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Cuando era pequeño observé, reiteradamente, esta conducta entre los adultos. Hablaban de política, en voz baja, pero, en contrapartida, con una luz en los ojos que no he vuelto a ver, y con una sonrisa luminosa. En algún momento, cuando tenían que argumentar algo complicado, el nudo, la esencia de lo que realmente querían, de aquello por lo que pugnaban en contra de su bienestar, si no de su propia vida, guardaban silencio. Buscaban las palabras. Con ahínco. Hasta que les nacía la luz ya aludida, y la luminosidad ya consignada, y decían –siempre, en cada caso– lo mismo. Esto, más o menos: “En el campo sólo hay una cosecha, pero si se permitiera cultivarlo a sus trabajadores, habría hasta tres”. Y, en efecto, en ese punto de la conversación, se mostraban, ante nuestros ojos, tres cosechas, guardadas en fardos, en los que metías los dedos y sentías la caricia del grano. Las cosechas eran de un color sorprendente, porque nunca habíamos visto ninguna.
Es importante señalar que esta frase, la de las cosechas, la decían obreros especializados. La aristocracia del movimiento obrero. Que nunca habían visto un campo. De manera que, los últimos defensores, absolutos, cotidianos, del reparto, para aludir a él hablaban de algo que desconocían, y no de una fábrica, o de un despacho. O de una escuela. O de un hospital. Al punto que he llegado a creer que, en un momento clave, no hubo reparto, incluso se interrumpió ferozmente la transmisión de esa idea, porque no hubo ninguna frase certera, diáfana, que hablara de él, con la misma efectividad de aquella frase antigua formulada con las tres cosechas y el campo, esas cosas que para nosotros no solo no existían, sino que nunca fueron vistas, realmente, por nuestros ojos.
Las palabras son extrañas. Por una parte, existen con mayor fuerza que ellas mismas. Dices el nombre la persona amada, y la persona amada viene, existe. Muerde una manzana y la manzana es. En ocasiones, no obstante, las palabras no son nada. No sirven de nada. No sé. Hablar de igualdad, continuamente, inventando fórmulas y formas que la quieran demostrar, impide, precisamente, la igualdad, esa cosa que, cuando ocurre, supera todas las palabras posibles. Es posible que, en su grandeza, ni siquiera transcurra en las palabras, al contrario que su contrario.
Algo pasó con las palabras. Algo fatal y dramático. Cuando tenían que haber ocurrido, no acudieron. Se quedaron en un campo antiguo. Y el campo, vacío de ellas, quedó ocupado por palabras y palabras y palabras, ya inútiles y que de nada servían, porque las que servían no vinieron a tiempo.
Cuando era pequeño observé, reiteradamente, esta conducta entre los adultos. Hablaban de política, en voz baja, pero, en contrapartida, con una luz en los ojos que no he vuelto a ver, y con una sonrisa luminosa. En algún momento, cuando tenían que argumentar algo complicado, el nudo, la esencia de lo que...
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Guillem Martínez
Es autor de 'CT o la cultura de la Transición. Crítica a 35 años de cultura española' (Debolsillo), de '57 días en Piolín' de la colección Contextos (CTXT/Lengua de Trapo), de 'Caja de brujas', de la misma colección y de 'Los Domingos', una selección de sus artículos dominicales (Anagrama). Su último libro es 'Como los griegos' (Escritos contextatarios).
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