capitalismo
Cómo se mueve a votar a las personas que no votan (y viceversa)
Sobre lo cool, lo cute, lo vacío y lo pretty
Víctor Pueyo 13/09/2023
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En 1957, Leon Festinger realizaba el famoso experimento que daría nombre al concepto de disonancia cognitiva. Se asignaba una tarea tediosa a setenta y un estudiantes de la Universidad de Stanford en varios turnos y se les hacía creer que esa tarea iba a ser evaluada. Acto seguido, se pedía a los participantes que salieran de la sala y dijeran a los que aguardaban su vez que el experimento les había parecido divertido. Los estudiantes se dividían en dos grupos: los que recibían veinte dólares y los que recibían un solo dólar por contar la misma mentira. Los primeros, en una segunda entrevista (“ahora en serio, qué te ha parecido la actividad”), admitían que el experimento les había aburrido sobremanera. Los segundos, sin embargo, se aferraban a la falsedad como un gato a las cortinas del salón. La recompensa no había sido lo suficientemente cuantiosa como para compensar el rato anodino que habían pasado y tendían a convencerse a sí mismos de que su decisión de participar en el experimento había merecido la pena. Así, a priori, la reacción de los engañados parece un caso de lo que Marx llamaba, en La Ideología alemana, “falsa conciencia”. Cuando la tasa de recompensa difiere enormemente del esfuerzo empleado para obtener un beneficio concreto, un surplus de goce acude raudo a rellenar ese hueco traumático (no-me-puedo-quejar, ya sabía lo que me esperaba, un dólar es un dólar, así es la vida, más se perdió en La Habana, etc.).
No cabe duda de que el nombre que la psicología social da a este autoengaño, disonancia cognitiva, apuntala los mitos de la llamada 'meritocracia'
A nadie le puede extrañar, entonces, que las clases medias-altas voten más a la izquierda que los pobres, o que, por decirlo de otro modo, las clases populares transijan fácilmente con una “cultura del esfuerzo” que no paga las facturas. El problema no es que, cuando te esfuerzas mucho, el triunfo tenga un dulce sabor a merecimiento. El problema es que también la hiel del fracaso sabe mucho mejor. Te has dejado tantas cosas por el camino. Te has cansado, desgastado, hundido. La miseria debe ser deliciosa. Y no cabe duda de que el nombre que la psicología social da a este autoengaño, disonancia cognitiva, apuntala los mitos de la llamada “meritocracia”. Por eso el billonario medio, llámese Warren Buffett o Bill Gates, raramente es meritócrata. Al contrario: cada vez con más frecuencia, las clases extractivas se entregan a la filantropía (la tintorería de la conciencia) para denunciar que la meritocracia son los padres. ¿Por qué iba a creer en el mérito quien obtiene veinte veces más rendimiento que otra persona por hacer lo mismo o por no hacerlo? La disonancia cognitiva, curiosamente, no funciona en la otra dirección. A mantener un discurso meritocrático cuando se ha heredado un banco o una mina de esmeraldasno se le llama, ni en psicología social ni en ninguna otra área del conocimiento conocida, disonancia cognitiva. Se le llama disimulo.
Ocurre, sin embargo, que ya no estamos en 1957. La disonancia cognitiva sigue operando, pero ya no es necesaria para sostener el edificio de lo social, sencillamente porque la relación con el trabajo ya no define la subjetividad de la manera en que solía hacerlo. El capitalismo tradicional era un modo de producción en que el sujeto se configuraba en el interior del proceso de extracción de plusvalías. En otras palabras: te sentías libre porque podías vender “libremente” tu fuerza de trabajo en el mercado. Pero el capitalismo financiero habría traído una nueva manera de concebir la ecuación subjetividad / trabajo en virtud de la cual la primera quedaría parcialmente desvinculada del segundo. Si el experimento de Festinger se repitiera hoy, lo característico del experimento es que nadie se percataría de estar participando en uno, pues no hay apenas espacio para el autoengaño. Todo el mundo asume naturalmente que las rentas del trabajo tienen un peso testimonial con respecto a las rentas del capital. Todo el mundo asume que desempeñamos funciones que una inteligencia artificial ha declarado obsoletas. ¿Qué conciencia de clase puede emerger de un trabajo que sobra?
