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EL JUEGO INFINITO

La última partida de Ernesto Guevara (II)

“Se desempeñaba en el ajedrez igual que en la vida, no quería tablas, luchaba el juego hasta el fin”. Así describía al Che el campeón cubano Eleazar Jiménez. Hasta la victoria siempre, fuera y dentro del tablero

Miguel de Lucas 24/07/2022

<p>Guevara observa la partida del gran maestro argentino Héctor Rossetto.</p>

Guevara observa la partida del gran maestro argentino Héctor Rossetto.

CC

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Medio juego

Discutieron, aquellas noches en La Habana, el Che Guevara y su viejo. Era el mes de enero del 59. Y ya saben lo que significa eso en Cuba. A las tres de la madrugada del primer día del año, Fulgencio Batista había huido en su avión. Siete días más tarde, Fidel Castro hacía su entrada con una comitiva triunfal. Más que un cambio de año se vivía un cambio de era. Para el día 9 las celebraciones revolucionarias no habían cesado. Fue entonces cuando aterrizaron en Cuba los padres del Che y su hermana Celia, llegados en un avión que los traía directamente desde la Argentina.  No será necesario que les cuente lo de esa tarde porque quedó registrado por fotógrafos y cámaras de televisión. La madre, Celia de la Serna, corrió hasta los brazos de su hijo sin poder contener el llanto. Después se abrazaron todos. Hacía seis años que no se veían.

Lo que no pudieron ver las cámaras ocurriría días después. La familia del guerrillero más famoso del mundo se alojó en una suite del Havana Hilton, convertida esas semanas en sede improvisada del Gobierno de la Revolución y en inesperado escenario de situaciones inverosímiles. Según describe Jon Lee Anderson en su libro Che Guevara, una vida revolucionaria:  “En el lujoso vestíbulo del hotel reinaba un alboroto de guerrilleros desaliñados con sus armas, periodistas inquisitivos, buscadores de prebendas y turistas norteamericanos de aire desconcertado cuyas vacaciones se habían visto interrumpidas por la revolución”.

El comienzo parecía ir sobre ruedas. Brindaron juntos y celebraron, aquella primera noche. Ernesto Guevara Lynch, el padre, había traído para su hijo su vino preferido desde Buenos Aires. Había mucho de lo que hablar. Por supuesto, imagino que ustedes, que leen con un café en la mano los artículos de CTXT en las tardes de este verano infernal, conocerán a estas alturas la historia de aquel guerrillero loco que mataron en Bolivia. Para la familia del Che, se trataba en cambio de la primera vez que iban a escuchar las aventuras de su propio hijo salidas de su boca. Tras seis años de andanzas por América, el joven Ernesto contaba con historias suficientes para llenar varias vidas. De modo que en los días siguientes sus padres podrían escuchar todo lo que después se ha contado en cientos de libros, en biografías de admiradores y enemigos, en canciones y en películas. Ernesto Guevara podría contarles, por ejemplo, cómo seis años atrás, en julio del 53, poco después de aprobar su último examen y graduarse como médico, volvió a emprender un viaje sin retorno con su amigo Carlos ‘Calica’ Ferrer, decididos a cruzar de una punta a otra el continente americano. Ernesto tenía el don del verbo. No le habría costado hilvanar unas andanzas con otras. Hablarles, por ejemplo, de cómo en el camino terminó por acentuarse su compromiso político.

No faltaban, desde luego, anécdotas y peripecias. En su primer viaje en motocicleta había sido testigo de la miseria en la que viven los pueblos de América Latina. Ahora, en esta segunda ruta, había visto caer en Guatemala al Gobierno de Jacobo Arbenz, depuesto por un golpe de Estado promovido por los Estados Unidos. Perseguido ya por sus ideas políticas, tuvo que pedir asilo en la embajada de Argentina hasta que pudo obtener un salvoconducto hasta México. Y todo eso –podría decir el Che Guevara a sus padres mientras bebían vino argentino– no era sino para abrir boca, un prologuito de lo que vino después. Pues lo que pasó después es lo que todo el mundo conoce. Primero, que en la Ciudad de México conoció a una mujer llamada Hilda Gadea y tuvo una hija. Pero tanto o más determinante es que allí en la capital, mientras sopesaba si continuar su viaje hasta Nueva York, embarcar rumbo a Europa o regresarse a la Argentina, conoció al líder de un movimiento rebelde cubano, un tal Fidel Castro, quien por entonces le propuso la delirante idea de enrolarse como médico junto a un puñado de dementes dispuestos a subirse a un desvencijado yate de motor de trece metros llamado Granma, desembarcar en Cuba e iniciar una revuelta para deponer al dictador Fulgencio Batista.

