LECTURAS
¿Los intelectuales deberían tener hijos?
Reseña del último libro de Juan Villoro, ‘La figura del mundo’ (Random House), en el que evoca la figura de su padre
Naief Yehya 11/06/2023
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En su más reciente libro, Juan Villoro se adentra en el terreno de lo desconocido: su padre, el filósofo, activista, embajador de México ante la UNESCO y militante zapatista, el catalán nacionalizado mexicano, Luis Villoro Toranzo. Como se aclara desde el principio, La figura del mundo no es una biografía formal, sino una búsqueda que arranca ominosamente con las palabras de una escritora amiga del autor que, sentada a su lado por coincidencia en un avión, lanza la sentencia: “Los intelectuales no deberían tener hijos”. Con su habitual estilo mordaz, incisivo, punteado de aforismos y sembrado de paradojas, Villoro recrea una vida a partir de memorias, de los momentos que pasó con su padre, de la lectura de su obra, de la vida pública de un hombre estoico que rehuía las relaciones personales, que era “ajeno a los besos y las caricias” pero creía en la comunidad. Para esto, el autor de la novela La tierra de la gran promesa echa mano de la evocación, que define como “desorganizar sistemáticamente el tiempo”.
Se trata de la historia de un hombre que para el hijo era un misterio, un padre filósofo que bien hubiera podido ser un agente secreto (ser filósofo es como pensar en secreto cosas que no se comunican mientras se vive en una realidad a la que se es, hasta cierto punto, ajeno) o un espía, que con los años y la vejez fue abriéndose, revelándose, especialmente al descubrir el verdadero sentido de comunidad (de la que antes escribió teóricamente) en la selva chiapaneca. Al hablar de su padre, Villoro en realidad hace una historia intelectual y política del México del siglo XX: del exilio español a la vida universitaria (Luis se tituló en la UNAM y fundó la UAM), de la militancia política a la matanza de Tlatelolco en 1968, de la prisión de Lecumberri (adonde fueron a dar los intelectuales y estudiante involucrados en el movimiento) a la “apertura democrática” en tiempos de Luis Echeverría, y del fútbol al levantamiento indígena zapatista de 1994. De manera semejante al explorar al padre, Juan Villoro se encuentra a sí mismo, “entrenado a suponer lo que mi papá sentía en secreto, yo me dediqué a la literatura”, y más adelante añade: “Me dedico a la literatura donde se aspira a escribir mejor de lo que se piensa y él se dedicaba a la filosofía, donde se piensa mejor de lo que se escribe”.
Al hablar de su padre, Villoro en realidad hace una historia intelectual y política del México del siglo XX
El libro es también una reflexión sobre el poder de la memoria, el olvido y la inevitable reinvención de los sucesos del pasado, para lo que el autor “debe volver atrás como si fuera otro, recuperando el rastro andado con pisadas ingrávidas, tentativas, exploratorias”. Es un recuento de transformaciones: la del hijo de la burguesía que estudia con los jesuitas y se vuelve socialista, la del catalán exiliado que llega a un país donde “nunca se adaptó del todo”, pero “el oprobio del caos” lo llevó a ser nacionalista. Así como Juan intenta interpretar al padre, Luis Villoro se entregó a descifrar el pasado al recuperar las palabras de los misioneros ilustrados que se pusieron del lado de la causa indígena y trataron de interpretar y proteger la historia prehispánica, esto resultó en su primer libro: Los grandes momentos del indigenismo en México. También reflexionó sobre las ideas que llevaron a la independencia y a entender las oportunidades perdidas de la revolución mexicana.
La historia de Luis Villoro es fascinante debido a sus obras y su enorme importancia en el terreno de las ideas, pero también es una manifestación de la experiencia del exilio y la relación entre España y México. El filósofo fue hijo de un médico de La Portellada, en las colinas de Matarraña, Miguel Villoro Villoro, y de María Luisa Toranzo, una descendiente de hacendados de San Luis Potosí, que huyó de la violencia y de una amenaza de ser raptada por un revolucionario. La joven llegó a Barcelona, donde se casó y nunca mostró gran interés por los hijos ni los asuntos familiares. Miguel murió joven y por la guerra civil enviaron a Luis, su hermano Miguel y su hermana María Luisa a estudiar a Bélgica. Más tarde, con la Segunda Guerra Mundial, la viuda decidió regresar a México con sus hijos, en un delirante doble exilio.
Juan Villoro trata de explicar y conciliar las extravagancias paternas con sus fallas (“Las dudas, los malos cálculos, las torpezas, las irritaciones comunes”), su frialdad (sólo una vez lo vio llorar y únicamente le dio un beso al cumplir veintiún años) y su insensibilidad (“Nunca fuimos un tema suficientemente profundo para él, pero podíamos llevarlo a otros temas”, dice el autor refiriéndose a sí mismo y sus hermanos). No hay condescendencia ni rencor alguno para ese “pariente lejano” que era alérgico al narcisismo, repudiaba la autopromoción, ignoraba los chismes y las historias personales y, sin embargo, le interesaban las posturas ideológicas y estaba convencido de que la izquierda debía ser “una forma de vida”. Luis Villoro apreciaba la soledad y valoraba la congruencia pero se casó varias veces, tuvo cuatro hijos y participó en numerosos grupos académicos, culturales y políticos, en una continua búsqueda de comunidad.
