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El 19 de febrero asistí en Málaga al muy esperado primer concierto de la gira de presentación de El madrileño, de C. Tangana. Los estragos de la sexta ola habían hecho temer una cancelación, pero tras un aplazamiento de la fecha prevista, el concierto se pudo celebrar, y Puchito apareció en el escenario como si fuera un mesías latino. Ataviado con un traje de raya ejecutiva que le daba el aspecto gangsteril de un joven James Cagney, pero también un aire, supongo que buscado, a Héctor Lavoe, iba respaldado por una espectacular banda de más de treinta músicos, que incluía sección de metales y de cuerdas, acompañamiento flamenco y voces invitadas. El escenario, provisto de varias mesas, buscaba representar un local salsero del Bronx en los 70, y allí fue repasando los hitos de su repertorio, dejando de lado el reguetón (no sonó Mala mujer, por ejemplo), pasando de puntillas por su pasado rapero (sí condescendió a tocar Llorando en la Limo) y centrándose en su nueva etapa como gran catalizador de la música española y, más ampliamente, latina. En la túrmix, Tangana metió todo tipo de sabrosuras: ora una bachata, ora una rumba, aquí cojo el estribillo de Bizarre Love Triangle de New Order para acabar un corrillo gitano con la familia Carmona, aquí me pongo a cantar un trozo de Lobo hombre en París de La Unión y en este otro momento hago una sentida versión de Aunque tú no lo sepas de Enrique Urquijo… para, en el momento álgido, versionar el Suavemente de Elvis Crespo, prolongando un final salsero que buscaba poner a todo el mundo a sudar. El pastiche resultó ciertamente seductor para el heterogéneo público allí presente, que tenía ganas de fiesta. Desde luego lo fue para mí, que nunca he mirado con malos ojos a la tradición latina, que de Los Panchos y El Trío Matamoros a Rubén Blades o Juan Luis Guerra, forman parte de mi educación musical. Es verdad que Antón Álvarez Alfaro sabe sus límites, y aunque cada vez afina más, desde luego cantar, cantará siempre más bien poco. Por eso creo que se ha hecho fuerte en el nada desdeñable mérito de la catalización. Ciertamente, nadie salvo él podría haber tenido el atrevimiento de fundir, con sorprendente coherencia, las cuatro tradiciones más boyantes de la música de éxito de este país, partiendo de cuatro puntos cardinales tradicionalmente alejados entre sí: estos son el rock “madrileño” que va desde Los Secretos a Sabina; el flamenquito (ese pop aflamencado que, desde luego, no cuenta con la pureza y la hondura del flamenco, pero que tiene tótems como Peret, Kiko Veneno, Los Chichos o los Ketama más populares); el gran baúl de la música latina, que pasa por Colombia y Puerto Rico, por la República Dominicana y Cuba, por México y por Brasil, y que él incorpora con respeto y audacia, guiñando igual a la bachata que al corrido, a la salsa que al son; y en última instancia, la música urbana que fue el género que lo alumbró, con el hip hop como punto de origen. Con estos mimbres, Tangana hace su vistosa cesta, tratando de articular una nueva lengua musical hecha de retales que, como aquella gramática universal chomskiana, preconiza un lenguaje musical latino universal. Este incluye todas las músicas que han bañado la tradición española, punto al que en última instancia se dirige, puesto que su plan no es otro que reformular el pop patrio y desde ahí, llegar todo lo lejos que pueda. Porque más allá de sus escarceos con la comunidad latina de Miami, tengo la impresión de que ya sabe que en el mercado yanqui no hay sitio para él. Su sitio está aquí y la principal corona a la que puede aspirar es la de rey de la música pop en España, que no es poca cosa.
