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Querida comunidad contextataria:
La noticia saltó a los medios hará cosa de una semana, aunque pronto pasó sin pena ni gloria más allá de algunos comentarios en las redes sociales: la recién reelegida presidenta de la CAM, Isabel Díaz Ayuso, se ha cepillado de un plumazo el bachillerato nocturno presencial a partir del curso que viene. Mantiene la modalidad a distancia. Todavía.
El bachillerato nocturno –que de momento se sigue ofreciendo en nuestro país en los institutos públicos, y siempre con matrícula gratuita– fue concebido e implantado para no tener que sacar a empujones de la vida precisamente a toda esa gente a la que la vida ya le está pasando por encima como una apisonadora. Por lo general, los requisitos para matricularse en estas clases vespertinas son, o bien ser mayor de 18 años, o bien ser un menor de edad con un contrato laboral incompatible con asistir a las clases diurnas. Es un bachillerato para personas que necesitan una segunda oportunidad o para niños –con 16 años una es legalmente una niña– que no pueden contar con el sostén económico familiar y necesitan trabajar para sobrevivir.
Como bien sabrán muchos de ustedes, compatibilizar trabajo y estudios es bastante duro, y a menudo implica tener que robarle muchas horas al sueño, a la vida social, a la familia o simplemente a hacer cosas más apetecibles en ese momento. Es una renuncia voluntaria, sí, pero precisa de altas dosis de motivación para llevarse a cabo y mantenerse en el tiempo. Y también se necesita suerte, porque si en ese frágil equilibrio irrumpe de pronto una enfermedad, un imprevisto, una desgracia económica o cualquier otro pequeño hándicap extra, la cosa muy probablemente se irá al traste. En el caso de los estudiantes adultos, tampoco es nada sencillo recuperar con éxito el hábito de estudio después de unos años sin haber estado sometida a los requerimientos de los profesores, el horario escolar y la vida académica en general. La costumbre y la facilidad para concentrarse en las tareas se pierden con el tiempo. Yo misma podría hablar largamente sobre el miedo a estar desarrollando un grave deterioro cognitivo que me persiguió durante muchos meses cuando me dio por volver a abrir los manuales y libros de texto después de una década sin tocarlos. Pero ese no es el tema ahora.
Digámoslo claro: una no puede andar dando discursitos sobre la meritocracia y la cultura del esfuerzo –dos de los grandes bastiones morales de la derecha y de no pocos rojipardos– y luego fulminar sin sonrojarse el bachillerato nocturno presencial. Sospecho, además, que esto podría ser el paso previo a cargarse también la modalidad online y acto seguido privatizar estos estudios básicos por la vía de los hechos, como ya ha sucedido con la formación profesional en los últimos años.
Recordemos, por si algún lector despistado no se aclara con las leyes educativas actuales, que el título de bachillerato, aunque no forma parte de la educación obligatoria, es imprescindible para entrar en la universidad y/o acceder a la formación profesional de grado superior. Incluso se exige en muchas oposiciones. No es ninguna broma no contar con él. Los mismos neoliberales desquiciados que llevan décadas tratando de convencernos –y por desgracia con bastante éxito– de que el lugar que ocupamos en la sociedad nos viene dado de manera natural en función de nuestro talento y esfuerzo, se divierten cínicamente poniendo palos en las ruedas de aquellos que más pelean por sobrevivir y salir adelante.
Desde la crisis de 2008 –o quizá un poco antes– uno de los mantras más repetidos entre la gente joven con formación universitaria es que sus títulos no valen para nada. Por supuesto, entiendo la frustración de alguien que ha dedicado muchos años de su vida a acumular grados, cursos y másteres, o ha pasado veranos enteros matriculada en intensivos practicando las diferentes pronunciaciones de la ese en alemán –el inglés se da ya por descontado– para luego descubrir que va a cobrar mil euros por meter cincuenta horas semanales en cualquiera de esas empresuchas dirigidas con mano de hierro y cerebro de mosquito –ponga usted aquí el nombre de la primera que le venga a la cabeza–.
Pero si hay algo todavía más inútil que un título universitario en la España de 2023 es no tener ningún título. Fíjense, incluso a Froilán le compró su abuelito un título en no sé qué memeces empresariales para pijos. Un título –universitario, de formación profesional, de idiomas, lo que sea– es casi equivalente a tener un DNI en vigor. En su ausencia, una difícilmente se puede presentar en sociedad como un ser humano, quedando relegada para siempre a la categoría de neountermensch que manejamos ahora: podrá ser cajera, camarera, limpiadora, cuidadora y poco más. Persona, desde luego, no.
En teoría escribimos estas cartas a nuestros lectores para subirles un poco el ánimo, darles buen rollito o agradecerles su apoyo a nuestra revista. Pero yo no puedo evitar estar preocupadísima últimamente cuando pienso en la que nos puede caer encima si las cosas no salen bien tras el próximo 23 de julio. Más allá del alarmante retroceso de derechos que podrían sufrir las mujeres, los trabajadores o las personas del colectivo LGBTI –como ya está ocurriendo en la Italia de Meloni–, existen también pequeñas mezquindades como la del bachillerato que pasarán casi desapercibidas para los medios de comunicación, pero pueden tener efectos devastadores sobre las vidas de miles de personas.
Así que este verano, se lo suplico, no olviden aplicarse el fotoprotector cada dos horas y dentro de tres semanas procuren votar contra el fascismo y el venenoso discurso de la meritocracia. Hay demasiado en juego. Sobre todo, cuídense mucho. Pase lo que pase, nosotras seguiremos aquí, intentando contárselo. Gracias por leernos. Un abrazo,
Adriana T.
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La noticia saltó a los medios hará cosa de una semana, aunque pronto pasó sin pena ni gloria más allá de algunos comentarios en las redes sociales: la recién reelegida presidenta de la CAM, Isabel Díaz Ayuso, se ha cepillado de un plumazo el bachillerato nocturno...
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Adriana T.
Treintañera exmigrante. Vengo aquí a hablar de lo mío. Autora de ‘Niñering’ (Escritos Contextatarios, 2022).
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