Anarquía relacional
Cumplir o fallar. Por la abolición de la patria potestad
Podríamos pensar en tantas otras formas antropológicas de lo familiar, de lo humano, que nos recuerdan la insignificancia del derecho romano frente a la inextinguible potencia de la vida en la tierra
Eva Fernández 20/06/2023
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[Con la reciente ley de familias paralizada por el adelanto de las elecciones, en este espacio destinado a la anarquía relacional, abordamos los vínculos consanguíneos clamando contra su uso para fines patrimoniales y de sometimiento. En el horizonte el lema de Donna Haraway: “Make kins, not babies” que nos invita a relacionarnos no con el humano infantilizado, sino a generar parentescos, vínculos constitutivos con la vida en sus múltiples formas.]
Todo cambia, pero ¿y la familia? Pues menos de lo que parece. Una institución: la patria potestad parece inmune al paso de los siglos, anclada en nuestro ordenamiento jurídico y social con raíces que se remontan al menos a principios del siglo VIII a.C. La nueva ley de las familias no la toca, ya que es en el Código Civil donde se registra, fundamentada en el derecho romano, base del ordenamiento jurídico de gran parte de Europa y de América Latina.
En el Título VII de dicho código, bajo epígrafe “De las relaciones paterno filiales”, el artículo 154, “De los padres”, señala: “Los hijos e hijas no emancipados están bajo la patria potestad de los progenitores. La patria potestad, como responsabilidad parental, se ejercerá siempre en interés de los hijos e hijas, de acuerdo con su personalidad, y con respeto a sus derechos, su integridad física y mental”. La miríada de concreciones que la patria potestad recoge pasa por “1.° Velar por ellos, tenerlos en su compañía, alimentarlos, educarlos y procurarles una formación integral. 2.° Representarlos y administrar sus bienes”. A continuación, el artículo 155, “De los hijos”, recoge que estos por su parte deben “1.° Obedecer a sus padres mientras permanezcan bajo su potestad, y respetarles siempre”.
En suma: una relación que va de someter al hijo a obediencia y respeto, recordando a los padres que han de ejercer la patria potestad en interés de sus hijos, respetando sus derechos e integridad. ¿Sobrecoge o no?
La patria potestad te la explican los abogados cuando procuras activar formas de crianza alejadas de una concepción de la familia basada en vínculos de pertenencia y sometimiento. “Es complejo de explicar”, suelen decir los juristas. Para empezar, a la patria potestad no se puede renunciar, tampoco compartir. Un padre puede delegar la guardia y custodia en otras personas, pero el guarda y el custodio nunca será más que alguien que está ejerciendo de prestado un poder que nunca tendrá, porque cuando los detentores de la patria potestad quieran, se cepillan al guarda y custodio. Es un drama de familias de acogida, de parejas reconstituidas, de crianzas elegidas. Solo en caso de incumplimiento grave, reiterado y voluntario, la patria potestad puede ser arrebatada, concretamente por un juez, que decidirá por cuánto tiempo priva al progenitor de ese derecho, que en cuanto haya oportunidad puede serle restituido.
A la patria potestad no se puede renunciar, tampoco compartir
Como madre portadora de una patria potestad, me hace sospechar un poder que te inviste, que solo te puede ser arrebatado por otro poder, un poder de obligado ejercicio y frente al que solo puedes cumplir o fallar. Solo lo comprendo si atiendo a que, ante la crianza de una vida, lo que venimos civilizatoriamente poniendo por delante es la “fuerza”.
En Echar raíces, Simone Weil identifica el empeño en la “fuerza”, cuya raigambre rastrea en Occidente y a través de los siglos en el derecho romano, como uno de los males que nos impiden arraigarnos en la vida y nos corroen como sociedad. Hasta el mismo prologante de la edición del libro en Trotta ya intenta corregirla. Y es que la máquina de producción de sentido que ha sido “lo romano” resulta atronadora.