Y así fue, viejo, vieja, hermana, como acabé aquí, en Cuba. Eso quizás les diría el Che esas noches en La Habana. La llegada fue, como ustedes saben, desastrosa. Les molieron a palos. Poco después del desembarco en la Playa de las Coloradas, les esperaba una emboscada del ejército de Batista que sorprendió a los rebeldes. De ochenta que partieron de México, solo unos 20 continuaron en pie. Y a partir de ahí ya sucedió lo inconcebible. Escondido en la sierra, observado por los mil ojos de la montaña, aguantando el aguacero, el médico argentino, ya apodado para siempre el Che, se ganó el título de comandante. Cruzó ríos, esquivó al ejército, sobrevivió a las balas. Vio crecer a ese ejército inicial de un puñado de barbudos hasta dirigir columnas con cientos de soldados. Hasta que el 1 de enero –justo una semana antes de recibir a su familia– se libró la madre de todas las batallas. Las tropas del Che capturaron Santa Clara. Era el final de la guerra. Batista se había rendido. Para entonces la celebridad de Guevara, en la práctica el número dos del Ejército rebelde, era ya inmensa. Comenzaban a dedicársele canciones. La siguiente constitución incluiría un artículo exclusivamente dedicado a concederle la nacionalidad cubana. Tenía apenas treinta años y los poetas ya lo comparaban con el Libertador José de San Martín.

Pero los padres no escucharon todo eso. Al menos no esos días. Porque lo cierto es que el hijo apenas tuvo tiempo para ellos. Aunque se alegraba de ver a su familia, la llegada de sus padres no pudo ser menos oportuna. Según escribió en sus memorias, a Guevara Lynch se le hacía difícil reconocer a su hijo “en su aspecto físico, en su expresión, en su alegría… aquel mismo muchacho que partió de Buenos Aires en una fría tarde de julio hacía más de seis años”. Entonces se habían despedido de un turista; ahora tenían delante a un mesías. El padre advirtió en Ernesto una severidad desconocida. Y pese a que seguía teniendo los mismos ojos pícaros de un niño travieso, los años y la guerra habían oscurecido su mirada. Además de los elogios, los discursos, los aplausos, también les llegaron rumores, también oyeron hablar de la fama de hombre feroz e implacable que acompañaba a su hijo. El vino se agotó y también el ánimo de fiesta. Las conversaciones de la familia se fueron volviendo más tensas. Hasta que una noche el padre hizo la pregunta que llevaba rondándole desde que puso pie en La Habana. Más o menos vino a decir: “Mira, hijo, todo eso de la Revolución está muy bien… pero… ¿cuándo vas a retomar la medicina?”. Al fin y al cabo, los viejos le habían costeado la carrera en Buenos Aires.

Además de los elogios, los discursos, los aplausos, también les llegaron rumores, también oyeron hablar de la fama de hombre feroz e implacable

La respuesta fue como una ducha fría. El Che contestó sonriendo que, ya que ambos tenían el mismo nombre, al menos el viejo podría aprovechar su título de médico y trabajar de matasanos. Según relata la escena Jon Lee Anderson: “El Che rió de su propio chiste, pero el padre insistió hasta recibir una respuesta seria: “De mi medicina puedo decirte que hace rato que la he abandonado. Ahora soy un combatiente. ¿Qué va a ser de mí? Yo mismo no sé en qué tierra dejaré los huesos”.

