Ernesto Guevara solo quedaba un saco de huesos enterrado a varios metros de profundidad en una fosa común de Bolivia, las manos desaparecidas permitieron resolver el enigma. Quedaba desvelado el último de los misterios. Durante tres décadas, el paradero del cadáver de Ernesto Guevara había sido una incógnita, otro de esos secretos que no hizo sino avivar su leyenda. “Después de su captura y asesinato a manos de militares bolivianos y en presencia de un agente de la CIA en octubre de 1967, el cadáver del hombre que fuera la mano derecha de Fidel Castro se había desvanecido”, escribe en su biografía Jon Lee Anderson. “Los oficiales que derrotaron al guerrillero más carismático del mundo quisieron negarle una tumba que se convirtiera en un lugar de homenajes públicos. Esperaban que la desaparición pusiera fin al mito del Che Guevara”.
En realidad, sucedería todo lo contrario. Aquella había sido la segunda equivocación de los captores. En La vida en rojo, otro de sus biógrafos, Jorge Castañeda, considera que a la hora de mostrar el cuerpo “el ejército boliviano cometió su único error de campaña”. Fue una inintencionada metamorfosis. En el lavadero del hospital de Vallegrande, para detener la descomposición y que nadie dudase de la identidad del difunto, un médico le abrió la garganta y le inyectó formaldehído. Esa noche y a la mañana siguiente, el cadáver, con los ojos abiertos de par en par, provocaba reacciones de pasmo. No solo daba la impresión de estar vivo, sino que entre los vecinos bolivianos y las monjas del Hospital se extendió el rumor de que el difunto presentaba un extraordinario parecido con el mismísimo Jesucristo. De hecho, en una escena que si no hubiera testimonios se diría sacada de una novela del realismo mágico latinoamericano, monjas y fieles arrancaron mechones de su pelo y de su barba para conservarlos como reliquias de santo.
El cadáver, con los ojos abiertos de par en par, provocaba reacciones de pasmo. Se extendió el rumor de que el difunto presentaba un extraordinario parecido con Jesucristo
A esas alturas, explica Anderson, ya se había decidido que el Che no tendría tumba. Los oficiales solo conservarían una parte de su cuerpo por si aún había incrédulos o si desde Cuba desmentían el fallecimiento. El general boliviano Alfredo Ovando Candia propuso entonces decapitar al Che y “conservar su cabeza como prueba”. El agente de la CIA Félix Rodríguez calificó en cambio la idea de “excesivamente bárbara” y sugirió que sería mejor cortarle un dedo. Al final ambos negociaron y llegaron al acuerdo intermedio de amputarle las manos.
Treinta años después, sería esa decisión lo que permitiera identificar los huesos. En 1995 las declaraciones de un general retirado llevaron al entonces presidente de Bolivia, Sánchez de Lozada, a levantar el secreto militar en torno al lugar donde reposaban los restos del comandante Che Guevara y sus guerrilleros caídos. Tampoco dar con la fosa fue tarea sencilla. La búsqueda, con un equipo de arqueólogos forenses y excavadoras rastreando cada palmo del aeródromo de Vallegrande, llevó más de un año. “Siguió la búsqueda”, añade Anderson, “pero no fue hasta julio de 1997, tras dieciséis largos meses de pesquisas, cuando, dentro de una fosa común, los investigadores dieron con el objetivo principal de su búsqueda: el esqueleto de un hombre sin manos”.