La máquina de producción de sentido que ha sido “lo romano” resulta atronadora
Frente al derecho romano aparece, sin embargo, Cenicienta, un cuento sostenido por siglos también, y que afirma que no solo se puede sobrevivir a una crianza infernal, sino que se puede desde ahí llegar a convertirte en la mejor persona, la más bella, la más justa. Podríamos pensar también en las criaturas criadas por lobos y en tantas otras formas antropológicas de lo familiar, de lo humano, que nos recuerdan la insignificancia del derecho romano frente a la inextinguible potencia de la vida en la tierra.
Porque, ¿qué necesita la vida? Los plazos imperiales se hacen ridículos, el antropocentrismo y sus formas de conocimiento más reputadas también. En el libro Una revolución en la evolución, la bióloga Lynn Margullis nos recuerda que los humanos somos unos recién llegados al planeta, menos de un 1% de su tiempo. La mayor parte de la historia de la vida ha sido microbiana y su tendencia dinámica fundamental ha sido la “simbiosis mutualista”. Frans De Waal, considerando solo los 200 millones de años de evolución mamífera, plantea que “las hembras sensibles a sus retoños dejaron más descendencia” de forma que ni tan siquiera hemos de elegir ser empáticos, “simplemente lo somos”.
Atendamos al origen del sintagma “patria potestad”. Si decimos potestad, estamos haciendo girar el vínculo paternofilial alrededor de una idea de poder como dominio sobre alguien y algo. Etimológicamente, “patria” remite al vínculo (jurídica o socialmente consolidado) con los antepasados, con expresiones variadas y que en el uso actual refieren principalmente a la tierra patria. Su campo de referencias nos ofrece un concepto “viril”, dominado por las figuras del pater/patrón/patriarca, y también, cómo no, del patrimonio. De un domus, una relación de propiedad privada e incuestionada bajo la que pueden encontrarse mujeres, esclavos, animales, objetos o incluso el uso de las vidas de sus hijos.
En el artículo del catedrático Guillermo Suárez Blázquez que aborda los orígenes de la patria potestad, narra la evolución de esta a partir de un derecho reconocido en exclusiva a aquellos que gozaban de ciudadanía romana. Resuena con todo el funcionamiento de nuestra sociedad desde lo político hasta lo económico o social. La patria potestad cimentó esa primera ciudad “fundada por varones, ciudadanos romanos, que fundan familias y sobre su unión, la patria”. Y esa es la rueda del hámster en la que seguimos girando.
El derecho romano articuló una base normativa con leyes que parten de descripciones de comportamientos destinados a someter lo humano a un orden que muta para lograrse consuetudinario, es decir, su base es la costumbre, la aceptación social y la repetición como prueba de validación. Lo sepamos o no, lo queramos analizar o no, la patria potestad la aceptamos y validamos constantemente. Da igual que sea en familia heterodisidente o reconstituida, da igual la etiqueta que le pongas: como ratas seguimos jugando a girar la rueda. Siglo tras siglo.
En Argentina, que heredó esta figura a través de la colonización, cambiaron el término y a la patria potestad le llaman “responsabilidad parental”. En el texto de motivación del cambio recuerdan que no podemos ver a los hijos como objetos de protección, sino como sujetos de plenos derechos, y hacen un llamado a la democratización de las familias.
No quiero frivolizar ni simplificar, aunque tampoco hay que engañarse. La razón no lo puede todo y “razonar” implica restar complejidad. Solo intento que pensemos que los conceptos se crean para solucionar problemas, y si seguimos pensando la patria potestad como algo intocable, quizás sea porque seguimos sintiéndonos tan amenazados como aquellos primeros páters. Insisto: la rueda del hámster no deja de girar porque se concediera también a la madre la patria potestad o se liberara al esclavo del domus. La potestad lo que expresa es que la fuente del poder nace del sometimiento de otro, del dominio de una persona sobre otra, o sobre algo. El dominio como motor, ese es el problema que tenemos que solucionar.
