The Way II
Religión y ultraderecha. La trumpización del PP
La radicalización es el último reducto del que se sirven las élites económicas más exclusivas para tratar de contrarrestar los afanes regulatorios, fiscales y asistenciales, y así volver a incrementar sus ganancias
Ignacio Fernández de Mata 25/10/2022
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La aparición en España de la ultraderecha posmoderna tuvo poco de inesperado dadas las paternidades: la Iglesia y el Partido Popular. Históricamente, ambos progenitores, cada uno con sus lógicas cronologías, muestran condiciones embrionarias de lo ultra; en ocasiones, rotundas manifestaciones. Sin el concurso de ambos –y de las condiciones ya tratadas anteriormente– no contaríamos con un partido como Vox, ni con los efectos que de su existencia se desprenden. La simplificación enunciativa no ha de ocultar la participación de otros importantes actores, como la prensa o el Ibex, no necesariamente subordinados de los anteriores ni desligables entre sí.
La Iglesia tiene una larga historia de integrismo. Como antecedentes encontramos la cruzada acometida durante la segunda mitad del siglo XIX contra los procesos político-culturales de la secularización –el desencantamiento del mundo– y de la sacralización del poder político de la nación –el Estado liberal–, empeños particulares del Concilio Vaticano I. Llegaron las encíclicas condenatorias y las promotoras de una nueva actuación eclesial: la política sin tapujos –si es que alguna vez la Iglesia no fue política–. Al calor de la cruz surgieron partidos políticos, sindicatos, periódicos, editoriales y todo un conglomerado de celebraciones y consumos culturales que trataban de sostener un concepto de sociedad y creyente trentino, ortodoxo. Había que ir más allá de los muros parroquiales, conquistar las calles, los parlamentos, las culturas de clase... Llegaron, ¡cómo no!, las apariciones marianas, siempre atentas a las crisis institucionales, a las llegadas de repúblicas laicistas y revoluciones…, y prometieron desastres, cataclismos y sufrimientos –como si la historia de la humanidad no fuera exactamente eso–. Los objetivos de esta denodada lucha eran resistir, mantener los seculares privilegios, afirmarse frente a las demandas de un mundo de libertades y derechos no custodiados. Su prédica: la santa intolerancia. La vigencia de este partido, contrario al espíritu del Concilio Vaticano II –y al papado actual–, continúa hasta hoy.
Al calor de la cruz surgieron partidos políticos, sindicatos, periódicos, editoriales que trataban de sostener un concepto de sociedad y creyente trentino, ortodoxo
En cuanto al Partido Popular, desde su (re)fundación en 1989 ha contado con un fuerte núcleo nostálgico de la dictadura, amén de otras sensibilidades como los democratacristianos –con la CDU alemana como espejo mayor–, los (neo)liberales de postulados antikeynesianos, y una suma de grupúsculos muy trabajados por José María Aznar que, en su conjunto, se han movido en los márgenes del ultraconservadurismo. Dados los mimbres, los vínculos con el pasado preconstitucional pesan notablemente en la identidad y memoria política del PP. Su condición cuasi confesional ha hecho de él el partido de la Iglesia-aparato, y por esa doble trabazón ideológica, el nido de la irrupción ultra. Hogar de extremistas, el PP también ha sido un claro precedente y cultivador de las formas y estrategias de lo que hoy reconocemos como comportamientos ultras o trumpistas: victimismo, posverdad, fanatismo religioso, negacionismo, libertarianismo e hipernacionalismo. Una paternidad cantada.
Hysteria
Existe entre las gentes conservadoras la convicción de que ellos son quienes pisan la tierra, mientras que los izquierdistas pajarolean imaginando otros mundos. Históricamente, lo que acabaremos llamando las derechas se ha arrogado una relación privilegiada con la realidad, posesiva y clarividente, de manera que quienes no participan de ella son peligrosos, alumbrados, locos visionarios, revolucionarios… Su visión conservadora enraíza en la doble circunstancia de su tradicional detentación del poder –o de su identificación con él–, y de una convicción de verdad aportada por la religión institucional. Así, el mundo ha de ajustarse a sus deseos. Están en la realidad porque definen la realidad que ha de ser.