Y esto nos lleva, claro, a Rosalía. Si Un veneno es la canción que abrió la nueva senda musical de Tangana (con ella cerró precisamente su concierto), y en ella se dirige a cierto antiguo amor para confesar ser poco menos que un yonki de la fama, no es difícil entonces pensar que La fama de Rosalía es la canción con la que la catalana da por cerrada su cuita con él. “Es mala amante la fama”, parece estar diciéndole al que fuera su compañero sentimental y musical, cuya sombra planea sobre su anterior obra, El mal querer (a los fans de Tangana aún les gusta decir que las mejores canciones del disco se las escribió él.) Rosalía aquí advierte a quien quiera oír que ella no se casa con nadie, tampoco con la fama. Ella ha venido a otra cosa: a romper, a quemar, a operar una transformación. Y si el recién salido Motomami demuestra algo es que en eso dice la verdad.
Algo había sucedido en el acento de Rosalía, incluso en su manera de usar la gramática. ¿“Nunca me la voy a casar”? ¿En serio?
La primera cosa que capturó mi atención cuando salieron los adelantos, y que me produjo al principio bastante desconcierto, no fue musical sino, digamos, lingüística. Algo había sucedido en el acento de Rosalía, incluso en su manera de usar la gramática. ¿“Nunca me la voy a casar”? ¿En serio? En mi oído sus palabras sonaban como cuando Nat King Cole cantaba en español sin hablarlo. No entendía qué sucedía. Sobre su libro Habla, memoria, el escritor Vladimir Nabokov decía que había traído a su memoria recuerdos rusos y que había escrito algunos de sus fragmentos en ruso y otros en inglés, luego había tenido que traducir los textos rusos al inglés, y posteriormente, supervisar la traducción de estos al ruso, lo que había resultado una labor realmente extenuante. Nabokov, un exiliado ruso que había sido educado por institutrices inglesas, y que estaba dejando de escribir en ruso para empezar a hacerlo en inglés, sentía que ambas lenguas se mezclaban en sus recuerdos hasta el punto de la tortura. El escritor, gran conocedor del mundo de los lepidópteros, se consolaba pensando que era el primer ser humano que había experimentado un proceso de metamorfosis similar al de sus amadas mariposas. Nabokov, como Rosalía, era la mariposa en el proceso de cambio y la transformación sucedía en el campo del lenguaje. Uno de los reproches más habituales que se hicieron a El mal querer es que Rosalía, catalana y paya, impostaba el acento andaluz y calé. La crítica podía ser pertinente, pero este rasgo en su cante era comprensible, puesto que en su minucioso estudio y asimilación del flamenco, no se puede absorber el estilo sin absorber también su acento, su modulación, su prosodia. Cantar moldea la lengua, la flexibiliza, la hace pasar por senderos estrechos. “Mi tragedia privada es haber abandonado mi infinitamente dócil lengua rusa”, lloraba Nabokov, ya instalado en los Estados Unidos y convertido en un escritor de éxito en inglés. El cambio de lenguaje obliga a un proceso de adaptación que atraviesa por entero al sujeto. Rosalía tuvo que abandonar su lengua natal para conquistar el campo de lenguaje que se había propuesto tomar, el del flamenco. El resultado, sin embargo, siempre es bastardo. Igual que Nabokov nunca escribiría en inglés como lo hacía un americano, Rosalía no cantaba flamenco como una gitana. Una nueva mariposa surgía, y con ella, una nueva belleza.
En los adelantos de Motomami era evidente que el acento había experimentado una nueva transformación. Las eses aspiradas, los sonidos de sus vocales… el español y el inglés, el caló bastardo y el acento latino de Miami se trenzaban produciendo nuevos efectos al oído. Las críticas y las burlas no tardaron en aparecer. Sin embargo, hay que recordar que el lenguaje en el pop es bastardo por definición, permite muchas licencias, por no decir que todo está permitido. El significado o la coherencia gramatical se pueden sacrificar en favor del puro efecto del significante en un momento de la canción. Una frase debe funcionar no solo en el conjunto, sino por sí sola, como una bala que te atraviesa. A veces ni siquiera es una frase, es solo una palabra, una sílaba, una vocal, un sonido. Una aliteración afortunada funde una frase entera en una sola palabra que encierra un sentido nuevo (si-ere’-la-pámpara-nada-te-pue’-para’). El efecto poético en una canción puede tener una fórmula clásica (Nunca me ha dado miedo la risa de un loco / Más miedo me da el que miente o el que ríe poco), pero también puede venir del desparpajo de un ripio, de un juego de palabras que imita la sonoridad del japonés o incluso del más burdo spanglish. Todo vale si funciona.
