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Las puertas de San Pedro
A finales de los años 70, probé la mariguana. Mi consumo era por demás moderado. Era un fumador temeroso y tímido. Únicamente fumaba cuando estaba con los amigos que compraban y me convidaban o me regalaban un toquecito. No creo haber pagado por un guato (el nombre que damos a los paquetes de mota en México) ni por un toque sino hasta bien entrado en mis veintes. Me gustaba fumar pero también me producía un tanto de ansiedad y paranoia, lo cual atribuyo en parte al efecto del cannabis pero más al ambiente de persecución policial y la impunidad con que se reprimía y extorsionaba a quienes atrapaban fumando o teniendo mariguana o a los que les plantaban un toque o una bolsa de hierba, aunque fuera simple orégano. La amenaza de la policía mexicana con su característica brutalidad e ignorancia fue un factor que estropeó en gran medida la experiencia y me hizo limitar el uso de drogas. La situación cambió cuando amigos del colegio me hablaron de los hongos. La promesa de alucinar, de transportarme a otro universo, de entrar en contacto con una barbaridad de cosas místicas incomprensibles me pareció demasiado tentadora. Inicialmente para conseguirlos sabíamos que había que ir hasta la sierra de Oaxaca, al pueblo de Huautla (donde habían estado los Beatles y quién sabe qué otras celebridades), en busca de curanderos y hongueros –como la célebre María Sabina– que tuvieran la paciencia, interés o necesidad monetaria de ofrecernos hongos.
Me enteré de que en el Estado de México había un lugar donde los hongos crecían naturalmente y los locales no tenían el menor problema de recolectarlos y venderlos sin trámite ni pretensión alguna
De pronto resultó que no hacía falta ir tan lejos. Me enteré de que en el Estado de México había un lugar donde los hongos crecían naturalmente y los locales no tenían el menor problema de recolectarlos y venderlos sin trámite ni pretensión alguna a los fuereños. Así descubrí San Pedro Tlanixco, en el municipio de Tenango del Valle, a menos de dos horas en coche de la ciudad de México (que entonces aún se llamaba Distrito Federal). Era un pueblito sin mucho carisma pero con el atractivo de estar en las faldas del Nevado de Toluca, rodeado de bosques y una muy pintoresca cascada. Existía el obvio peligro de ser detenido por la policía judicial, estatal o de caminos en la carretera, al entrar o salir del pueblo o en sus calles lodosas. También se corría el riesgo de ser atracado por criminales que buscaran coches con placas de la ciudad de México, ingenuos cargados de dinero para comprar honguitos. Nada de eso nos sucedió, aunque muchos conocidos sí fueron víctimas de robos. De cualquier forma, para eso sí valía la pena el riesgo.
Había que ir obviamente en temporada de lluvias, pero aun fuera de ella era posible conseguir hongos secos, conservados en miel o en leche condensada. El efecto no era tan distinto de los hongos frescos o por lo menos yo no hubiera podido sentir la diferencia. En ese lugar había dos tipos de hongo: derrumbes y pajaritos. Los primeros eran un poco más gordos y potentes, bastaban unos cinco para un viaje, los segundos eran más delgados y se necesitaba alrededor de una docena para tener un efecto semejante. La dosis recomendada comúnmente (por fuentes tan improvisadas como arbitrarias) para tener un viaje es de 20 a 30 miligramos de psilocibina por cada 70 kilos de peso, lo que equivale a 2,5 a 4 gramos de hongos secos. Esto es lo que corresponde a una dosis “heroica”, capaz de disolver el ego y dar lugar a una experiencia espiritual según el autodenominado “profeta” de los alucinógenos, el etnobotánico, filósofo y autor que pasó a ser símbolo de la contracultura Terence McKenna (1946-2000). Ahora bien, las cantidades, como fui aprendiendo con la experiencia, eran bastante aleatorias, y lo que a una persona lo ponía a volar a otra podía no causarle efecto alguno.
