The Way I
La irrupción y consolidación de la ultraderecha
Los partidos de tradición liberal-conservadora se niegan a un papel subsidiario y adoptan parte del contenido extremista, por lo que el ámbito de la derecha acaba siendo un único espacio político cuasisimbiótico con lo ultra
Ignacio Fernández de Mata 20/10/2022
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El asentamiento de la ultraderecha en nuestras sociedades se apoya en dos principios profundamente trabados: la religión y el nacionalismo. Entre ambos están comprendidas las ficciones históricas que habitualmente maneja, las concepciones de exclusividad étnico-nacional, la convicción de basarse en verdades indiscutibles –reveladas–, un posmoderno sentido victimista que consolida su percepción de marginalidad injusta, amén de un iluminado irredentismo que dificulta toda negociación o transacción.
La ultraderecha actual es hija de las condiciones creadas por la posmodernidad, con la que llega a identificarse de manera sorprendente. Sus aspiraciones y mensajes trenzan consuelos y engaños que encuentran su valor en contextos de crisis, inseguridades y sobreemocionalidad. Pero no son mera oferta a una demanda. En los juegos ultras de máscaras y ficciones, de conflictos de identidad y representación, de defensa de la autenticidad y libertad encontramos reivindicaciones que, antes que nada, suponen potentes cambios económicos –desregulación, baja fiscalidad, privatizaciones…–, inmensos beneficios restringidos a unos pocos. Esta razón de ser tiende a ser ignorada por la mayoría de sus seguidores, pendientes de otro tipo de beneficios emocionales, de pequeños pero fundamentales apoyos ante situaciones de riesgo y pobreza. Para el analista, los efectos económicos últimos impiden aceptar la idea de la espontaneidad de lo ultra.
En su expansión, la ultraderecha contemporánea no se limita a sus siglas: los contenidos de sus políticas extremistas permean a la vieja derecha moderada, que ha visto cómo se producían en su interior escisiones, nuevas plataformas radicalizadas en torno a reivindicaciones nacionalistas insolidarias con países-socios, cierre de fronteras a la inmigración, fundamentalismo religioso, liberalización económica extrema, demanda de autarquía productiva y autonomía monetaria. Los nuevos partidos irrumpían derrochando normalidad de la mano de sujetos nada histriónicos, confiables, identificados con las clases medias –o su aspiración–. El desangre de votos entre la derecha tradicional produjo un perverso contrarresto: la adopción o imitación de buena parte de las propuestas ultra. El resultado: lo ultra se inmiscuye y arraiga en la cotidianidad, quiebra las lealtades institucionales en beneficio de principios extrasistémicos, produce dolorosas alteraciones en la convivencia ciudadana y en el funcionamiento de los sistemas democráticos.
La manera en que esta penetración de lo ultra se ha producido tiene que ver con respuestas a condiciones vitales de difícil sintetización y claramente entreveradas entre sí: 1) cambios en el modelo económico que llevan a la exaltación de comprensiones políticas liberticidas y antidemocráticas; 2) efectos sociotecnológicos de la globalización; y 3) adopción de idearios y comportamientos del cristianismo reformado.
Las medidas correctivas del déficit significaron la quiebra del proyecto de equidad social en el que se sustentaban los modelos europeos
1) La conformación ultra se hizo a través de un doble frente de reaccionarismo. Por un lado, un ataque a lo institucional a través de la vieja fórmula libertarian: cuanto menos Estado, mejor; respuesta-diagnóstico a la crisis de 2008. Los Estados eran, según esta visión, un lastre para la economía mundial. La falacia neoliberal propagaba que los controles que el Estado impone al capital suponen una desincentivación de los flujos que traerían la riqueza. Invertir dinero público en servicios a la población fue descrito como una alteración del mercado, un despilfarro de resultados ineficientes que provocaba la hipoteca social del déficit. De ahí a decir que los Estados y sus políticas de bienestar eran los responsables de la crisis solo iba un paso. La receta obvia: privatizar/externalizar servicios, so pretexto de la mejora de las cuentas públicas y de una mejor calidad para los usuarios. Por ende, reducirían la tributación. Este falso argumento obviaba el verdadero origen de la crisis: décadas de desregulaciones de perniciosos efectos sociales. Las medidas correctivas del déficit significaron la quiebra del proyecto de equidad social en el que se sustentaban los modelos europeos. Los servicios quedarían para quienes los pudieran pagar. Una vez más, los grandes perdedores de la crisis fueron los de abajo, cuya cotidianidad se depauperó a marchas forzadas por la triple vía de la limitación y reducción de sus salarios, la precarización de los contratos y la pérdida de servicios asistenciales.