Aquí es donde cobra mayor valor el paso dado por Rosalía. Como su viejo amigo Pucho, Rosalía también ha cogido la licuadora. Sin embargo, ahora sabemos que ella estaba dispuesta a ir más allá, a apretar el botón del turbo hasta que no quedara nada sólido. Los ingredientes pueden ser los mismos, pero ella no quería solo mezclar, estaba dispuesta a triturar hasta crear un jugo irreconocible con un sabor y aroma únicos. Mientras que en El mal querer la voluntad era tomar los palos clásicos del flamenco y tunearlos hasta que sonaran nuevos, aquí el propósito es la absoluta ruptura de las barreras. No es una exégesis arriesgada esta, puesto que la primera canción, Saoko, viene con el libro de instrucciones para orientar la escucha del disco: “¿Chica qué dices?”, es la primera frase. Ella responde: “Saoko”, un significante que es a su vez homenaje y enigma. Luego advierte: ella es mariposa, ella se transforma. Coge las tijeras y corta, fuck el estilo. Aquí hemos venido a jugar: cogeré de aquí y de allá, cortaré y pegaré a mi gusto, juntaré elementos antitéticos y prescindiré de los patrones clásicos. En sus continuas referencias a la moda lo deja claro, viene a crear un estilo propio, una lengua nueva, que mezcla el lujo y el barrio, la tradición y el futuro. No es un accidente, es una decisión artística. Anuncia así lo que sucederá los próximos cuarenta minutos.
Como su viejo amigo Pucho, Rosalía también ha cogido la licuadora. Sin embargo, ahora sabemos que ella estaba dispuesta a ir más allá, a apretar el botón del turbo hasta que no quedara nada sólido
Como puede deducirse de la canción que dedica a su sobrino (G3 N15), Rosalía ha pasado, a su pesar, la pandemia en los USA, lejos de su familia y allí se ha empapado de nuevos acentos. Esta es su nueva lengua, y lleva la marca de sus oídos inquietos: suena a extrarradio catalán, suena a cante jondo, pero ahora también a jerga latina y a sonidos asiáticos. Como en Titane de Ducournau (una obra con la que comparte evidentes paralelismos) algo nuevo surge de este proceso, un neologismo, una nueva mujer poderosa, motorizada, una sustancia gozante. Una motomami.
Y es ahí donde Rosalía demuestra estar muy por delante de Puchito. “No basé mi carrera en tener hits, tengo hits porque yo senté las bases. Ya no tengo nada más que decir. Pa’ decirlo hay que tener mucha clase”, nos dice ella. Sí, está varios pasos por delante de Tangana y de cualquier músico español presente o pasado (pueden incluir a Camarón aquí, mal que les pese a muchos). En cinco años Rosalía ha logrado crear un lenguaje nuevo para una audiencia global, un lenguaje singular, bastardo, infinitamente flexible, que cabe en un chándal de Versace y en un traje de bailaora, que sabe a salsa teriyaki y huele a gasolina, que luce como Dapper Dan, elegante aunque se venga del barrio. Esta nueva lengua musical igual juega con ritmo dembow y lo cruza con jazz que mete terciopelo al ripio más bobo y hace que la típica letra de sexo explícito del reguetón suene a Audrey Hepburn cantando Moon River. No tiene miedo a reconocer sus referentes, porque los tiene tan asimilados que forman parte de su propia piel; los ha hecho suyos. Puede entonces guiñar aquí a Burial, allá a Caracol, aquí a la Fania y allá a Kim Kardashian, aquí hablar de joyas y diamantes y allá describirle a su sobrino la sordidez de un L.A. lleno de papelinas y jeringuillas, como aquel Lorca horrorizado y subyugado por la miseria y los ritmos de Nueva York. Todo está presente y golpea al oído en transiciones tan veloces como ese clic que en internet te lleva, en segundos, de un lugar a otro, de una imagen a otra, de una idea a otra. La mariposa motorizada está suelta, y alza el vuelo con unas alas tan llenas de colores y formas que pueden proyectar al mismo tiempo lo bello y lo lúbrico, lo magnético y lo sórdido.