En más de una ocasión, sus rivales en el ajedrez se habían fijado en aquellas manos. Eran “lindas, parecían delicadas”, recuerda el gran maestro cubano Oscar Cuesta Torres. “Me percaté de que tenía una pequeña cicatriz en la mano derecha”. Cabe preguntarse cuántas piezas movieron a lo largo de su vida esos mismos dedos. Jugó tantas veces que se reencontró con viejos rivales. En sus años como ministro del Gobierno cubano, el Che tuvo la fortuna de medirse de adulto con los ídolos que conoció siendo adolescente. Se sabe, por ejemplo, que antes de su primer gran viaje en motocicleta por lo que llamó “la vasta geografía latinoamericana”, Ernesto Guevara frecuentó el hotel provincial, en Mar del Plata, epicentro de algunos de los campeonatos de mayor nivel que se disputaban en Argentina. Así lo cuenta Manuel Azuaga en su libro Cuentos, jaques y leyendas:
“Le gustaba pasear por los tableros, ser testigo y notario de la clarividencia de los mejores jugadores del momento. Por encima de todos, el Che admiraba el estilo del chileno René Letelier, un tipo que nunca fue gran maestro pero que derrotó al mismísimo Bobby Fischer. En los años 60, Letelier pasó varias veces por Cuba para jugar el Torneo Panamericano y el Memorial Capablanca. En una de estas visitas, le susurraron al oído: ‘Hay alguien que lo quiere saludar, maestro’. Letelier pensó que sería otro chileno de viaje por la isla. Esperó cinco minutos en un enorme salón, expectante, hasta que apareció el comandante ‘Che’ Guevara y le saludó de un modo extraño: ‘Usted no me conoce, pero yo le conozco mucho a usted’. Letelier creyó que se trataba de una broma. Entonces, el Che le invitó a tomar un té y le aclaró lo que sucedía: ‘Siendo yo un muchacho, siempre le pedía a los maestros que me explicaran sus técnicas después de las partidas, y el único que me dedicaba atención era usted. Por eso le estaré siempre muy agradecido’”.
Se conserva también una imagen, posiblemente tomada hacia los mismos años, en que el gran maestro ruso Evgenievich Taimánov y el campeón del mundo Vasili Smyslov se divierten planteando al comandante un problema particularmente difícil de resolver. Sabían que Guevara era un gran aficionado a esa clase de acertijos. De hecho, hay una anécdota que ilustra tanto su pasión por el juego como una cuanto menos curiosa relación con la prensa. José Luis Barreras, primer comisionado nacional de ajedrez y encargado de la sección dedicada al juego ciencia en el periódico Revolución, lo ha contado cientos de veces. “Che estaba al tanto de los problemas que aparecían en la sección de ajedrez del periódico Revolución, y en cierta ocasión me criticó por haber incluido un problema de mate en dos muy fácil en un concurso de problemas que efectuaba el periódico”. En respuesta a la crítica, Barreras publicó en el número siguiente, (9 de octubre de 1961) el problema más difícil que pudo encontrar, con un mate en tres jugadas y una insólita dedicatoria: “dedicado al Che”. La jugada era tan críptica que llevó al comandante a darle vueltas al desafío durante una semana, hasta que llamó a la redacción del periódico para anunciar que por fin tenía la respuesta.
“Desde luego que el ajedrez es un pasatiempo”, manifestó Ernesto Guevara ante los periodistas en el Torneo Memorial Capablanca. “Pero es también un educador del raciocinio y los países que marchan a la cabeza del mundo en esferas más importantes son los que tienen también los mejores equipos de ajedrecistas”. Era muy consciente, como le enseñó su instructor en la guerrilla, Alberto Bayo, que desde hacía siglos ejércitos y soldados habían afilado sus mentes desplazando arriba y abajo peones, alfiles y caballos.
En los días de Sierra Maestra, en la campaña del Congo o en sus últimas semanas con vida en Bolivia, nunca consideró una pérdida de tiempo pasar tardes enseñando a jugar a los soldados a su cargo. Se trataba, en realidad, de una estrategia a largo plazo. “La guerrilla para el Che era una escuela no sólo militar, sino cultural y educacional, se preocupaba por formar a los futuros cuadros de la Revolución”, recuerda Harry Villegas, quien estuvo a sus órdenes en los tres países. “Apreciaba la actividad del ajedrez como deporte ciencia, capaz de contribuir al desarrollo del intelecto, de la actividad psíquica del hombre, de su pensamiento. Estimaba que, por su naturaleza, desarrollaba también el pensamiento militar, la capacidad de tomar decisiones bien meditadas, sopesadas con rapidez, en un período limitado de tiempo”.
Desde luego, no escasearon los momentos que demandaban sangre fría y capacidad de atención. Algunos los resolvió con éxito. Por ejemplo, adelantarse a los planes del enemigo y preparar una defensa eficaz contra la invasión de Bahía de Cochinos por una fuerza paramilitar de exiliados cubanos patrocinada por el gobierno de Estados Unidos. También si la tensión se volvía absoluta. Como ocurrió durante la crisis de los misiles en octubre del 62. Cuando la instalación de misiles nucleares soviéticos apuntando a Estados Unidos desde Cuba y la consiguiente reacción de Washington daban la sensación de precipitar repentinamente al mundo al borde de la tercera guerra mundial y el inevitable Armagedón atómico, Guevara dio una orden que en boca de cualquier otro habría sonado extravagante, pero que en su caso resultaba natural. De acuerdo con el relato de José Luis Barreras: “Cuando la crisis de octubre fue trasladado a Pinar del Río; en la cueva de los Portales, donde radicaba su puesto de mando, le dijo a uno de sus oficiales: –Ve a la Habana y trae seis juegos de ajedrez de madera, que no sabemos cuánto va a durar la guerra”.