La otra parte de acción reaccionaria es un discurso emocional de masas centrado en la autoestima –sensibilización estratégica a los nuevos tiempos–, repleto de elementos religiosos y ultranacionalistas de tipo simbólico e histórico. Al fondo, un paisaje de víctimas, las clases medias y trabajadoras, anhelantes de un relato atento a sus frustraciones, que diera sentido y consuelo a tanto esfuerzo fracasado. Paradójicamente, lejos de aceptar su vulnerabilidad y el valor de los apoyos del Estado, estos grupos, imbuidos de clasismo, tienden a votar en contra de sus propios intereses. Es el efecto de un discurso-llamada al éxito, a la importancia cultural de la libertad individual y el valor del emprendimiento.
2) La crisis de 2008 vino anunciada por la inflación de una cultura narcisista e hiperindividualista basada en el éxito del sujeto desde parámetros protestantes y con objetivos consumistas conspicuos. Se trataba de convertir al individuo en la célula económica preferente de la sociedad, lo que requirió la sobredimensión del sujeto. La familia, como espacio de compartición y amortiguación de carencias, no interesaba desde el punto de vista consumista. Estamos ante un modelo anglosajón de base lockeana que chocaba con prácticas sociales como la de los países mediterráneos y latinoamericanos. La ruptura de los lazos familiares tradicionales era, pues, una condición de profundización económica para el desarrollo del consumo.
La época de la autoayuda y el coaching coincide con el despegue de las microidentidades y el sensonacionalismo
De aquel individuo de la Modernidad, sujeto político detentador de derechos –ciudadano– para un proyecto colectivo –la nación–, se había dado paso al sujeto individualizado como proyecto insolidario, es decir, como modelo deseado por el sistema de consumo: el yo postmoderno. Este devenir es observable desde los años noventa del pasado siglo cuando la cultura del adulto solitario se va formulando como aspiración: es el valor del triunfador laboral –el yuppie–, luego, la exaltación del alto consumidor –el single–. Una vanguardia sociocultural que se reconocía en la perpetuación juvenil y retraso de la madurez, el cuidado estético del cuerpo, en el hedonismo como proyecto vital. Este era el celofán que envolvía un modelo neoliberal, antiestatista e insolidario.
Posteriormente, desde parámetros no necesariamente caracterizados por el éxito económico, llegó la irrupción de las microidentidades postmodernas, sentando las bases de una nueva political correctness: lo propio por encima de todo. Las viejas aspiraciones de transformación del orden social puestas patas arriba.
El triunfo de cada uno es un imposible social. Aunque se presente como aspiración democrática, las condiciones de salida son muy diferentes de unos individuos a otros: clase social, nivel económico familiar, barrio, atenciones socioeducativas a lo largo de la vida, seguridad y cuidados, genética y talentos... La desigualdad de partida –fundamentación del propio neoliberalismo− augura un alto nivel de fracasos, particularmente con el debilitamiento de los ascensores sociales de las políticas públicas del Estado de Bienestar.
Los fracasos por metas inalcanzables adquieren una nueva importancia en esta era: a) se convierten en fuentes de confrontación entre micropartes que, dada la equiparación de cualquier discurso como válido –independientemente de su artificiosidad, de los problemas que suponga y su distanciamiento de las lógicas científicas que puedan contradecir los deseos individuales– consiguen que tales conflictos o luchas se anulen entre sí. Como resultado: el cuarteamiento de la izquierda, perdida en un mar de microluchas, a menudo, irreconciliables.
La extensión de las RR.SS. permitió articular iras hasta la conformación de grupos obsesivos en sus mensajes, con fuertes cargas de vieja intolerancia
b) Los fracasos son potenciales beneficios. La frustración deviene en necesidad, en demanda a la que hay que dar respuesta. He aquí la razón del fulgurante éxito de los manuales de autoayuda y coaching, que nacen de dos principios básicos de la cultura cristiana: la culpa y la autosuperación. Ambos elementos suponen una desconexión de la realidad, del funcionamiento del sistema y sus contradicciones, de la existencia de condiciones socioeconómicas de explotación subrayando el valor e importancia del propio individuo para su éxito... Lógicamente, también para su fracaso. Según esta visión, el mal es estructural y no hay posibilidad de cambio, solo microcambios: los de tu vida. Un buenismo genérico, de agresividad soft –sobre uno mismo–, para encarar la explotación con pensamientos positivos que potencien la autosuperación y, llegado el caso, recibir el premio. Se acabaron los sindicatos, los convenios laborales, las luchas colectivas. De nuevo, el yo sin intermediaciones. El modelo bíblico protestante: Dios-empresario sabrá compensar a sus trabajadores.