Luis Villoro encontró que llevar a su hijo Juan al fútbol era una estupenda manera de pasar el tiempo juntos, de aprender a ser padre
Luis Villoro descubrió lo que significaba tener hijos después de su primer divorcio. Fue entonces que encontró que llevar a su hijo Juan al fútbol era una estupenda manera de pasar el tiempo juntos, de aprender a ser padre y, si bien el juego en sí mismo no le interesaba tanto, era un excelente pretexto para la convivencia y para la filosofía, desde la reflexión sobre la fiesta hasta el respeto que se le debe al rival.
Entre todos los grupos en los que participó ninguno fue tan importante para el filósofo como el zapatismo, y en particular con el subcomandante Marcos (ahora Galeano) estableció una relación casi de paternidad, lo cual ponía a Juan en el extraño papel de hermano del revolucionario de pasamontañas (ambos son de la misma edad). La idea de un grupo que buscaba cambiarlo todo no para obtener el poder sino para poder desaparecer le fascinó, ya que estaba en sintonía con los personajes que más admiraba: Gandhi y Martin Luther King. Su cercanía al movimiento es, en cierta forma, una manera de cerrar un ciclo de vida intelectual que comienza con el estudio de Sahagún y Las Casas como interlocutores de los indios y termina con él mismo en un papel semejante: “El intérprete de los primeros intérpretes de los indios se convirtió en un testigo presencial”.
Los dos juicios más polémicos de Villoro que recoge del autor son hacia un político y un poeta. El primero es la desconfianza que le provocaba Andrés Manuel López Obrador, el actual presidente de México, de quien fue uno de sus seis asesores para la elección de 2006. Lo apoyó a pesar de que se quejaba de su renuencia a escuchar críticas, de su pesada carga de vicios heredados de sus años de militancia en el PRI y de que lamentaba que el activista tabasqueño no escuchara a nadie y tuviera una visión tan reducida de la realidad. “Estupendo para impugnar, no parecía muy interesado en impulsar el complejo tejido de transformaciones necesario para crear un gobierno de izquierda democrática”. A pesar de sus defectos, pensaba que era la mejor oportunidad de sacar del poder a los viejos partidos PRI y PAN. El segundo fue a Octavio Paz, a quien criticó fuertemente por haberse convertido en un personaje cercano al poder y a la empresa Televisa. El poeta que se había identificado con una variedad de disidentes a lo largo de su vida se había vuelto una contradicción viviente que “repartía favores y ejercía sanciones” hacia quienes lo elogiaban y criticaban. Cuando Juan le dijo a su padre que no estaba de acuerdo, ya que no se podía juzgar a Paz únicamente por esto, eso fue motivo de un distanciamiento, vio en él “un déficit moral”. Sin embargo, tras su muerte, le dejó a Juan las obras completas de Paz, en señal de reconocimiento, muestra de que era capaz de reconsiderar y literalmente ofrenda de paz. Otra de las líneas fulminantes y polémicas del libro es que Luis Villoro consideraba que “los europeos eran incapaces de deponer su visión colonial para interesarse en la inteligencia latinoamericana; apreciaban el realismo mágico en las novelas, las desmesuradas historias de dictadores y mariposas amarillas porque eso confirmaba que el nuevo mundo no era racional”.
Villoro concluye en el epílogo que, si bien pensaba escribir sobre su padre, en realidad escribió sobre su madre
Luis Villoro murió apaciblemente el 5 de marzo de 2014. Después de muchos debates, sus hijos decidieron que la mitad de sus cenizas fueran a la iglesia de los dominicos, en el Centro Cultural Universitario, y la otra mitad al caracol número 2 en Oventik, en territorio zapatista.
El epílogo del libro es particularmente revelador, ahí Villoro concluye que, si bien pensaba escribir sobre su padre, en realidad escribió sobre su madre, Estela Ruiz Milán, psicoanalista y directora del centro de teatro infantil del Instituto Nacional de Bellas Artes, y de la visión que ella tuvo de quien fue su marido por diez años. La última parte es un diálogo entre el autor y su madre que inyecta una extraordinaria vitalidad al recuento. La madre y exesposa habla con desinhibición del amor, las expectativas, las frustraciones y la nostalgia por lo que no fue. También habla con cariño y respeto del padre de sus hijos, a quien aún le tiene un “altar” en casa. Esto añade la contraparte y completa el relato de una vida intensa y compleja. Aquí ella irónicamente se refiere a los hijos como “esos parientes lejanos”, esos seres que se van volviendo desconocidos.
Juan Villoro escribe: “Ser hijo significa formar parte del ensayo y el error. Los borradores que llevan a la versión que la posteridad juzgará definitiva”. Esto probablemente no sea una respuesta definitiva a la afirmación inicial de que los intelectuales deberían abstenerse de la reproducción humana, pero sin duda es una forma de aceptar tanto el riesgo de ser padre como la condena de ser hijo. La sentencia es invalidada por el propio Juan Villoro y por Inés, su hija, quien desde los seis años tuvo la sabiduría para convencer a su abuelo (un hombre que no cambiaba de opinión fácilmente) de que la prohibición del chocolate y el vino que le habían impuesto por su salud (tras un derrame cerebral) tan sólo reflejaba la necesidad de dosificar algo precioso y no era una señal de desconfianza en su sensatez.
En su más reciente libro, Juan Villoro se adentra en el terreno de lo desconocido: su padre, el filósofo, activista, embajador de México ante la UNESCO y militante zapatista, el catalán nacionalizado mexicano, Luis Villoro Toranzo. Como se aclara desde el principio, La figura del mundo no es una...
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Naief Yehya
es pornografógrafo, ensayista y narrador.
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