Para entonces, toda Cuba se había convertido en la casilla central de una partida de mayor envergadura, una sangrienta batalla ajedrecística a gran escala (también llamada Guerra Fría), que enfrentó durante décadas a Estados Unidos y la Unión Soviética. El tablero era el mundo, pero en América Latina se vivieron algunos movimientos decisivos. Dentro de ese juego peligroso, en La Habana se daba apoyo y se fomentaba la irrupción de movimientos guerrilleros por todo el continente, mientras que desde Washington se patrocinaba una cadena de golpes de Estado destinada a implantar dictaduras militares y cubrir la región de cadáveres, desgarrando si cabe aún más las venas abiertas de América Latina.
Tal y como le había confesado en aquella lejana partida de ajedrez al maestro checo Ludek Pachman, lo suyo sencillamente no era ser ministro
Mientras el mundo ardía en llamas, Ernesto Guevara comenzó a sentir que su sitio no estaba en Cuba. Mucho se ha escrito, discutido y especulado sobre las razones que le llevaron, cumplidos los 36 años, a abandonar a su esposa, sus cinco hijos, su ciudadanía honoraria, su puesto de ministro y de comandante y su autoridad en la isla para lanzarse a otras aventuras con la idea de iniciar una revolución a escala planetaria. Pudo ser porque había dejado de ver las cosas como Fidel Castro. Pudo ser porque el mito del Che se tragó a la persona de Ernesto Guevara y su fama legendaria le exigía cumplir con un papel imposible. Pudo ser porque comenzaba a simpatizar más con la China de Mao que con la Unión Soviética de Khrushchev y Brezhnev. Pudo ser también porque se veía en primer lugar como latinoamericano en lugar de como cubano. O puede ser, según dice Paco Ignacio Taibo II, porque “siempre tuvo pulgas en los pies”. En todos los casos, tal y como le había confesado en aquella lejana partida de ajedrez al maestro checo Ludek Pachman, lo suyo sencillamente no era ser ministro. No había venido a este planeta para diseñar planes quinquenales ni revisar estadísticas sobre toneladas de exportación de azúcar. A partir del quinto año perdió el interés en los asuntos de gobierno. De ser una pieza del ajedrez, Ernesto debía sentirse como un caballo situado en una esquina del tablero, enfurecido al ver limitados sus movimientos y anhelante de una esquina a la que dar el salto. Como dijo otro gran maestro, el ruso Mark Taimánov, “pensaba que su lugar estaba en las barricadas y no en las oficinas”.
El sueño –o según sus muchos enemigos, el delirio– de la revolución mundial le llevó primero al Congo, de abril a noviembre del 65. Después, en el 67, sediento de otra aventura guerrillera, viajó hasta el río Ñancahuazú, en Bolivia, donde instaló su campamento. Aquella fue su última partida. No había cumplido los 40 años cuando lo atrapó el destino. La muerte a la que llevaba burlando desde niño dejó de concederle prórrogas. Difícilmente pudo tomarle por sorpresa, pues al cumplir los 18, como escribió en un poema profético, intuyó que no moriría de viejo. “Las balas, qué me pueden hacer las balas si mi destino es morir ahogado (…) Morir, sí, pero acribillado por las balas, destruido por las bayonetas, si no, no. Ahogado, no”.
Nadie viajó tan lejos, ni pasó tantas noches durmiendo a la intemperie, ni libró tantas batallas ni cruzó tantos países para dar con su propia sepultura. La suerte, hasta entonces su aliada, había dejado de sonreírle. Quizá desde la distancia del tiempo los errores estratégicos se vean ahora nítidos, pero para el guerrillero, el último momento de su vida también podía leerse en clave ajedrecística. Ernesto Guevara veía que en Bolivia podía comenzar a derrumbarse el imperialismo estadounidense con una secuencia semejante a la que derrumbó el imperio español. No por casualidad el país debía su nombre al Libertador, Simón Bolívar.