Todo el mundo asume que desempeñamos funciones que una inteligencia artificial ha declarado obsoletas
Vivimos, por lo demás, en un mundo en el que se puede ganar mucho más dinero haciéndote fotos en la cama que levantándote de ella para ir a trabajar. Como notan los teóricos del capitalismo cognitivo (Michael Hardt, Antonio Negri, Paolo Virno o Franco Berardi), la ideología ya coincide con la vida, lo que significa que nuestros impulsos, nuestro procesamiento sensorial de la realidad y nuestros gustos no están menos automatizados que los de esa inteligencia artificial a la que tanto tememos. La diversión ya no es diversión (desvío) con respecto al trabajo. Generamos cantidades ingentes de valor constantemente mientras hacemos todas esas cosas que no son trabajar: mientras masticamos los anuncios que preludian nuestra serie favorita o mientras la comentamos en nuestras redes sociales, mientras vestimos el logo de la marca que nos viste o mientras surcamos el planeta dejando huellas de carbono en la arena. “Capitalismo cognitivo” no debería significar otra cosa que capitalismo sin disonancia: lo que Marx llamaba plusvalía relativa (estoy simplificando, pero a veces es bueno hacerlo) se extrae directamente de nuestro lenguaje, de nuestros sentimientos, de nuestras relaciones y descuidos, casi sin solución de continuidad. Más que disonancia cognitiva, lo que tenemos es una cacofonía que funciona como la música de las esferas de Pitágoras o como la música de fondo en un ascensor: la escuchas, claro que la escuchas, pero no la escuchas. El truco de magia ya es magia. El autoengaño ya es convicción y la disonancia cognitiva es ya un interminable acorde.
Entre los múltiples ejemplos del alcance significativo de este prolongado acorde, me veo obligado a mencionar uno muy concreto por lo que se refiere a la comunicación política: el progresivo reemplazo del paradigma derecha/izquierda por nuevos paradigmas axiológicos. Pienso, por supuesto, en el paradigma que viene dado por un doble vector inherente a la economía afectiva del neoliberalismo: el vector cool/cute (o “chulo/cuqui”, si se prefieren las palabras en español). Pienso en esto:
En el canal Fox News se publicitaba el oso de peluche Trumpy Bear. / Internet
Lo primero que habría que notar acerca del hilarante anuncio del Osito Trumpy es que no es hilarante a posta. No hay ironía, ni se trata de un sketch del SNL, ni nada parecido. Es auténtico. A partir de ahí, ¿cómo compaginar el tono épico-castrense del anuncio (retos, tormentas, animales salvajes) con el hecho de que el objeto que se promociona es un osito de peluche? ¿Cómo calificar a Michael Rufino, marine anabólico y perfecto pelagatos, cuando, montado en su Harley, abraza a un peluche con una corbata? ¿Qué feliz combinatoria explica la aparición de adjetivos como fearless y plushy (temerario y acolchadito) en la misma secuencia? En realidad, nada de lo que Trumpy Bear despliega ante nuestros ojos debería sorprendernos, porque lo habíamos visto ya muchas veces en la piel craquelada del propio Donald Trump. El ex-POTUS también se había exhibido ante sus constituyentes como un candidato temerario y acolchadito. Temerario como candidato transgresor y antisistema, reminiscente del Reagan de los ochenta; acolchado por su obcecación en realzar aquellos aspectos de su físico y personalidad que lo hacían abrazable, entrañable, mullido y afelpado: su tez naranja, su cuerpo orondo, su boca redonda como un esfínter; su pelo fluffy, que nunca ha perdido la oportunidad de reivindicar. No por mor del azar, siempre que Trump se somete a una parodia, la parodia resalta un cierto tenor cuqui de su persona. Es comparado con un simpático troll despeluchado, con un pajarito, con una pieza de sashimi a la que la casualidad ha pintado ojitos con semillas de sésamo. Cómo no recordar el inmenso globo-protesta que se infló con motivo de la visita de Trump a Londres en 2018 y que representaba un adorable baby Trump, enfurecido y en pañales.