El dominio como motor, ese es el problema que tenemos que solucionar
Desde luego, el hecho de que las patrias potestades den tanta paz social implica que tememos a la vida. Porque procuramos dominar lo que tememos. Yo tengo una cruzada contra el terror, el miedo, todo susto en la información y en las ficciones. Esa proliferación de asesinos, de malos de película, de enemigos útiles y chivos expiatorios, del relato del horror expresado en todas las facultades.
Simone Weil escribió Echar raíces, su último libro, con la voluntad de inspirar a un pueblo en el combate contra el nazismo. Y allí advirtió que Hitler era un culmen de un modo de operar que procedía directamente de esa lógica del derecho romano y que también operaba en el Estado moderno francés. Insistía en que “concebir la patria como un absoluto que el mal no puede mancillar es un absurdo que salta a la vista”.
Weil destaca un pasaje del Mein Kampf en el que señala su lectura del cosmos como un lugar donde “la fuerza reina en todas partes sola y como dueña de la debilidad que obliga a servirla dócilmente o ser aplastado”. Subraya ella esa concepción donde “la fuerza es el dueño único de todos los fenómenos de la naturaleza y los hombres pueden fundamentar en la justicia reconocida por medio de la razón sus relaciones mutuas”.
Simone Weil situaba los derechos por detrás de las obligaciones que habrían de derivarse de un ejercicio de discernimiento de las necesidades vitales del ser humano. Ahora bien, esas obligaciones “trascienden lo humano”, aunque “los hombres del 1789 que solo admitían cosas humanas” quisieron instaurar principios absolutos cayendo en una “confusión de lenguaje e ideas hoy activa”. Ella creía en un orden que, aunque no comprendamos, no debemos de cejar en el intento de atenderlo en búsqueda de la verdad. Una verdad activa, una actuación sobre el mundo que busca arraigar en él y recibir la totalidad de la vida de los medios de los que formamos parte. La patria, con sus derechos humanos incluidos, para Weil pide infinitamente, aun siendo finita. Y al igual que los vicios, la patria nunca puede calmarse. Siempre pide más.
Cuando seguimos escribiendo sobre familia, amor, crianza, tenemos que recordar no volver a caer en ejercicios de idolatría
Weil decía algo que aún me cuesta entender. Eso de que la verdad, para ser verdad, ha de ser justa. Y que no se trata de conjurar todo el tiempo la debilidad con la fuerza, sino que se trata de buscar la verdad y hacer el bien, puesto que “es falso que no haya vínculos entre la belleza perfecta, la verdad perfecta y la justicia perfecta; hay algo más que vínculos: hay una misteriosa unidad, pues uno es el bien”.
Así pues, cuando seguimos escribiendo sobre familia, amor, crianza, tenemos que recordar no volver a caer en ejercicios de idolatría. Idolatría, afirmo, es fascinarse porque una ley de las familias nombre la heterodisidencia o que nos andemos enfrentando por etiquetas identitarias, olvidando que el principio rector, el código civil, sigue legitimando la imposición de la “fuerza”.
No llamo pues a odiar al padre ni el patriarcado; tampoco a destruir a la familia, como si eso fuera posible sin transformar la patria. Weil advertía de la increíble capacidad movilizadora de los móviles mezquinos. Y así es. Pruebas todas: desde esta insoportable polarización social en la que nos hallamos, hasta lo sencillo que nos resulta encontrar el fascismo solo fuera de nuestras propias prácticas. De ahí que haya que estar atentas, muy atentas, para aprender de nuevo, para hacer vínculos, parentescos inesperados que nos enseñen a querer sin dominio; a saber que lo que no poseemos, no está perdido. Hemos de abandonar esa arrogancia de especie centrista, ser honestas, humildes, arraigarnos en la vida y… echar raíces.
[Con la reciente ley de familias paralizada por el adelanto de las elecciones, en este espacio destinado a la anarquía relacional, abordamos los vínculos consanguíneos clamando contra su uso para fines patrimoniales y de sometimiento. En el horizonte el lema de Donna Haraway: “Make kins, not babies” que nos...
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