El padre se mostró perplejo y la familia interrumpió su visita abruptamente. En febrero se volvieron a Argentina. Tardarían años en volver a encontrarse. Puede que en aquella visita Ernesto Guevara Lynch perdiera a un hijo y Ernesto Che Guevara perdiera a un padre. Sabemos que entonces el mundo perdió a un médico especializado en alergias y enfermedades respiratorias, y la izquierda latinoamericana ganó un mito. Menos conocido es que a lo largo de su corta vida, Ernesto Guevara pudo haberse dedicado a otros mil oficios. Eligió el de hacer revoluciones. Pero además de guerrillero, presidente del Banco Central de Cuba y ministro de Industrias, fotógrafo aficionado, notable cronista de viajes, solvente escritor de diarios, versificador francamente terrible y futuro icono omnipresente en pósteres, pegatinas, tazas y camisetas de adolescentes de tres generaciones, Ernesto Guevara de la Serna, aquel a quien el filósofo Jean Paul Sartre definiría como “el ser humano más completo de nuestra era”, supo mantener, a pesar de todas las circunstancias, una meritoria carrera como ajedrecista.

No hay nada que lleve a pensar que, en aquellas ajetreadas semanas, dedicado a montar un país desde cero y a poner en marcha la primera revolución socialista en América Latina, el Che encontrase un momento para echar una partida contra su padre, como en los viejos tiempos. Tampoco llegaron a hablar de ajedrez. Y sin embargo es conocido que, a diferencia de la medicina, el noble juego nunca quedó atrás en su vida.

Todavía en México, antes de embarcarse en el Granma con destino a las costas de Cuba, la guerrilla había recibido adiestramiento militar en las montañas del municipio de Chalco, en el rancho Santa Rosa. Allí el joven Guevara conocería a su instructor, Alberto Bayo, un personaje que parecía salido de una película. Militar y aviador ya retirado, nacido cuando Cuba aún constituía el último vestigio imperial de España, la importancia de Alberto Bayo en el futuro de Castro y del Che difícilmente puede exagerarse. En su libro, Jon Lee Anderson lo describe con estas palabras: “Como oficial de carrera del Ejército español, había combatido en la campaña colonial contra el líder guerrillero marroquí Abd-El-Krim, y luego con las fuerzas republicanas contra Franco. Más tarde había asesorado y adiestrado a distintas fuerzas para las guerras en el Caribe y Centroamérica (…) Bayo parecía ser el hombre que Fidel necesitaba”.

Superviviente y veterano de mil guerras, Bayo puso en manos de la guerrilla todos sus secretos de perro viejo. Muy pronto se fijó en Ernesto, con el que trabó una amistad casi instintiva que duraría hasta el final de sus días, y a quien acabaría considerando “el mejor guerrillero de todos”. Sin duda, la pasión que ambos sentían por el ajedrez contribuyó a esa simpatía inmediata. Así habría de recordarlo años más tarde en un libro titulado Mi aporte a la revolución cubana:

El Che es un fanático de la guerra de las 64 casillas; yo también le acompañé en esa noble afición y cuando nos reunimos en el pueblo de El Chalco, en México [...]; él y yo nos dimos a conocer mutuamente en nuestra afición y con un tablero y sus piezas que allí teníamos, comenzamos en los momentos sin actividad nuestros duelos diarios. Después de la cena [...] entrábamos los dos en disputa ajedrecística. No teníamos electricidad en la finca que el Mexicano Rivera nos alquiló, por lo que [...] teníamos que valernos de las velas [...] la corriente de aire abanicaba el tablero [...] y hacía bailar la débil llama que alumbraba una pequeña parte de la mesa, cuya sombra, balanceándose inquieta y caprichosa sobre el cartón, nos hacía confundir con facilidad un peón con un alfil.  –¡Eso no vale!– exclamaba uno de nosotros–. Esa pieza no es un alfil, es un peón que la sombra lo alargó. Y entre aquellas dificultades, poniendo en juego nuestro amor propio, pasamos las horas rápidas.