En aquel tiempo uno podía tocar a una puerta, prácticamente cualquier puerta, y preguntar a quien abriera si tenían honguitos o sabían de alguien que tuviera. Con el tiempo comenzamos a reconocer a unos cuantos proveedores conocidos y confiables, pero no faltaba quien al ver llegar fuereños salía a la calle a ofrecer sus productos. Los hongos se venden usualmente por plato, que puede tener desde cinco hasta doce hongos, aunque esto varía. A veces llevábamos bolsas de ropa, objetos de todos tipos e incluso una bicicleta con la intención de hacer trueque. No recuerdo haber regresado ninguna vez con las manos vacías. En varias ocasiones regresamos con una bolsa de supermercado llena de hongos. Algunas veces se podía sentir la desconfianza de la gente local, otras había un desparpajo inmenso. En mi experiencia la transacción era meramente comercial, sin pretensiones rituales ni espirituales ni mucho menos terapéuticas. Nadie se ofreció a guiarnos en el viaje ni propuso hacer ceremonia alguna o cura mística, ni siquiera nos recomendaban cómo consumirlos ni ofrecían un lugar para hacerlo. La transacción era breve, eficiente y todo era para llevar. Lo usual era ir a algún lugar agradable del bosque en las cercanías o a la cañada a comerlos y a tener ahí el viaje. Otras veces regresábamos a la ciudad para consumirlos en alguna casa donde no hubiera padres ni figuras de autoridad. Hoy la situación ha cambiado, obviamente, aunque el riesgo de ser detenido, agredido, encerrado y chantajeado por la policía sigue vigente. Los precios han aumentado notablemente, como es lógico. Asimismo, debido al cambio climático y la sobreexplotación, hay cada vez menos hongos. Sin embargo, ahora son comunes los hongos cultivados y las cápsulas de psilocibina dominan el mercado. El consumo de hongos se ha vuelto algo más cercano a una ciencia exacta, aunque las cantidades y pureza de las sustancias aún sean cuestionables.
Psilocibina y ciencia
Después de años muy fructíferos de investigación en el campo de los alucinógenos a principios del siglo XX, la paranoia y obsesión conservadora de la Guerra Contra las Drogas, a partir de la era de Richard Nixon, impulsaron una serie de leyes y prohibiciones para detener y liquidar las líneas de investigación en el terreno de los estupefacientes y los alucinógenos, y amedrentar a los científicos que se dedicaban a eso. Esto coincidió con que la regulación de las farmacéuticas se volvió más exigente y que los experimentos con voluntarios presentaban numerosas complicaciones, a veces con potencial de presentar responsabilidades legales y posibles demandas. Hoy, aunque siguen existiendo restricciones, se vuelve a experimentar y a emplear substancias psicoactivas con diferentes fines en una variedad de instituciones de investigación, en clínicas y laboratorios en el mundo, con resultados prometedores. Aunque el conocimiento en esta materia es incipiente, las herramientas tecnológicas con que se cuenta ahora son muchísimo más poderosas y versátiles que las había en los años 60, basta mencionar la tomografía por emisión de positrones (PET) y la resonancia magnética funcional (fMRI). Estos recursos han venido a confirmar las propiedades benéficas de los alucinógenos para el tratamiento de adicciones, depresión, ansiedad y otras enfermedades.
La psilocibina interrumpe las conexiones normales del cerebro y establece nuevos contactos entre zonas que usualmente no se comunican entre sí
De acuerdo con algunos investigadores como Paul Expert, un físico del King’s College de Londres, la psilocibina interrumpe las conexiones normales del cerebro y establece nuevos contactos entre zonas que usualmente no se comunican entre sí. En un estudio en el que quince sujetos saludables fueron inyectados con psilocibina o con un placebo encontraron que “los resultados muestran que la estructura homológica de los patrones funcionales del cerebro sufre un cambio drástico post-psilocibina, caracterizado por la aparición de muchas estructuras transitorias de baja estabilidad y de un pequeño número de persistentes que no se observan en el caso del placebo”.
Y más adelante señala que dichos cambios no son transitorios ni desorganizados, sino que “el cerebro no se convierte simplemente en un sistema aleatorio después de la inyección de psilocibina, sino que conserva algunas características organizativas, aunque diferentes del estado normal, como sugiere la primera parte del análisis”.