¿Casualidad? No lo creo. El pliegue entre rebeldía y cuquismo constituye una de las claves de la eficacia de todo significante político hoy. Por supuesto, esto no implica que el eje sintagmático cool/cute (comoquiera que decidamos llamarlo) haya directamente obliterado al eje sintagmático izquierda/derecha. Esta estructura, de la que la pareja demócrata/republicano es sólo otra fecunda iteración, sigue funcionando como armazón o como casquete del discurso del ágora por defecto. En España, sin ir más lejos, Pedro Sánchez siempre se ha esforzado en calificar a su partido como un partido de izquierdas. Su tesis reformista, lubricada por lo que Juan Andrade llamaría “usos opacos del lenguaje”, es que el PSOE debía resignarse a ser lo que siempre había sido desde Suresnes y Tinduf: el partido de izquierdas que atrae al centro a las clases medias. Sánchez, en su frugal pragmatismo, ha apostado siempre por una política de bloques que necesitaba de la dicotomía izquierda-derecha para subsistir. De ahí los juegos de palabras (“clases medias trabajadoras”, “ampliación de derechos vs. ampliación de derechas”) en que se cifraba el éxito de sus sucesivas campañas electorales. No hay, pues, tal cosa como la desaparición del enclave izquierda-derecha.
A veces olvidamos que el grito con el que Trump incendiaba sus mítines en 2016 era precisamente este: drain the swamp
Lo que ha sucedido, en todo caso, es su drenaje, el efecto succión de una realidad política que se percibía como empantanada. A veces olvidamos que el grito con el que Trump incendiaba sus mítines en 2016 era precisamente este: drain the swamp (“drenemos la ciénaga”). Tal vez Sánchez, imitando a Obama o a Trudeau delante del espejo, interpretara mejor la huelga de identidades del 15-M que los partidos de la llamada nueva política, que se limitaron a surfear la ola de la indignación y a crear franquicias ad hoc de posiciones ya existentes (con Podemos pareciéndose cada vez más a la izquierda zorrocotroca de IU y dilapidando el capital político de Sol, con Ciudadanos cada vez más Pollito de Troya ante la expectativa del sorpasso y emulando a sus socios de Colón). Tal vez no. Pero el hecho claro es que poco a poco, y a medida que la retórica de bloques hacía su trabajo, Sánchez perseguía una izquierda vaciada de izquierda. Vaciada de campo, de chaquetas de corduroy, de obrerismo descamisado; de todo ese ajuar de símbolos que había asfaltado el camino hacia la transición y que fueron definitivamente evacuados con la derrota de Susana Díaz. Twitter, siempre alerta, sellaba esta realidad apodando a Sánchez como “Vacío”. El presidente era un traje que habla, un cuello almidonado, una compostura, un cuerpo que pasear por la tierra: la marca blanca de un producto que no existe. Qué duda cabe de que este efecto succión o vaciado permite la eclosión de un nuevo paradigma axiológico dragandoal anterior de su contenido, pero en modo alguno lo explica por sí solo.
