ARTE
La mujer como mito masculino
A propósito de ‘Spencer’ y ‘Blonde’
Manuel González Molinier 12/12/2022
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En la introducción del ensayo Hombres fatales (Acantilado, 2022), su autora, Elisenda Julibert, se detiene en un pasaje bíblico poco conocido pero ampliamente representado en el arte, el relato de Susana y los viejos, para apuntar el eje que guiará su trabajo. Susana era una hermosa joven casada con Joaquín, un rico judío de Babilonia. Con el fin de resolver los conflictos entre sus conciudadanos, cada mañana se celebraban juicios en el jardín del palacio de Joaquín, por lo que a este tenían acceso dos ancianos que, por su sabiduría y buena reputación, ejercían de jueces. Al mediodía, una vez acabadas las actividades y disuelto el bullicio, Susana paseaba por el jardín en soledad, como dictaban las costumbres de la época. Un día, los dos viejos, que sabían a qué hora paseaba Susana, se sorprendieron el uno al otro, ocultos para observar la belleza de la joven. Al darse cuenta de que tenían las mismas intenciones, tramaron un plan para conseguir que Susana se doblegara a sus deseos: le propondrían que accediera a tener relaciones sexuales con ellos y, si en última instancia esta se negaba, la acusarían de haber cometido adulterio en aquel jardín, con un inexistente amante que había huido, y sería lapidada por ello. Susana será finalmente sorprendida desnuda mientras se da un baño en una fuente, y allí será asaltada por los dos viejos, que tratarán de someterla a su chantaje.
Julibert analiza, con mirada crítica, cómo ha sido representado por la pintura este episodio bíblico, que sirvió de inspiración a artistas como el Veronés, Tintoretto, Rubens o Rembrandt. En la mayoría de los casos, el cuadro es apenas un pretexto para presentar un desnudo femenino, en el que una mujer bella aparece con un gesto más o menos contrariado por la aparición de dos venerables figuras, cuyas perversas intenciones no siempre pueden adivinarse. Una obra supone la excepción en esta serie, el de la autora Artemisa de Gentileschi. En su cuadro puede verse en primer plano el miedo y el asco en el rostro de Susana, lo que hace que el espectador se percate de la carga de violencia que late bajo la escena. El talento plástico y la inusual perspectiva femenina de Gentileschi activarán un resorte en Julibert que le permitirá resignificar esa escena tantas veces vista. El relato bíblico –presente en el Libro de Daniel, pero solo en una versión griega de la Biblia llamada La Septuaginta– reaparecerá en la conciencia de Julibert como un recuerdo escamoteado a la memoria y le revelará una verdad que permanecía velada: que la mujer desnuda tantas veces vista, representada de tan distintas formas según el canon femenino de la época, está siendo objeto nada más y nada menos que de un intento de violación. El gesto de horror plasmado en el rostro femenino del cuadro de Gentileschi, mientras trata de zafarse de la perturbadora presencia de dos hombres de mirada siniestra que se ciernen sobre ella desde arriba, como aves de presa, será la vía por la cual una verdad emergerá de nuevo en la conciencia.
El talento plástico y la inusual perspectiva femenina de Gentileschi activarán un resorte en Julibert que le permitirá resignificar esa escena tantas veces vista
¿Por qué la escena ha sufrido este cambio radical? Podrán, seguro, darse variados argumentos históricos y artísticos, pero es evidente que hay una diferencia que todos podemos captar sin ser expertos en arte: esta vez la escena no está vista desde el prisma de una mirada masculina, sino desde el de una mujer. Gentileschi por primera vez no sitúa a Susana en el lugar de objeto de deseo, sino que representa la subjetividad de su angustia ante la violencia a la que está siendo sometida. Este cambio de mirada empuja a Elisenda Julibert a escribir este audaz ensayo, de lectura más que recomendable, en el que se revisa el mito de la “mujer fatal”, para advertir que el rasgo común de las mujeres fatales a lo largo de la literatura, desde la Carmen de Mérimée a la Lolita de Nabokov es, en realidad, ninguno. No hay ningún rasgo común más allá de las fantasías y los deseos de su autor, o los deseos que este autor, con su imaginación (concedámosle esto a Pau Luque), otorga a sus personajes masculinos, los auténticamente fatales, que imputan a estas mujeres supuestamente irresistibles todas las malas decisiones que cometerán con tal de hacerlas suyas.