La época de la autoayuda y el coaching coincide con el despegue de las microidentidades y el sensonacionalismo. Una gran parte del discurso del poder ser es igualmente compartido por las manifestaciones nacionalistas. Es el derecho a decidir, expresión pervertidora de los valores democráticos asentados en los consensos de mínimos para el funcionamiento de grandes colectivos. El derecho a decidir supone la voladura de los principios de solidaridad y equidad para la instalación de discursos delimitadores, fraccionarios, segmentadores. La propuesta es un realismo mágico que señala que en la exaltación del ser se esconde toda posibilidad de éxito y felicidad. Este neorromanticismo esconde, una vez más, un modelo social aparentemente desclasado, aproblemático: conservador.
Las microidentidades, la autoayuda, el coaching y el desaforado nacionalismo son pura posmodernidad en cuanto a su origen y encaje dentro del sistema económico. Sus reivindicaciones no son antisistema –aunque jueguen a parecerlo–. Estamos ante líneas de fuga, medidas que enmascaran el empobrecimiento de los trabajadores, compensaciones emocionales, que resultarán claves en las políticas ultras. Entre ellas, las redes sociales.
El peso puesto en la condición idealizada de ser –autoimagen con obligación de ajuste a los arquetipos culturales– frente al estar –las condiciones vitales, los principios de equidad y justicia–, permite una creativa desconexión de la realidad y, sobre todo, una reconducción de la cólera social que no pone en riesgo el modelo político-económico. La deconstrucción del principio de autoridad, del valor de la verdad, de los principios de la ciencia o de la ética periodística, tanto como la liberación desproblematizada del odio, han hecho de las RR.SS. uno de los elementos más influyentes del momento. Un ecosistema ideal para que airados con fuertes cargas de frustración, humillación y nostalgia, centrados en sus microluchas y microespacios, campen a sus anchas.
3) A finales del año 2008, Barack Obama ganaba la presidencia gracias a las RR.SS., que le permitieron contar con nuevos votantes –jóvenes distanciados de la política, junto a otros grupos poco o nada participantes en los procesos electorales– y sortear las multimillonarias activaciones prorrepublicanas de algunos grupos de poder económico. Obama prometía retomar un Estado rooseveltiano: con rostro humano, ciertas limitaciones y controles a las grandes corporaciones, mínimos servicios sociales para los más desfavorecidos. Aquella victoria, con la amenaza de nuevos impuestos, de leyes de protección ambiental, de asistencia médica accesible, galvanizó los esfuerzos de oligarcas como los hermanos Koch dando impulso al Tea Party. El mensaje de las esencias, de los tiempos originarios y, sobre todo, de un capitalismo sin restricciones, se revistió de fanatismo cristiano, formalmente evangélico, caracterizado por su obsesión antiestado, un furibundo anticomunismo heredado de la Guerra Fría, un rotundo negacionismo de la ciencia, beligerantemente racista, antifeminista –particularmente antiabortista– y homófobo. Dave Eggers los calificó como “talibanes cristianos”. El movimiento del té consiguió la voladura del Partido Republicano a través de un conglomerado político-religioso que, inmediatamente, exportó a Latinoamérica a través del misionerismo neopentecostal. Los nuevos cristianos impulsaron en todos los países candidaturas clónicas en su fundamentalismo, con aspirantes presidenciales iluminados –en Costa Rica, en Guatemala, en Perú, en Ecuador, en Bolivia y Brasil…, en varios países, golpe de Estado mediante–.