Una de las paradojas del tradicionalismo católico hispano es el giro reinterpretativo de los movimientos eclesiásticos que configuran hoy la base-vínculo con la extrema derecha. Estas corrientes aparecieron en su momento como ejemplos de modernidad, particularmente en sus manifestaciones externas. Su mayor singularidad, sin embargo, era su carácter profundamente retardatario en lo social y una beligerante oposición a cambios en los contenidos dogmáticos de la Iglesia, todo lo cual surgía, paradójicamente, de su viraje hacia el protestantismo.
El Opus Dei fue el movimiento más avezado con la adopción de patrones elitistas del cristianismo reformado anglosajón, dirigiendo su atención a las clases medias y altas, a las que reforzaba su identidad excluyente propugnando su reconocimiento en patrones de alto consumo y ostentación. La “santificación del trabajo” suponía la conciencia de licitud de la riqueza y la naturalización de su carácter de élite empresarial y política. El empeño de la Obra por penetrar en las altas esferas, o el control del conocimiento y la ciencia se percibe en la historia del Consejo Superior de Investigaciones Científicas, en su afán por encastrarse en las universidades –redirigido a la promoción de su propia red universitaria privada–, y en un proselitismo obsesivo en la captación del talento, la fortuna y la clase alta. Al frente de los gobiernos tecnocráticos de la dictadura consiguieron la modernización capitalista del régimen franquista. Desde entonces, gracias a su carácter cuasisectario, con arraigadas redes de colaboración entre sus integrantes, se han constituido en una poderosa familia dentro de muchas instituciones, particularmente en el Partido Popular y, últimamente, en Vox. Además, es uno de los principales integrantes de los núcleos provida.
La “santificación del trabajo” suponía la conciencia de licitud de la riqueza y la naturalización de su carácter de élite empresarial y política
El otro gran elemento de protestantización, en este caso de base popular, lo encontramos en movimientos religiosos como el Camino Neocatecumenal –los Kikos–, volcados a una construcción emocional del culto, a partir de lo que denominaremos la histerización religiosa. Estos colectivos de base carismática se encuentran muy próximos al modelo neopentecostal del evangelismo norteamericano: centrados en el principio de comunidad absoluta y autosuficiente, buscan la sensación religiosa por encima de la reflexión intelectual –viven los dones del Espíritu Santo, con mucho canto y guitarra–, y defienden obsesivamente los “valores familiares” –provida radicales.
Este proyecto-sándwich –atendiendo a la parte alta y baja de la sociedad–, se interpenetra e influye, adaptándose a los modelos posmodernos, de los que la histerización es parte no menor. Así, a través de la religiosidad, estas milicias cristianas consiguen vincularse al juego de la exclusividad, de la diferencia, la propugnación de experiencias sensitivo-trascendentales, casi con un sentido alternativo. Ahí encajan nuevas fundaciones que expresan ingenuidad desde la riqueza, la desconexión del mundo, y perpetuidad adolescente, como la que encarnan los monasterios contemplativos de Iesu Communio, constituidos por las hijas de la élite económica española, vestidas con hábitos de tela vaquera, en un eterno Sonrisas y lágrimas musical; o también el Hakuna postopusdeista, dirigido, una vez más, a la juventud más exclusiva y piji, desencantada del panorama de incertidumbres posmodernas. Estas “modernidades religiosas” ofrecen propuestas “frescas”, juveniles, de levedad contracultural, políglotas, musicales, muy sensitivas, de lenguaje cuqui y anglosificado… Y llenas de mensajes ultraconservadores. Su tenue rechazo de la realidad no busca cambiarla, sino abrazar un universo contrafactual, paralelo.
La cuestión provida es, posiblemente, el espacio de intersección más importante para todos estos grupos. Ideológicamente, siendo uno de los viejos mantras católicos, se ha convertido en uno de los principales temas de lo que podríamos llamar ecumenismo ultra. Las políticas de familia son uno de los elementos de máxima beligerancia del cristianismo político, propugnadores de fuertes controles informativos y educativos, profundamente contrarios a las identidades de género y con un carácter de vanguardia violenta en todo lo concerniente a acciones antiabortistas, como atestigua el casi excomulgado presidente Biden.
La cuestión provida es, posiblemente, el espacio de intersección más importante para todos estos grupos. Se ha convertido en uno de los principales temas del ecumenismo ultra
En España, el providismo participa activamente de la histerización religiosa. Durante la segunda legislatura de José Luis Rodríguez Zapatero, con el cambio de ley del aborto, estos núcleos providistas protagonizaron masivos actos callejeros que construyeron una identidad de acción, con profunda satisfacción por la conquista del espacio público. Sus manifestaciones jalearon a segmentos sociales que no había levantado cabeza desde los atentados del 11-M, salvo en las concentraciones antietarras.