Un paradigma axiológico no es, como su propio nombre indica, sino un eje simbólico que vertebra nuestra capacidad de valorar. Siempre hay uno. Si el viejo paradigma axiológico izquierda/derecha no parece un paradigma axiológico es porque se confunde con la axiología misma en los dos sentidos de la palabra: el sentido direccional (las cosas sólo pueden estar a la derecha o a la izquierda) y el sentido moral (el sentido en que la izquierda se ha convertido en su propio hacia dónde, o lo que la derecha ha dado en llamar “la superioridad moral de la izquierda”). Pero no existe ninguna razón para pensar que este criterio posicional que establece la oposición izquierda/derecha vaya a ser el único campo en que desde siempre y hasta el fin de los tiempos se librarán todas las batallas políticas. Antes bien, el capitalismo tardío habría inaugurado un escenario de acuerdo con el cual todo parámetro de valoración estaría ya directamente asociado a una serie de afectos inseparables del acto de valorar y privilegiados por su racionalidad. ¿Qué significa, a fin de cuentas, que algo sea cool? Dentro de los ciclos de consumo acelerado del mercado-mundo, esta palabra sólo subraya la capacidad que una mercancía tiene de producir valor por el mero hecho de ser refrescante o nueva. Algo parecido podríamos decir del vector cute. Una pizza con forma de corazón late de una manera determinada, pulsa registros, dispone un ecosistema de goce dentro del cual la pizza sabe mejor.
Para conocer una cultura, primero debemos prestar atención a sus más ínfimas manifestaciones
Hoy cuesta, de hecho, imaginar algo que no pueda evaluarse con arreglo a esta relación cool/cute. Una cupcake es cute; un muffin (más moderno que su pariente pobre, la magdalena) es cool. Una hamburguesa es cool; el sushi es cute. Atrás quedaron los tiempos en los que sólo la ironía podía ser cool; ahora también la sinceridad (“ir de frente”) lo es. La candidez, mientras tanto, es cute. Camarón es cool; Pitingo es cute. La guitarra eléctrica del rock n’roll es cool. El ukelele indie es cute. Guerra de consolas en los 90: Sonic (Sega) es cool y Mario (Nintendo) es cute. No hay una tercera opción. Los relatos del hombre-eficiencia de IBM acentuaban cualidades intrínsecas a las mercancías (el ordenador más potente, el que más rápido procesa los datos), pero el neoliberalismo las convirtió en impresiones subjetivas: el PC era cool (personal, auténtico: como tú); Apple (la manzanita) es cute. ¿Quieren entender la “evolución” del capitalismo contemporáneo? No sigan la pista del dinero. Sigan el consejo de Walter Benjamin: para conocer una cultura, primero debemos prestar atención a sus más ínfimas manifestaciones. Donde el capitalismo occidental nos ofrecía hip-hop, superhéroes y Pepsi-cola (un refresco), el capitalismo asiático contraatacaba con Doraemon, Pikachu, Kim Jong-Un y esos gatitos cripto-maoístas que levantan el puño en los bazares de tu barrio. Obama entonando a Al Green es cool; Xi Jinping bailando con un oso panda en el aniversario del PCCh es cute. No en vano, el régimen chino ha procedido a censurar cualquier alusión a una comparación que devino meme: la comparación entre Xi Jinping y Winnie the Pooh.
Un videojuego comparó a Xi Jinping con la caricatura de Winnie the Pooh. / Internet
Pero esta clasificación no responde a una casuística estética; hablamos de marcos de percepción integrados, de condiciones a priori de nuestro discernimiento que tienen una explicación histórica. ¿Cómo surgió y cómo se impuso el marco constituido por estos dos vectores? El primero de ellos es el más claro. Fue estudiado por Thomas Frank en su excelente The Conquest of Cool. Para Frank, long story short, el neoliberalismo surge cuando la derecha se vuelve rebelde y contestataria, cuando los publicistas de Park Avenue descubren que el mensaje puede amotinarse contra la mercancía que vende o cuando Margaret Thatcher advierte que se puede ser directa y tory al mismo tiempo (como diría Fido Dido, icono cool de los noventa: “Lo claro rompe”). ¡Pues claro que el motivo de la deriva conservadora de Johnny Rotten (o de los miembros de la Movida) no fue que el punk se volviera capitalista! Lo que pasó, en realidad, es que el capitalismo se había vuelto punk.