Recientemente, investigadores del Imperial College de Londres utilizaron el fMRI en un grupo de voluntarios que recibieron dosis de LSD (que químicamente tiene semejanzas con la psilocibina). Encontraron que la droga reduce la actividad estándar del cerebro que filtra ciertos estímulos. De esta manera los alucinógenos abren la “válvula de reducción” de la mente para experimentar el mundo como lo hacen los bebés: sin filtros ni inhibiciones, lo cual recuerda la “percepción limpia” de la que escribe Aldous Huxley en su libro Las puertas de la percepción, refiriéndose a sus experiencias con mezcalina.
Así mismo, existe mucho interés en explorar, evaluar e incluso medir la influencia de los psicotrópicos en el estímulo del potencial creativo y de resolución de problemas. En cierta forma estamos viviendo un renacimiento de la psicodelia y una revolución del micelio (con lo que nos referimos a la estructura similar a una raíz que corresponde a la parte vegetativa que sostiene y alimenta a los hongos), una auténtica explosión de interés y esperanza al respecto de las promesas para la salud y las posibilidades de expandir horizontes mentales que ofrecen los hongos.
La ciberdelia
Hoy se sabe mucho más de estas sustancias psicotrópicas de lo que se conocía hace tres décadas. Y ese mundo está mucho más cerca de nuestras experiencias cotidianas en gran medida porque el mundo digitalizado e hiperconectado que vivimos hoy está fuertemente influenciado por visiones psicodélicas. Las experiencias que tenemos en la virtualidad y en línea constituyen una parte importante de nuestras vidas y son en buena medida el resultado de creaciones y diseños de programadores, ingenieros y visionarios que se inspiraron en sus experiencias alucinógenas y a menudo trataron de recrear con algoritmos y gráficos de polígonos la percepción aumentada de los psicotrópicos. Esto ha universalizado una estética alucinada (por llamarla de alguna manera) que es resultado de mezclas de estilos que pueden o no ser representaciones de lo visto, sentido y escuchado en viajes de psicotrópicos, pero que definitivamente viene a predisponer las percepciones de todo aquel que consume esas drogas.
La cultura de la microdosificación se ha convertido en un dogma para muchos, que apuestan que su creatividad se ve mejorada y expandida
Quizá ninguna industria ha adoptado el uso de alucinógenos con el fervor que lo han hecho los emprendedores, programadores, ingenieros e incluso inversionistas en el Valle del Silicio. La cultura de la microdosificación se ha convertido en un dogma para muchos, que apuestan que su creatividad se ve mejorada y expandida al emplear dosis de una quinta parte de la porción usual para un viaje de psilocibina o una décima parte de uno de LSD. James Fadiman, psicólogo y autor de The Psychedelic Explorer's Guide, que realizó algunos de los últimos experimentos legales en 1966 con ácido, como investigador de la Fundación Internacional para Estudios Avanzados, en Menlo Park, California, comenzó hace unos años a recopilar encuestas de profesionales que emplean protocolos de microdosificación para mejorar su rendimiento creativo. Fadiman cree que los resultados positivos de esta técnica se deben a que “con las drogas psicodélicas, que funcionan uniéndose al receptor de serotonina 5-HT2A del cerebro, se pueden ver patrones más fácilmente y pasar de la abstracción a la visualización”. La psilocibina es muy similar estructuralmente a la serotonina, que como sabemos es un neurotransmisor relacionado con el control de estados de ánimo, la conducta social, el sueño, la atención, la sexualidad, la locomoción y la respiración, entre otras funciones en los animales, incluyendo el humano. Es aún un misterio por qué un hongo evolucionó para crear compuestos similares a neurotransmisores. Se cree que los hongos evolucionaron estas sustancias para emplearlas como un mecanismo para protegerse de depredadores o que su objetivo sea influir en el comportamiento de los insectos u otros seres vivos para usarlos en su beneficio.