Si su imaginario es ya fascinante, lo que sucede en el lenguaje va más allá y remite a lo que Lacan llamaba lalengua (lalangue), ese magma inconsciente que palpita en el sujeto hablante, antes siquiera de que haya aprendido a trocear el balbuceo en significantes separados, y que remite al goce mismo del habla, ese goce de la lengua que James Joyce puso sobre el papel en su Ulises, aquel texto que parecía incomprensible, ajeno a la puntuación clásica, lleno de homenajes y humor privado y juegos con la sonoridad que apelaban a resortes más allá del sentido. Joyce estaba convencido de que su texto sería estudiado en las universidades durante cien años y así fue. En el pop quizá no se pueda aspirar a tanto, y Rosalía lo sabe y lo reconoce (como ocurre con la flor de Sakura, “ser una popstar nunca te dura”), pero estaremos mucho tiempo estudiando el paso dado por Rosalía, precisamente porque costará un tiempo entenderlo del todo. De esta obra emergen todos estos nuevos significantes enigmáticos: saoko, hentai, motomami… que remiten a la singular experiencia del goce femenino, experiencia de cuerpo que cristaliza en la letra de Hentai, que tanta burla suscitó de inicio. Sí, una canción sobre un pene, pero en realidad más bien una prodigiosa oda al goce femenino que, al final, está más allá del falo y necesita de nuevos significantes para dar cuenta de ese goce Otro. Porque por muchos colaboradores que tenga (Pharrell Williams, The Weeknd, Frank Ocean, James Blake…), este disco es, indiscutiblemente, el disco de una mujer llamada Rosalía. Una mujer que posee un saber sobre el cuerpo e inventa una lengua para nombrarlo. Como ella misma dice en la canción que cierra el disco:
La que sabe, sabe
Que si estoy en esto es para romper
Y si me rompo con esto, pues me romperé
¿Y qué?
Solo hay riesgo si hay algo que perder
Las llamas son bonitas porque no tienen orden
Y el fuego es bonito porque todo lo rompe
Seis años después de aquel Antes de morirme con el que C. Tangana y ella saltaron al público masivo, Rosalía se desembaraza definitivamente de esa sombra masculina que le perseguía, dejándola al fin atrás. Ella, perteneciente a una generación musical (también la de Yung Beef, La Zowi o Bad Gyal) con vocación pirómana, asesta de momento el golpe más certero a las viejas fórmulas. No es el primer artista español que hace algo así, pero sí es la primera que puede iniciar un incendio global. Lo hace alumbrando un significante neológico, motomami, que sirve para nombrar la posición del sujeto femenino en el mundo actual. Una posición que implica poder y fragilidad, libertad, sensualidad y desorden. Habrá quien huya despavorido ante las llamas. Yo, desde luego, estoy dispuesto a dejarme quemar.
El 19 de febrero asistí en Málaga al muy esperado primer concierto de la gira de presentación de El madrileño, de C. Tangana. Los estragos de la sexta ola habían hecho temer una cancelación, pero tras un aplazamiento de la fecha prevista, el concierto se pudo celebrar, y Puchito apareció en el...
Autor >
Manuel González Molinier
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