En Che Guevara, una vida revolucionaria, Lee Anderson utiliza la expresión “sacrificio necesario”. Señala que el Che, en su mensaje a la Tricontinental, “convocaba a los revolucionarios del mundo a crear dos, tres… muchos Vietnam. (…) Sería una ‘guerra total’ contra los yanquis, desde la periferia del imperio hasta llegar a su propio territorio”. En esa estrategia, Bolivia sería el primer paso para provocar el estallido inicial de una serie de conflictos persistentes imposibles de controlar.
En el juego del ajedrez existe, de hecho, un movimiento similar. Es el llamado “presente griego”. Se trata de un sacrificio conocido, en el que el alfil de uno de los ejércitos se estampa contra la hilera de peones para dar jaque al rey enrocado y permitir así la entrada de la dama por la columna descubierta. En pocas palabras: la pieza sacrificada pone en movimiento el primer engranaje de un mecanismo que conduce inexorablemente al jaque mate.
La pieza sacrificada pone en movimiento el primer engranaje de un mecanismo que conduce inexorablemente al jaque mate
El presente griego es una jugada arriesgada, donde se decide la partida en una dirección o en otra y que para funcionar requiere de dos condiciones. Primero, el alfil debe contar con el refuerzo de más piezas. Segundo, el jugador contrario no debe contar con opciones de protegerse. En Bolivia, al Che Guevara vio cómo el plan se precipitó cuesta abajo. Todo lo que había funcionado años atrás en Sierra Maestra daba la sensación de ser un espejismo. El grupo de revolucionarios no encontró apoyo local. El partido comunista boliviano rechazó sumarse a la lucha armada. Los indígenas miraban a los guerrilleros, barbudos, sucios y armados con más asombro y temor que esperanza. “En verdad, el Che y sus hombres estaban librados exclusivamente a sus propios medios”, resume Lee Anderson. “El enemigo estaba avisado, sus fuerzas estaban divididas y en fuga; no tenía el respaldo de Cuba o de las ciudades bolivianas ni el apoyo de los campesinos. Las cosas difícilmente podían estar peor”. Y mientras el canal de comunicación con La Habana se había perdido, en el otro lado se desplegaban todos los medios. “Apenas se supo que el Che estaba en Bolivia, el mecanismo se puso en marcha. Un grupo de las Fuerzas Especiales norteamericanas (los ‘Boinas verdes’) fueron rápidamente a Bolivia para crear un batallón Ranger de contrainsurgencia, y la CIA empezó a reunir a cientos de agentes para una nueva misión: hallar al Che e impedir que encontrara apoyos en el país”.
Enfermo y demacrado, con la ropa hecha pedazos, el Che sufre de ataques de asma sin medicamentos con los que tratarse
Ya no hubo tiempo para más partidas ni para pensar en el ajedrez. En su Diario de Bolivia, las últimas notas manuscritas de Ernesto Guevara reflejan un reguero de adversidades. Muere Eliseo Reyes. Muere Juan Vitalio Acuña. Tamara Bunke Bider (alias Laura Gutiérrez, alias Tania) es acribillada. Cada día trae la noticia de otra masacre o de nuevas bajas. Enfermo y demacrado, con la ropa hecha pedazos, el Che sufre de ataques de asma sin medicamentos con los que tratarse.
Y así llega su final. El 8 de octubre, en un combate que dura varias horas, Ernesto es herido en la pierna en la Quebrada del Churro. Tras rendirse, es conducido hasta una escuela abandonada del poblado de La Higuera, el lugar donde habría de pasar la última de sus noches. Las versiones sobre lo que ocurrió al día siguiente varían según los testigos, pero la orden que llegó del alto mando desde La Paz era inequívoca: “proceder a la eliminación del señor Guevara”. El encargado de ejecutar la sentencia sería el sargento Mario Terán, cuya vida quedaría marcada por lo que ocurrió en ese instante. Lo que sabemos de las últimas palabras del Che procede del relato de su asesino. Al entrar en la escuela, Terán siente vértigo. Entonces escucha una voz. O para ser más precisos, una orden. “Sé que viene a matarme. Apunte bien y dispare, cobarde, sólo va a matar a un hombre”.