Probablemente es imposible demostrar que la psilocibina es una tecnología para hackear la mente o un dispositivo biológico que permite acceder a una red de conocimiento que se expresa verbal y visualmente. Sin embargo, esa es la mejor manera de entender cómo opera, ya que es una sustancia que actúa en varias fases o pasos para cumplir una función extremadamente específica y compleja. La barrera que impide abrirse a esa experiencia es el ego, el cual protege la individualidad. Al ingerir alucinógenos usualmente se pasa por una fase de euforia y vitalidad, en ocasiones se llega a un punto en que el ego se colapsa y es entonces cuando se tiene acceso a una red inacabable de sensaciones, información y quizá sabiduría. En un primer nivel los alucinógenos pueden mejorar los sentidos, afinar la vista, el oído, el tacto y el olfato. De esa manera mejoran nuestra destrezas de supervivencia y podría ser la razón por la que eran consumidos por nuestros ancestros. Pero en un nivel más alto los hongos parecen abrir compuertas de percepción, hacer legibles señales, patrones y lenguajes que normalmente están fuera de lo que podemos entender o siquiera registrar. Podemos tratar de comparar los efectos de los enteógenos (sustancias psicoactivas que inducen estados alterados, a menudo en contextos rituales o espirituales) con la realidad aumentada digital, la cual puede mostrarnos aspectos invisibles e información al superponerlos a la visión y sonido, así como con la realidad virtual, de la cual McKenna escribió que era “la tecnología que nos ayudará a mostrarnos nuestros sueños”. Él creía que en la ciberdelia (la fusión del ciberespacio y la psicodelia) “los artistas gobernarían porque el mundo estaría hecho de arte”, como dijo en una conferencia en Alemania. También dijo:
“Mi fantasía para la realidad virtual es usarla como una tecnología para objetivar el lenguaje. Porque si pudiéramos ver lo que queremos decir cuando hablamos sería una especie de telepatía. El método que usamos para comunicarnos ahora, pequeños ruidos bucales que se mueven a través del espacio como señales acústicas y que requieren de la consulta en diccionarios, no es una banda ancha de comunicación y, sin embargo, el mundo entero se mantiene unido por esos pequeños ruidos bucales y sus transducciones electrónicas en la radio, la televisión y demás”.
Terence McKenna y su hermano Dennis llegaron a la conclusión de que el cerebro humano se triplicó de tamaño en apenas un par de millones de años por comer hongos alucinógenos
Terence McKenna y su hermano Dennis llegaron a la conclusión de que el cerebro humano se triplicó de tamaño en apenas un par de millones de años por comer hongos alucinógenos que encontraban en la naturaleza. Entre ambos desarrollaron la teoría del stoned ape o bien del simio drogado (el juego de palabras es que Stone Age es Edad de Piedra y stoned significa drogado), que establece que la evolución de la conciencia del hombre moderno comenzó cuando el continente africano se secó y nuestros ancestros se vieron obligados a abandonar sus moradas para volverse nómadas y buscar comida en la sabana. Al hacerlo encontraron el hongo psilocybe cubensis, que alteraba la mente y que crecía en el estiércol de grandes mamíferos herbívoros. La psilocibina habría estimulado el rápido desarrollo de las capacidades de procesar información que dieron lugar al arte, el lenguaje y la creación de tecnologías. Comer hongos hizo que nuestra mente animal evolucionara y desarrollara la imaginación.
De ser cierta esta teoría, la cultura humana sería un producto secundario del consumo de hongos y quizá eso querría decir que el micelio nos ha manipulado desde los orígenes de nuestra especie e incluso antes de la aparición del homo sapiens. Podríamos imaginarlo entonces como una mente planetaria que se vale de otros organismos para llevar a cabo una agenda de largo plazo. Eso confirmaría la alucinación que tuve en mi segundo y último mal viaje, en el que veía al planeta entero como una red de “raíces” de hongos que formaba la corteza de la tierra. La imagen era poderosa y fascinante pero también inquietante y claustrofóbica. Más de cuarenta años después, sigo sintiendo las puntas de las redes de hifas acariciándome las plantas de los pies, recordándome que los humanos somos accesorios del micelio, al que debemos la razón, el imaginario y que no hay escape de su alcance.
Las puertas de San Pedro
A finales de los años 70, probé la mariguana. Mi consumo era por demás moderado. Era un fumador temeroso y tímido. Únicamente fumaba cuando estaba con los amigos que compraban y me convidaban o me regalaban un toquecito. No creo haber pagado por un guato (el...
Autor >
Naief Yehya
es pornografógrafo, ensayista y narrador.
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