Del mismo modo que Gentileschi cambió el modo de mirar de Julibert, a mí Julibert me ha influido en el visionado de dos películas recientes que, si bien son estéticamente antitéticas, tienen muchos elementos comunes que permiten un análisis comparado. Estas son Spencer (Pablo Larraín, 2021) y Blonde (Andrew Dominik, 2022), que abordan, respectivamente, dos mitos femeninos contemporáneos: los de Lady Di (es decir, Diana Frances Spencer) y Marilyn Monroe (es decir, Norma Jeane Mortenson). Lo primero que hay que señalar es que ambas películas tienen en común que, aun pretendiendo presentarse por momentos como retratos realistas, en realidad han decidido abordar el mito y no la auténtica biografía de las protagonistas. Sus directores se permiten la licencia de jugar a adivinar los deseos y las fantasías de ambas mujeres, e incluso representar sus momentos de fractura psíquica en distintas escenas que, al no contar con el testimonio de sus protagonistas, no dejan de ser puramente fantaseadas y puestas al servicio del mito que se nos quiere presentar. Más allá de si el resultado es cinematográficamente estimable, conviene señalar que la mirada de estos directores no es del todo inocente. Aunque, en un proceso de reescritura acorde a los tiempos post-Me Too, condesciendan a incluir en sus respectivas películas figuras masculinas que representan la deslealtad, la crueldad o la violencia, no dejan, por otro lado, de exhibir en pantalla sus elucubraciones sobre lo que sentían o pensaban estas mujeres en los momentos más críticos de su debacle subjetiva. Nada que deba sorprendernos, pues es una licencia habitual en el género del biopic, pero conviene advertir lo evidente: que no debemos esperar saber demasiado sobre la vida real de estas dos mujeres, ambas fallecidas a los treinta y seis años, a través de estas películas. Será mejor analizar los síntomas que se desprenden de la mirada masculina que las retrata.
'Susana y los viejos', por Tintoretto.
Aunque pretenda ser majestuosa, radical o impactante en cada fotograma, Blonde es, en el fondo, un biopic de estructura clásica. La película está basada, a su vez, en una novela de Joyce Carol Oates que, ya en su nota introductoria, advierte de que no se trata de una auténtica biografía, sino de una novela que se permite muchas licencias a la hora de construir al personaje protagonista. La historia empieza con la tormentosa infancia de una niña nacida fruto de un adulterio y rechazada por una madre loca; pasa por todos los traumas imaginables (violaciones, abortos, explotación, malos tratos, adicciones); y acaba operísticamente con su prematura muerte, tras un periodo de zozobra en el cual la pulsión de muerte se percibe a cielo abierto. La mirada masculina que hace de ella un objeto es ubicua en toda la película; no solo está presente en los que fueron sus amantes o maridos, que miran pero no ven a la mujer oculta tras el personaje; también en una masa informe de rostros masculinos y cámaras que plasman el horror de ser solo un objeto para el goce perverso del Otro, en tanto mirada voyeur insaciable y mortífera. Esa mirada, subrayada una y otra vez, para que el espectador tome consciencia, es el tema central de la película, y presenta a Marilyn en el siglo XXI no como un mito de sensualidad, sino como un juguete roto.
Los atracones y purgas de Lady Di son, en realidad, los grandes protagonistas del film
Spencer tiene un enfoque radicalmente opuesto, aunque se toca con la anterior en no pocos puntos. Es una película íntima, de mirada reposada, acotada a tres o cuatro días durante unas Navidades palaciegas de la familia real británica en la finca de Sandringham. No revisa la biografía de Diana de Gales, pero sutilmente apunta el momento personal que vive y nos deja intuir el pasado, ver el presente y anticipar el futuro, como bien señalan sus hijos en una escena a media luz dotada de la melancolía de Fanny y Alexander (Ingmar Bergman, 1982). Conocedora de la infidelidad de su marido, el príncipe Carlos, asediada por la mirada inquisitiva de la institución monárquica y sus rigidísimas costumbres, y convertida –a su pesar– en una celebridad, encontrará una escapatoria mortal a través del trastorno alimenticio. Los atracones y purgas de Lady Di son, en realidad, los grandes protagonistas del film. Con una sorprendente sutileza clínica, el director deja entrever al espectador que estamos también ante una mujer en plena debacle, que trata de frenar una caída vertiginosa por el agujero de la melancolía mediante el frágil nudo del síntoma bulímico, con el que intenta llenar ese agujero que se hace cada vez más grande y amenaza con tragársela. La mirada que asedia a la princesa, también esta vez ubicua y amenazante, representada por la prensa del corazón, queda casi siempre fuera de plano, convertida en una amenaza velada, de la que se habla y frente a la que se actúa (se cierran las cortinas), pero a la que no se ve.