Aquí aparece un segundo tejido asociativo clave en la irrupción ultra, el de las víctimas de ETA, que confluye con el anterior en sus movilizaciones políticas compartiendo las cabeceras de las manifestaciones. Más allá del lógico y necesario apoyo a este colectivo, el PP trabajó intensamente la patrimonialización de las víctimas para convertirlos en un ariete contra el gobierno socialista. Las víctimas de ETA –no todas, principalmente las agrupadas en la AVT– fueron convertidas en una suerte de guardianes de los símbolos nacionales, otorgándoseles un delicado papel como únicos intérpretes válidos de lo que debía ser la política antiterrorista del gobierno: de aniquilación y sin negociaciones. La manipulación llegó a tal punto que fueron utilizados para devaluar socialmente el inmenso logro del abandono de las armas de los etarras, en octubre de 2011, con Rodríguez Zapatero como presidente.
En el uso de las víctimas también hubo una cesura: el 11-M (2004), que alteró definitivamente la percepción social de aquellas. Después de casi 70 años de asesinatos vinculados a la violencia política, con víctimas apropiadas, rechazadas o culpabilizadas de su propia suerte –las de la represión franquista, de la republicana, las de ETA– los fallecidos en los atentados islamistas fueron percibidos por la población española como víctimas sin matiz, sin atribución ideológica… Salvo para el PP. La terrible gestión informativa de las bombas de los trenes madrileños, manipulada desde afanes puramente electoralistas, supuso, a ojos de muchos expertos, la principal razón de la derrota en las urnas de los conservadores. Con los atentados de Atocha comenzó la gran operación de posverdad en España, y otro acto de histerización: los acérrimos tuvieron que hacer de aquella manipulación acto de fe, y hasta afeamiento a las víctimas que rechazaron tal operación. Todo un curso acelerado de tergiversación informativa pre-era Trump, con el impagable concurso del diario El Mundo y otros medios audiovisuales y digitales ultras. A partir de aquella intoxicación, el periodismo no volvió a ser igual en España. El PP abrazaba de lleno la posmodernidad: la realidad no le iba a estropear un diagnóstico o un titular conveniente.
La cuestión del independentismo catalán fue, por razones obvias, un revulsivo de lo ultra. Al reforzar la percepción de riesgo nacional, especialmente en 2017, desató un evidente proceso de histerización en cuanto al uso de banderas y otros símbolos, reverdeciendo las retóricas antietarras adaptadas al contexto catalán, con la exaltación de la policía, la guardia civil y el ejército –un ausente muy presente–. Contar con enemigos internos compacta las bases electorales de los partidos nacionalistas, a uno y otro lado.
La trumpización
Los dos pilares del proceso de ultraderechización social comparten estrategias discursivas y organizativas, titularidades y propósitos. Su influencia va más allá de las sedes centrales de sus instituciones, se extiende por una tupida red de agrupaciones y asociaciones, de foros y colectivos, de confesiones, cofradías, parroquialismo y el viejo clientelismo de peñas y sociedades de toda laya. Habrá quien piense que esto se debe a una saludable activación de la sociedad civil, pero también podría estar basado en un concepto corpuscular largamente desarrollado por el viejo catolicismo –o el evangelismo norteamericano–.
Mediante el tejido de esta malla de complicidades, de pequeños/medianos corpúsculos muy activos que van de fuera a dentro, el proyecto ultra consigue la captación de muy diversos espacios sociales previos al político, fuertemente retroalimentados por las RR.SS., presentándose como grupos independientes centrados en aspectos meramente espirituales, éticos, empresariales o de ocio. Un modelo que construye bases sociales coriáceas y nostálgicas, asociacionismo comprometido, fundaciones educativas pre y universitarias, amplia penetración en el tejido parroquial, en el gremialismo económico, desde los que se produce la conquista de las instituciones políticas. Para muestra, el botón murciano.