El disparo, de algún modo, debió sonar como un jaque mate. No sabremos nunca, en cambio, si al igual que en las novelas de García Márquez, muchos años después, en esa noche eterna en la escuela abandonada o frente al hombre asustado que le apuntaba con su pistola, el comandante Che Guevara habría de recordar aquella tarde remota en Alta Gracia en que su padre le enseñó por vez primera el movimiento en forma de L del caballo o las diagonales infinitas por las que se mueven, sin encontrarse nunca, los alfiles de casillas blancas y negras.
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Epílogo: lo que fue de las manos
Ernesto Guevara de la Serna fue declarado muerto en la localidad boliviana de la Higuera el 9 de octubre de 1967. La fecha de la muerte fue inicialmente falsificada. Como dice Jon Lee Anderson, “es una de las pocas personalidades públicas de los tiempos modernos cuyos certificados de nacimiento y defunción son falsos”. Como es sabido, Celia de la Serna cambió la fecha en que dio a luz a su hijo para ocultar a su familia que el día de su boda ya estaba embarazada. “Parece singularmente apropiado que Guevara, quien dedicó la mayor parte de su vida adulta a las actividades clandestinas y murió a causa de una conspiración secreta, iniciara su vida con un subterfugio”. Tras su muerte, las manos amputadas al cadáver del Che siguieron un recorrido insólito. Desde Vallegrande fueron enviadas en dos botes en formol al entonces ministro de Interior de Bolivia (y agente encubierto de la CIA), Antonio Arguedas. A falta de un lugar mejor y sin decidirse muy bien qué hacer con ellas, se dice que durante semanas o meses Arguedas las escondió debajo de su cama. Desde allí viajaron más tarde en valija diplomática hasta Budapest. Primero en un avión de Iberia que pasó por Madrid y a continuación en un vuelo de Air France hasta Hungría. Custodiado por diplomáticos bolivianos, el peculiar y secreto equipaje siguió hasta Moscú. Al cabo de dos años, las manos llegaron a La Habana, donde Fidel Castro las recogió el 6 de enero de 1970. Tuvo que pasar otro cuarto de siglo hasta que el 12 de julio de 1997 los restos de Ernesto Guevara y los seis guerrilleros enterrados en la misma fosa común de Bolivia fueran trasladados a Cuba. Este periodista ignora si los huesos y las manos de Che llegaron en algún momento a reunirse. En 1999, la Federación Internacional de Ajedrez (FIDE), concedió a Ernesto Guevara la orden de Caballero del Ajedrez a título póstumo por la promoción y la popularización del juego ciencia durante sus primeros años como ministro en el Gobierno de Cuba.
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Para saber más:
Manuel AZUAGA, Cuentos, jaques y leyendas, Sevilla, Renacimiento, 2021.
Lázaro Antonio BUENO PÉREZ, El Che y el ajedrez, Camagüey, Editorial Ácana, 2005.
Ernesto CHE GUEVARA, Diarios de motocicleta. Notas de un viaje por América Latina, Madrid, Los libros de la Catarata, 2021.
Ernesto CHE GUEVARA, El diario del Che en Bolivia, La Habana, Editorial de Ciencias Sociales, 1994.
Jorge G. CASTAÑEDA, La vida en rojo. Una biografía del Che Guevara, Ciudad de México, Debolsillo, 2016.
Jon LEE ANDERSON, Che Guevara. Una vida revolucionaria, Barcelona, Anagrama, 2006.
Paco Ignacio TAIBO II, Ernesto Guevara, también conocido como el Che, Barcelona, Crítica, 2017.
En esta sección aparecerán con periodicidad incierta una serie de crónicas improbables sobre ajedrez y política. Hablaremos aquí de batallas dentro y fuera del tablero, de guerrilleros devotos de las 64 casillas, de ajedrecistas que vendieron su alma al diablo, de filósofos y artistas que se dejaron los sesos en busca del jaque mate perfecto. Habrá tiempo para artimañas de tahúres, reyes destronados, peones heroicos y cenizas de alfiles. Disfruten del juego.
Final de partida
Pasadas ya varias décadas, y cuando de Ernesto Guevara solo quedaba un saco de huesos enterrado a varios metros de profundidad en una fosa común de Bolivia, las manos desaparecidas permitieron resolver el enigma. Quedaba desvelado el último de los misterios. Durante tres...
Autor >
Miguel de Lucas
Es doctor en Literatura española.
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