BELICISMO
Veinte años de guerra imbécil: la caprichosa destrucción de Irak
La invasión fue una venganza personal de Bush Jr., que contó con la complacencia de un grupo de extremistas beligerantes que querían transformar el mundo de acuerdo con sus perversas fantasías ideológicas
Naief Yehya 9/04/2023
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Han pasado veinte años desde el 20 de marzo de 2003, fecha en que dio inicio la invasión estadounidense de Irak. Esta atroz aventura militar puso en evidencia el poderío del aparato militar estadounidense para ganar una guerra, así como la incapacidad, arrogancia e improvisación de la Casa Blanca y el Pentágono para proteger a la población, restablecer servicios, reactivar la economía o establecer un sistema democrático bajo su ocupación. El avance terrestre inicial de las fuerzas estadounidenses y su coalición fue devastador. El ejército Irakuí colapsó sin casi oponer resistencia. El desgaste de la guerra contra Irán (1980-1988), años de sanciones occidentales por la invasión a Kuwait (1990), la corrupción y la gran desilusión popular con las instituciones fueron los causantes de que la defensa del país fuera tan endeble. Las fuerzas de ocupación disolvieron lo que quedaba del ejército y el partido Baaz, dos instituciones que, a pesar de su autoritarismo y grandes problemas en todos los rubros, daban coherencia a la vida social y no fueron reemplazados con nada medianamente operativo. El país quedó devastado y los torpes e inconsistentes esfuerzos para su reconstrucción fueron una oportunidad de oro para los mercaderes y especuladores de la guerra para enriquecerse. Casi nadie habla de los 600.000 millones de dólares del tesoro nacional Irakuí que simplemente desaparecieron en los años de la ocupación.
La guerra de Bush Jr. primero fue justificada como un castigo a Sadam Hussein por haber estado involucrado en los ataques del 11 de septiembre de 2001 (lo cual era mentira), después fue explicado por la necesidad de eliminar el arsenal de armas de destrucción masiva del régimen de Bagdad (que tampoco existían), y finalmente fue presentada como una oportunidad para democratizar Irak (una misión que ha sido un desastre). Lo que sucedió fue que la guerra desató un cataclismo planetario que desequilibró el Medio Oriente y tuvo consecuencias en todo el planeta. Este era el sueño húmedo de un grupo de ideólogos del grupo Project for a New American Century (PNAC) que llegaron al poder con Bush y que no tenían otra obsesión que reconfigurar el orden geopolítico mundial en la era post Unión Soviética. El PNAC ya había revelado en el año 2000 que eliminar a Hussein requeriría de algún evento catastrófico y catalizador como “un nuevo Pearl Harbor”. Meses antes de los ataques del 11 de septiembre, el secretario de Defensa del presidente George Bush, Jr., Donald Rumsfeld, escribió un memorándum sugiriendo la necesidad de una política más agresiva en contra de Sadam Hussein para llevar a cabo un cambio de régimen en Irak y poner a Estados Unidos en una posición más ventajosa en la región. No es un secreto que no había pasado ni una semana de la destrucción del World Trade Center en Manhattan y del ataque contra el Pentágono en 2001 cuando Bush Jr. pidió que se relacionara a Hussein con Osama bin Laden y comenzaran las preparaciones para lanzar una guerra contra Irak. El presidente deseaba terminar lo que su padre no logró en su Guerra del Golfo: eliminar a Hussein y tomar Bagdad. El único problema que tenían Bush y su grupo de neocones era que tenían que convencer a una nación que no veía la necesidad de una nueva guerra. Para eso lanzaron una abrumadora campaña de propaganda bélica y desinformación en la que contaban con la complicidad de los principales periódicos y medios electrónicos. En varias ocasiones, el propio grupo cercano a Bush filtraba información falsa (a menudo con ayuda de exiliados Irakuíes) a los medios, especialmente a The New York Times y The Washington Post, y después miembros del gabinete aparecían en los programas políticos de la televisión a comentar lo que “habían leído”. Los casos más flagrantes fueron cuando el vicepresidente Dick Cheney y la secretaria de Estado Condoleezza Rice repitieron las “revelaciones” que su propio personal había suministrado y habían sido publicadas por Judith Miller y Michael Gordon. De esta forma crearon un auténtico círculo vicioso.