En la mirada de ambos directores se percibe algo contemporáneo, un mea culpa por el viacrucis vivido por estas dos mujeres convertidas en ídolos, en mitos, y despojadas de su subjetividad. En cierto modo, ambas películas asumen la culpa de la sociedad patriarcal, representada respectivamente por los productores del viejo Hollywood y su perversa maquinaria de explotación o por la vieja monarquía, encarnada por una reina Isabel que no deja de ser la figura que sostiene esa tradición patriarcal que es la institución monárquica. Ambos personajes se ahogan en la búsqueda de quiénes son y son empujados hasta el borrado de los límites entre la realidad y la locura. Sí, en ambos casos se acude al mito de la psicosis como la consecuencia última de esta explotación por parte de una sociedad que las usa como objeto de consumo, pero que no atiende a su singularidad ni les proporciona afecto o sostén. Una sociedad que vierte sobre ellas el goce de la mirada y que proyecta en las imágenes de sus cuerpos sus propias fantasías (la de la mujer deseada por todos, en el caso de Norma Jeane; la de la mujer convertida en ideal, en el caso de Diana), pero también su odio, reverso natural del amor, y afecto real por antonomasia: el odio de las mujeres que las envidian y de los hombres que las detestan y degradan, porque las desean pero jamás podrán acceder a ellas. Frente a este descenso a la locura, ambos personajes intentan, sin éxito, restaurar la figura del padre (un padre caído, por ausente o por muerto), al que tratarán de hacer aparecer de alguna forma en los momentos más críticos: en Spencer, Diana tratará de reconstruir al padre fallecido a partir de la apolillada chaqueta de un espantapájaros; en Blonde, Norma se agarrará a un padre epistolar que nunca se hace presente, y que acabará por desvelarse como una cruel invención. Ambas películas logran representar bien la incapacidad de estas mujeres de restaurar la función simbólica de un Padre que las sostenga e impida que se deslicen hacia un final ominoso.
Lacan afirmaba en 1972 que La Mujer no existe. Según decía, ese “La” que precede al término mujer debía representarse con mayúsculas y siempre tachado. Existen las mujeres, pero La Mujer es un mito masculino, dirá. A lo que se refería es a que no puede haber una mujer que represente a todas las mujeres, hay que escucharlas una por una. Marlyn Monroe o Lady Di son dos mitos que pudieron representar qué era La Mujer en su época, pero ni Norma Jeane Mortenson ni Diana Frances Spencer pudieron encarnar ese mito, salvo quizá después de muertas. Esas mujeres reales, heridas de forma singular en su forma de habitar el mundo, el lenguaje y el cuerpo, seguramente trataron por todos los medios de zafarse de ese imposible que supone ser La Mujer. Estas películas, como los cuadros de Susana y los viejos pintados por hombres de los que nos habla Elisenda Julibert, no nos permiten acceder a la subjetividad de estas dos mujeres; solo revisan, con mayor o menor acierto, el mito de La Mujer, lo reelaboran y lo sirven a la mirada contemporánea, que hoy exige que el hombre purgue sus culpas, que reconozca su histórico maltrato, antes de poder seguir gozando como voyeurs, como se ha hecho siempre. De estas dos películas, bastante paradigmáticas de los tiempos que vivimos, podemos extraer que hay un nuevo mito: el de las mujeres sufrientes, maltratadas, enloquecidas y rotas por culpa de los hombres. Para tener un enfoque femenino que aborde de manera distinta estos mitos, que represente otra subjetividad y pueda cambiar así nuestro modo de mirar tendremos que seguir esperando.
En la introducción del ensayo Hombres fatales (Acantilado, 2022), su autora, Elisenda Julibert, se detiene en un pasaje bíblico poco conocido pero ampliamente representado en el arte, el relato de Susana y los viejos, para apuntar el eje que guiará su trabajo. Susana era una hermosa joven casada con...
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