La base corpuscular parte de un principio de autoorganización, de autonomía corporativa que traslada la idea de pequeñas comunidades fuertemente organizadas en las que el Estado es visto con desconfianza. Frente a la penosa implantación territorial de Unidas Podemos, el modelo corpuscular de lo ultra confiere una sensación de penetración densa, de grupos activos, en guardia, en cualquier ámbito o segmento sociocultural. Una sensación de poder que apuntala su pretensión de menos Estado, de que lo privado funciona mejor, de “libertad” –el Estado adoctrina, constriñe, succiona…, dicen–. La construcción del mal, del enemigo, es importantísima para conseguir cohesionar estas comunidades a través de su histerización: ahí llegan las satanizaciones de líderes y siglas, una deshumanización de base religiosa que llega a concebir como anticristos a los oponentes políticos clave –Pedro Sánchez, Pablo Iglesias…, como lo fue en su momento Obama–, contra los que cualquier acción es lícita.
La ultraderecha actual brota con fuerza con el fin de la barra libre de privatizaciones, de las últimas concertaciones de las troikas neoliberales tras la crisis del 2008, de la acumulación desmedida de riqueza en pocas manos y aumento de la desigualdad y pobreza. La ultraderecha esconde ser el instrumento para la batalla por la desarticulación del Estado-nación mediante el desarbolo del primer concepto, el Estado, y la asfixia y travestismo del segundo, Nación –por histerización–.
La acumulación de experiencias negativas por las políticas de choque post 2008, el shock mundial de la pandemia reactivando la necesidad de un fuerte sistema público de salud y asistencia social, la guerra de Ucrania y subsiguiente crisis energética, han hecho del neoliberalismo un zombi político. Ni el propio mercado se fía de su pretendida ortodoxia más radical, como hemos visto con el malhadado proyecto económico de Liz Truss. La ultraderecha es el último reducto que le queda a las élites económicas más exclusivas para tratar de contrarrestar estos afanes regulatorios, fiscales y asistenciales, para volver a incrementar sus ganancias. Por eso claman libertad. Y en este río revuelto, los gritos pueden venir por la invocación al cerveceo y la vida loca, por la defensa de la familia y sexualidad tradicional de manos de pijas de familias arribistas, por seguir agitando a ETA, por propugnar el sinsentido del plurilingüismo nacional, por montar broncas en el Congreso o pitidos en el desfile del 12 de octubre…, para acabar reclamando la bajada de impuestos a los más ricos como primera medida de prioridad nacional.
La prueba del 9: follow the money. Por un lado tenemos a las grandes fundaciones o corporaciones que desinhibidamente financian partidos u ONGs transnacionales ultras –los rublos de los oligarcas pro-Putin, que también tienen que ver con la iglesia ortodoxa rusa–; por otro, una suerte de micromecenazgos constantes de fortunas particulares y grandes empresas que apoyan reuniones, foros, mítines, marchas, conferencias… Estas fuentes económicas están detrás del proyecto cultural ultra –parte de las famosas guerras culturales– que, de forma independiente o a través de grupos de comunicación propios, articulan el revisionismo histórico, la obsesiva conquista del pasado que irrumpe en forma de libros, documentales, películas o infames musicales desmitificadores de la Guerra Civil, imperiófilos, exaltadores de biografías guerreras, etc. Pero, el proyecto cultural de fondo sigue siendo la resurrección del zombi neoliberal.
El PP ha agotado su imagen de partido de Estado. Su trumpización le ha situado en una carrera de provocaciones y agitaciones necesarias para mantener su propio espacio electoral, de cuyas estrategias es subsidiario Vox. Retiene el reservorio más antidemocrático del sistema español: jueces y militares que, en una mezcla de convicción y endogamia, resisten los embates de modernización del sistema alterando, por medio del Judicial, las actuaciones de los otros poderes. En definitiva, actúan contra los cambios sociales que alcanzan categoría de evidencia a través de las elecciones.
Lo ultra tiene su propia realidad. No compite en la misma liga. Su mundo se asienta sobre muros que dicen ser transparentes, pero rebosan de grafitismo agitprop, nueva caverna platónica. Nada les va a convencer o descentrar. Luchan por valores inmarcesibles, aunque ignoren que estos cotizan en el Dow Jones, el FTSE 100 o el Ibex 35.
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Ignacio Fernández de Mata es profesor titular de Antropología Social de la Universidad de Burgos
La aparición en España de la ultraderecha posmoderna tuvo poco de inesperado dadas las paternidades: la Iglesia y el Partido Popular. Históricamente, ambos progenitores, cada uno con sus lógicas cronologías, muestran condiciones embrionarias de lo ultra; en ocasiones, rotundas manifestaciones. Sin el concurso de...
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Ignacio Fernández de Mata
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