Bush deseaba terminar lo que su padre no logró en su Guerra del Golfo: eliminar a Hussein y tomar Bagdad
La gran mayoría de los periodistas liberales de los medios prestigiosos apoyaron la guerra, e incluso intelectuales de la talla del gran contestatario Christopher Hitchens estuvieron de acuerdo con la “liberación” de Irak. El autor del discurso en el que Bush llamaba a Corea del Norte, Irán e Irak “el eje del mal”, David Frum, sigue pregonando hasta hoy las mismas mentiras en las páginas de The Atlantic (cuyo editor, Jeffrey Goldberg, fue uno de los periodistas más entusiastas de la guerra), al afirmar que sí había armas de destrucción masivas en Irak. Hay que señalar que ni Bush ni Rumsfeld anunciaron nunca haber descubierto este supuesto armamento, con lo que tuvieron que aceptar en silencio su “error”. No hay duda que de haber existido el menor indicio que pudieran hacer pasar por las armas buscadas lo hubieran aprovechado. El argumento de Frum es que se encontraron 5.000 municiones químicas o biológicas de los años ochenta. Esto era obviamente un lote perdido e inoperable, sin valor estratégico, que quedó olvidado después de que el régimen de Hussein entregara a los inspectores de armas y destruyera lo que le quedaba en su arsenal de los cientos de miles de municiones químicas que usó en su guerra contra Irán. El número y la condición de estos misiles no justificaban lanzar una nueva campaña propagandística que hubiera dado lugar a más investigaciones, escepticismo y a una mayor humillación para un régimen que había perdido toda credibilidad. Bush y su equipo prefirieron ignorar el asunto y esperar que en la mente de la gente quedara la idea de que Hussein tenía estas armas. No obstante, Frum, en su necedad por reivindicar lo imposible, decidió darles uso para justificar ante sus lectores su miserable postura ante la guerra. El propio Charles Duelfer, asesor en jefe de la CIA para armas de destrucción masiva en Irak, declaró que eso no era un “arsenal” sino residuos inútiles de los cuales ni siquiera el propio Hussein tenía conocimiento. No es muy difícil perder de vista el armamento, considerando que Estados Unidos perdió 1,2 mil millones de dólares en material tan sólo en el primer año de su invasión a Irak. Una comisión presidencial determinó en 2005 que la información de inteligencia sobre armas de destrucción masiva en Irak era completamente errónea y carecía de la más mínima evidencia.
La campaña de desinformación, que analicé en mi libro Guerra y propaganda (Paidós, 2003), fue un éxito inicialmente ya que, si bien hubo manifestaciones multitudinarias en Estados Unidos y muchos otros países en contra de la guerra, lograron convencer a más de la mitad de la población de que Hussein era responsable de los ataques del 11 de septiembre y de que tenía armas de destrucción masiva. Dos décadas después del anuncio televisivo de Bush en el que dijo que el objetivo de su ataque era “desarmar a Irak, liberar a su gente y defender al mundo de mayores peligros”, aún hay alrededor de 2.500 soldados estadounidenses y un gran número de contratistas estacionados en Irak, los servicios siguen en ruinas, y ha muerto mucha más gente en esa guerra y sus consecuencias que en el ataque de las torres gemelas, el Pentágono y el vuelo 93 que fue derribado sobre Pennsylvania.