También Paco Ignacio Taibo II proporciona un dato trascendente. “Es en esos días cuando definitivamente el doctor Ernesto Guevara, reclutado como médico de la expedición, se vuelve El Che. Mientras va adquiriendo lentamente expresiones cubanas que incorporará a su léxico argentino repleto de latinoamericanismos recogidos a lo largo del continente, (…) mientras escribe uno más de sus poemas o juega al ajedrez, comienza a ser llamado por todos El Che a causa de la eterna costumbre argentina de la que no puede sustraerse, de llamar a todo el mundo con esa interjección por delante, que a los cubanos les resulta graciosa”.

Ese mismo rancho, que Taibo II describe como un lugar “en condiciones deplorables para ser habitado, de manera que los futuros expedicionarios duermen en el suelo, invierten buena parte de su tiempo en construir letrinas y combatir una plaga de moscas, que hacen que las paredes blancas parezcan negras”, será el lugar donde, en cierto modo, Fidel Castro y Alberto Bayo planean el ataque a la isla como un calculado ataque sobre el tablero.

En el ajedrez, simulacro de la guerra, la clave de la victoria consiste en dar con las flaquezas del enemigo, golpear en los puntos sensibles hasta abrir una columna o una diagonal que deje el camino libre hasta dar jaque al rey contrario. En el juego, esto se conoce como “casillas débiles”: aquella posición del rival que nuestras piezas pueden ocupar sin que ningún peón del adversario tenga manera de expulsarla. Pues bien, en Cuba, en 1956, había una casilla débil de 250 kilómetros de longitud. Era la Sierra Maestra. En palabras de Jon Lee Anderson: “La sierra poseía una de las últimas selvas que aún sobrevivían en la década de los cincuenta, un bosque tropical indígena denso e inaccesible”. No por casualidad, también allí se había iniciado un siglo antes la lucha de José Martí por la independencia de la isla. “Además del simbolismo, existía una sólida razón estratégica: la sierra era próxima a Santiago, la segunda ciudad del país. (…) Santiago sería una fuente próxima de fondos, información, armas y reclutas para abastecer la guerra”.

En el ajedrez, simulacro de la guerra, la clave de la victoria consiste en dar con las flaquezas del enemigo, golpear en los puntos sensibles

Fue una guerra –o una partida– que duró dos años. “Días de lluvia y bombas”, escribió Guevara en su diario. Desde el palacio presidencial, Fulgencio Batista no daba crédito a sus ojos. A pesar de contar con un ejército muy superior, la selva parecía tragarse a sus hombres. El tablero se inclinaba en su contra. Sus piezas caían una detrás de otra. Al final, al verse esquinado, en lugar de esperar al jaque mate optó por largarse a Republica Dominicana con un cargamento de maletas repletas de joyas y dólares.

Tras el triunfo de los barbudos, y una vez convertido en ministro, el Che hizo de la difusión y popularización del juego-ciencia una de sus prioridades. De todas las victorias del guerrillero, la mayor, o la más perdurable, o sin duda la única que no le discuten hoy siquiera sus numerosos detractores, fue convertir de nuevo a Cuba en una potencia ajedrecística de primer orden. “Es que cuando Capablanca murió, el ajedrez se olvidó mucho”, decía. “Ahora ha surgido nuevamente el entusiasmo con la Revolución. Cada día surgen nuevos valores del ajedrez en Cuba, verdaderos talentos; habrá muchos jugadores de alta calidad”. En realidad, él iba a encargarse de buscarlos. Observaba atentamente las partidas del Torneo Memorial Capablanca y con frecuencia felicitaba en persona a los jugadores que veía más talentosos o prometedores.

En 1963, en una reunión del Ministerio de Industrias, Ernesto Guevara reconocía que “en estos últimos meses tengo unos pecadillos en unas partidas de ajedrez que me roban un poco de tiempo”. Se refería, según escribe su biógrafo Paco Ignacio Taibo II, a sus intervenciones en el Memorial Capablanca, donde aparecía sin aviso y no se marchaba hasta después de acabado el último juego.

Y es el ajedrez el único vicio confeso que se toma muy en serio: Cuando salí del Ministerio llamé a mi esposa [Aleida March] y le dije “Voy a visitar a mi segunda novia” y me contestó: – ya sé, vas para el ajedrez.