El fundamentalismo evangélico –y católico– ha cerrado filas en torno a una restrictiva identidad cristiana-nacional que determina los derechos sociales
El Tea Party se convirtió en la pista de aterrizaje del millonario Donald Trump, que tejió una nueva red política mundial con los mimbres neocon y la inestimable ayuda de Steve Banon, impulsor de la Internacional ultra. Trump ganó las elecciones rompiendo el perfil tradicional del votante republicano con un discurso de mofa y escándalo, de lenguaje cañí, antiestablishment, con muchos tics de telepredicador. Llegaron los votantes de entornos rurales y ciudades pequeñas, sin estudios universitarios, mayoritariamente varones blancos de mediana edad, y evangélicos. Luego se sumaron otros muchos desencantados y afectados por la crisis. Hubo quienes creyeron que era cosa de la cochambre airada –los white trash–, pero había más sustrato. En cualquier caso, esta “cochambre” llevaba tiempo viendo las orejas al lobo: sufrían la desaparición de la industria o su deslocalización, pluriempleados con sueldos bajos, desprotegidos socialmente, con los sindicatos al borde de la extinción, asentados en el fracaso y pérdida de los viejos principios…, en definitiva, lo propugnado por los hermanos Koch. Era inevitable su hambre de afirmación y la equivocada dirección de su odio y culpabilizaciones: al multiculturalismo, la heterogeneidad social, la corrección política, las oportunidades para otros... La extensión de las redes sociales permitió articular iras y descontentos hasta la conformación de grupos obsesivos en sus mensajes, con fuertes cargas de vieja intolerancia religiosa, demandando rígidos liderazgos morales, apoyados en un discurso restauracionista del mundo –el de sus padres–. La nueva tecnología social facilitó manipular como nunca antes el voto, ya fuera mediante Cambridge Analytica o el nuevo amigo ruso. Fue así como llegó Trump con su Make America Great Again, y con él un nuevo vocabulario desestabilizador y apocalíptico: posverdad, fake news, el gran reemplazo…
El fundamentalismo evangélico –y católico– ha cerrado filas en torno a una restrictiva identidad cristiana-nacional que determina los derechos sociales, la orientación sexual, la heterogeneidad étnica y cultural, la educación, o el modelo económico, concebido como un espacio de libertad –sin intervención del Estado–. Esta ambición teocrática-libertarian se apoya en un instrumento de inspiración veterotestamentaria: los jueces, nuevos campeones políticos que velan por el pueblo de Dios contra las políticas progresistas del Legislativo y Ejecutivo.
El posmoderno auge del individualismo y las beligerantes microidentidades contribuyen al fraccionamiento del voto de la izquierda
Lo ultra ha conseguido permear nuestras sociedades con respuestas simplistas respecto a las causas, los culpables y las soluciones. Sus diagnósticos son reforzados por su capacidad para alterar la percepción de la realidad a través de los abundantes medios de comunicación que controlan, más las intoxicadoras RR.SS.: un círculo de distorsión casi perfecto. Como resultado, lo ultra ha conseguido amalgamar y configurar asociaciones empresariales, grupos de presión religiosos, partidos políticos y programas culturales con una apariencia de vitalidad que los hace aún más atractivos e influyentes. Dado que los partidos de tradición liberal-conservadora, negándose a un papel subsidiario, adoptan parte del contenido extremista, el ámbito de la derecha acaba siendo un único espacio político cuasisimbiótico con lo ultra.
El perfil agresivo y de apariencia antisistema de la ultraderecha atrae también un voto escasamente comprometido, poco reflexivo, pero crucial. De carácter heterogéneo, afín a sectores de amplias habilidades tecnológicas, de desencantados y hartos, de agraviados y frustrados, es un voto violento, en negativo, que se moviliza más como odio –haters– que como afirmación propositiva. En la sociedad premetaverso, estos apoyos son localizados mediante inteligencia artificial y su importancia no es despreciable.
El posmoderno auge del individualismo y las beligerantes microidentidades contribuyen al fraccionamiento del voto de la izquierda, con resultados electorales pobres. Por otro lado, lo ultra, con sus insultos, fake news y degradaciones de la imagen de la política, provoca altas tasas de abstencionismo político, casi siempre entre los más críticos –las izquierdas– y los moderados –incómodos con el exacerbamiento–. Lo sumado y lo restado, junto con los pactos y coaliciones con la vieja derecha, contribuyen a excelentes resultados electorales para los extremistas. La operación ha sido costosa y largamente trabada, pero está consiguiendo, como pretendían, debilitar las estructuras de solidaridad, compensación y equidad nacionales e internacionales –como la propia Unión Europea–. La peculiar coalición mundial de multimillonarios implicados en la financiación de la extrema derecha y sus organizaciones político-religiosas muestra hasta qué punto es esta una estrategia para hacer saltar por los aires las regulaciones a las grandes corporaciones, las limitaciones al flujo de capitales, el Estado de Bienestar… En definitiva, el modelo de democracia liberal, el refugio de los débiles.
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Ignacio Fernández de Mata es Profesor Titular de Antropología Social, de la Universidad de Burgos
El asentamiento de la ultraderecha en nuestras sociedades se apoya en dos principios profundamente trabados: la religión y el nacionalismo. Entre ambos están comprendidas las ficciones históricas que habitualmente maneja, las concepciones de exclusividad étnico-nacional, la convicción de basarse en verdades...
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Ignacio Fernández de Mata
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