Marines estadounidenses escoltan a prisioneros enemigos en marzo de 2003. Fuente: Wikimedia Commons
Esta fue probablemente la campaña propagandística más ambiciosa de la historia reciente y llama la atención que se llevó a cabo antes de la popularización de esos medios de desinformación masivos que pueden ser las redes sociales. El gobierno logró controlar el discurso y marginar prácticamente todas las opiniones disidentes. En los diferentes medios, especialmente televisivos, suspendieron o despidieron a quienes no seguían la línea probélica y censuraron a cualquiera que tuviera el menor cuestionamiento de la línea oficial. Una vez que se inició la invasión, los medios mantuvieron su actitud beligerante y su apoyo al gobierno. Mientras, en Irak la prensa era controlada con su sistema de prensa integrada (embedded press) que venía perfeccionándose desde la primera Guerra del Golfo Pérsico (con un antecedente en la guerra de las Malvinas) y que consistía en enseñarles a los reporteros sólo lo que sirviera a la narrativa oficial. Las autoridades invasoras montaron un gobierno en el que estaban representados proporcionalmente los principales grupos étnicos y religiosos: chiítas (a quienes correspondía el puesto de primer ministro), sunitas (quienes aportaban el portavoz de la cámara) y kurdos (a los que les tocó asignar el papel ceremonial del presidente). Esto, que parecía un avance hacia la igualdad y la justicia, en realidad provocó más sectarismo y divisiones que se han acentuado en las últimas décadas. En cambio, la inoperancia, corrupción y represión son abundantes.
Hoy, al ver las escenas de la guerra de invasión rusa en Ucrania, podemos tener un contrapunto de la manera en que se cubre una guerra de agresión en la que los civiles son victimizados por las fuerzas invasoras. En el caso de Irak, los medios estadounidenses optaron por mostrar la “cara amable” de la ocupación y evitaban enseñar la muerte y el horror que sembraban los bombardeos y tropas. Así, en las pantallas y primeras planas repetían sin cesar las mismas imágenes de gente derribando una estatua de Hussein, personas saludando y vitoreando a las tropas estadounidenses y el vuelo de los misiles supuestamente inteligentes en dirección a causar muerte y destrucción. El tono triunfalista no cambió ni siquiera cuando aceptaron que no iban a encontrarse armas de destrucción masiva, ni cuando estalló una guerra civil y sectaria devastadora que provocó cientos de miles de muertes (a pesar de que Bush Jr. Había anunciado que la “misión había sido cumplida”). En un artículo con motivo del vigésimo aniversario de la guerra, Alissa Rubin, de The New York Times, escribe sobre los errores de los políticos y militares (“20 años después de la invasión estadounidense, Irak es un lugar más libre pero aún desesperanzado”), pero no hace ni una sola mención de la gran responsabilidad que tuvo ese periódico. Ante los acontecimientos que tienen lugar en Ucrania desde 2022 y los obvios paralelos con las acciones estadounidenses, los medios no han reconocido haber traicionado sus objetivos e ideales. La credibilidad de la prensa se desmoronó entonces, con lo que comenzó un proceso de desconfianza y escepticismo en las instituciones informativas más consolidadas y prestigiosas. Esto fue un elemento que Donald Trump supo integrar a su campaña y presidencia al denunciar la labor de los medios como fake news y erosionar su ya de por sí desprestigiada reputación.
En el caso de Irak, los medios estadounidenses optaron por mostrar la “cara amable” de la ocupación
Oficialmente se habla de 500.000 civiles (otros conteos llegan a rebasar el millón) y 4.500 soldados iraquíes muertos en los años de conflicto, así como 8.500 soldados, contratistas y personal estadounidenses que perdieron la vida. 300.000 soldados volvieron a casa con estrés postraumático o lesiones severas. Entre 2001 y 2022, el promedio anual de suicidios de veteranos estadounidenses de la guerra fue de 6.300. Se calcula que alrededor de nueve millones de iraquíes fueron desplazados interna o internacionalmente, según el conservador reporte de Brown University. Además, uno de los datos más ignorados es que se estima que uno de cada diez iraquíes quedó discapacitado. La guerra y el caos subsiguiente sentaron las condiciones para la formación del Ejército Islámico, ISIS o Daesh, lo cual fue otra catástrofe que tuvo repercusiones sangrientas en todo el planeta. La guerra, que Rumsfeld (quien murió plácidamente el 29 de junio de 2021, sin haber sido jamás juzgado por crímenes contra la humanidad) aseguraba no duraría ni seis meses y no costaría jamás mil millones de dólares, ha costado más de dos billones de dólares en dos décadas. Si él no tuvo que enfrentarse a la justicia, mucho menos lo harán los tres líderes que tienen la mayor responsabilidad de esta inmensa desgracia: Bush, Jr. Tony Blair y el líder australiano John Howard.