Cuentan que siempre saludaba con especial afecto a los jugadores argentinos. Si la semana pasada hablábamos de su afinidad con Miguel Najdorf, también habría que resaltar la afectuosa relación que mantuvo con el gran maestro Héctor Rossetto. Según recordaba en 2019 la hija del ajedrecista, tal y como me escribe por correo el historiador argentino Gustavo Salaberry, “el Che le confesó a Rossetto que siempre fue su admirador desde joven y, cuando terminaba la ronda, se lo llevaba al Ministerio de Industrias, donde jugaban partidas hasta largas horas de la noche”.

Aunque si bien confraternizaba con los argentinos, de quienes más esperaba era de los cubanos. De ellos exigía la misma entrega que a sus soldados en el campo de batalla. Eleazar Jiménez, cinco veces campeón de Cuba, recuerda cómo de enfático podía llegar a ser el comandante:

El Che siempre estaba de espectador en los torneos, en este, yo estaba jugando una partida donde la posición era complicada y había apuros de tiempo, era tan tensa que me levanté de la mesa a refrescar mientras pensaba mi contrario, el Che me interceptó diciéndome: “Si te pide tablas arráncale el brazo”.

Como cuenta el periodista Manuel Azuaga en su artículo “Ernesto ‘Chess’ Guevara”, su actitud ante el tablero era la de “antes morir de pie que vivir arrodillado”. Para el Che, añade Lee Anderson, “la realidad se aparecía en blanco y negro (…) y cualquiera que ocupase una posición intermedia merecía su desconfianza”.  En las trincheras o en las 64 casillas detestaba la cobardía. O como recuerda todavía con claridad el campeón Eleazar Jiménez: “Se desempeñaba en el ajedrez igual que en la vida, no quería tablas, luchaba el juego hasta el fin”. En dos palabras: victoria o muerte.

Esa manera de ver el mundo está en la base de su leyenda. También explicaría su final, años más tarde, tras una fatídica cadena de errores de cálculo, cuando ya no le quedaban más jugadas ni más movimientos. En sus últimos días, el comandante Guevara se vio metafórica y literalmente ahogado. Solo. Sin refuerzos. Rodeado de enemigos. Bolivia habría de ser su última partida.

Pero de eso ya hablaremos en otro capítulo, el tercero y definitivo de esta serie.

La sección: El juego infinito.

En esta sección aparecerán con periodicidad incierta una serie de crónicas improbables sobre ajedrez y política. Hablaremos aquí de batallas dentro y fuera del tablero, de guerrilleros devotos de las 64 casillas, de ajedrecistas que vendieron su alma al diablo, de filósofos y artistas que se dejaron los sesos en busca del jaque mate perfecto. Habrá tiempo para artimañas de tahúres, reyes destronados, peones heroicos y cenizas de alfiles. Disfruten del juego.

Para saber más:

Manuel AZUAGA, Cuentos, jaques y leyendas, Sevilla, Renacimiento, 2021.

Lázaro Antonio BUENO PÉREZ, El Che y el ajedrez, Camagüey, Editorial Ácana, 2005.

Luis DÍEZ, Bayo. El general que adiestró a la guerrilla de Castro y el Che, Barcelona, Debate, 2007.

Lázaro Antonio BUENO PÉREZ, El Che y el ajedrez, Camagüey, Editorial Ácana, 2005.

Jon LEE ANDERSON, Che Guevara. Una vida revolucionaria, Barcelona, Anagrama, 2006.

Paco Ignacio TAIBO II, Ernesto Guevara, también conocido como el Che, Barcelona, Crítica, 2017.

Medio juego

Discutieron, aquellas noches en La Habana, el Che Guevara y su viejo. Era el mes de enero del 59. Y ya saben lo que significa eso en Cuba. A las tres de la madrugada del primer día del año, Fulgencio Batista había huido en su avión. Siete días más tarde, Fidel Castro hacía su...

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Autor >

Miguel de Lucas

Es doctor en Literatura española.

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