Las consecuencias de la guerra de Irak son numerosas y podemos ver cómo han afectado también a la política estadounidense, donde la oposición a la guerra fue uno de los factores que llevaron a dos outsiders a la presidencia. La postura antibélica de Barack Obama fue fundamental para que llegara a la presidencia en 2008 (aunque una vez en el poder extendió y amplificó la guerra). Y en 2015 también Donald Trump usó de manera oportunista su rechazo de esa guerra para desprestigiar a sus rivales y el legado de Bush. Trump llegó a declarar que la guerra era “un tremendo perjuicio para la humanidad”, aunque una vez en el poder dio libertad a “sus generales” para bombardear y asesinar en Yemen, Siria, Afganistán, Irak y Libia sin tener que rendir cuentas. Trump, un hombre que rechaza la experiencia y a los expertos, hizo campaña antes y después de ganar la presidencia para ridiculizar a los neocones, quienes supuestamente eran expertos en política internacional, por ser responsables del fiasco que fue esta guerra.
Estados Unidos no tuvo el menor problema en violar las leyes internacionales y burlarse del Consejo de Seguridad de la ONU. Los países que se oponían a la invasión de Irak en gran medida permanecieron en silencio. Eso dio la pauta y licencia a otros países para atacar a sus enemigos, desde Putin en Chechenia, Georgia, Siria y ahora Ucrania, hasta la radicalización de los gobiernos israelíes y el aumento de la tensión de China hacia Taiwán. Si la principal potencia del mundo se permitía acciones brutales, criminales y sin sentido, cualquiera podía hacer lo mismo. Lo que hoy queda claro es que la invasión de Irak debía ser el primer paso en una serie de guerras. El catastrófico resultado por lo menos retrasará (es difícil creer que eliminará) esas campañas militares. La guerra dañó la reputación estadounidense, lo cual quizá no hubiera tenido la menor importancia debido a su hegemonía y enorme poderío militar, pero, en estos momentos en los que Rusia ha imitado su desfachatez, muchos apoyan a Putin simplemente por actuar en contra de la Casa Blanca y la OTAN.
Veinte años después del inicio de la invasión, el Senado estadounidense votó para derogar la autorización para el uso de fuerza militar de 2002. Esta iniciativa ahora tiene que ir a la Cámara de Diputados a votación. De ser aprobada, el presidente de turno tendrá que someter cualquier iniciativa bélica al Congreso y no podrá simplemente tomar la decisión de emplear al ejército como hizo Obama para justificar sus bombardeos en contra de ISIS, entre otras acciones, o Trump al ordenar el asesinato mediante un ataque de dron del general Qasem Soleimani en 2020. Lo verdaderamente aterrador y primitivo de esta guerra es que fue decidida como un capricho, como una venganza personal de Bush Jr., quien contaba con la complacencia de su gabinete y un grupo de extremistas beligerantes que soñaban transformar el mundo de acuerdo con sus perversas fantasías ideológicas.
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Naief Yehya es un periodista, escritor y crítico cultural mexicano.
Han pasado veinte años desde el 20 de marzo de 2003, fecha en que dio inicio la invasión estadounidense de Irak. Esta atroz aventura militar puso en evidencia el poderío del aparato militar estadounidense para ganar una guerra, así como la incapacidad, arrogancia e improvisación de la Casa Blanca y el Pentágono...
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Naief Yehya
es pornografógrafo, ensayista y narrador.
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