La lógica de lo cute resulta, sin embargo, mucho más difícil de esclarecer. Para Simon May, en su The Power of Cute, la diferencia entre un objeto hermoso y un objeto cuqui radicaba en el carácter uncanny del segundo; el objeto cuqui tiene un je ne sais quoi que llama a la sospecha. Es un órgano sin cuerpo, una desproporción, una cosa suelta (el unheimlich de Freud) que provoca inquietud y un poquito de zozobra. Lo cute encubre algo incómodo cuanto vagamente familiar, señala la inestabilidad de lo visible y la parcialidad de su anatomía. Ese es su poder oculto. El ejemplo de May es E.T. Lo cuteborra o difumina las fronteras de género (¿tiene E.T. genitales?), pero también diluye el límite entre lo infantil y lo adulto: las arrugas de E.T. son las de un anciano y las de un recién nacido al mismo tiempo. E.T. inspira ternura, pero también un justificado temor. Si el humorista Ernesto Sevilla lo describía como un “hombre-mierda” es porque se desprende del cuerpo como parte-que-no-es-parte y que destaca sobre él como el escorzo de su exagerado cuello o como los ojos gigantescos de un personaje manga, siempre revelando la fragilidad inusitada del todo.
Simon May acierta a describir el funcionamiento de lo cuqui, pero caracterizarlo como “figura eterna de la psiquis humana” en modo alguno acierta a explicar las razones del apogeo que ha experimentado durante las últimas décadas. Ni el nicho de mercado que explota Mr. Wonderful existía hace cuarenta años, ni conceptos como viejoven o adulting habían penetrado nuestro vocabulario. Edgar Allan Poe ya decía que no hay nada verdaderamente hermoso sin algo de extraño en sus proporciones y la pasión por lo diminuto es, efectivamente, tan antigua como la ideología pequeñoburguesa del XIX, pero a nadie se le habría ocurrido comparar a Canalejas o a Winston Churchill con un osito, mucho menos sacar rédito político de semejante comparación. Si, como May admite, la fiebre cuqui se recrudece a partir de los años ochenta es por la sinergia existente (Goodbye Lenin, Hello Kitty) entre cuquismo y neoliberalismo, no menos que por la correlación que forzosamente establece con el otro término de un binomio que antes no existía en absoluto (cool/cute).
Edgar Allan Poe ya decía que no hay nada verdaderamente hermoso sin algo de extraño en sus proporciones
Por eso conviene no caer en la reducción estética de lo cute. Kitsch, camp, cursilería… todo eso ya existía. El cuquismo no es simplemente el “rococó de los pobres”, como afirma Eloy Fernández Porta. Para comprender el advenimiento de su imperio glassé, hay que atender a tres premisas: 1) la contradicción global entre una economía desregulada y el “buenismo progre” que la sostiene y regula se reproduce, en el nivel ideológico, en la contradicción aparente entre una “ideología de lo cool” y una “ideología de lo cute”; 2) la segunda expresa el agotamiento del impulso cool, su inevitable marasmo. Cuando el neoliberalismo ya no tiene nada más que subvertir o trascender, se trasciende a sí mismo, inventando una falsa negación que en realidad sólo demuestra la primacía de lo negado (el punk se vuelve punk-pop; la comedia, comedia romántica, etc.); 3) esta dinámica correctora es, por tanto, inherente a la pulsión rebelde que agita los espíritus del fundamentalismo de mercado, pero empieza a adoptar la forma por la que hoy la conocemos a mediados de los años noventa, con el surgimiento del “capitalismo con una cara amable” del New Labor y la Tercera Vía, esa perestroika de occidente.
Cualquier signo político tiende hoy a producir hegemonía a partir de la simbiosis obscena de estas dos fuerzas encontradas
La comunicación política no vive ajena a esta tensión. Sería un error, sin embargo, reducir el espacio de significación cool a una primera fase del neoliberalismo (la mano visible de la derecha dura) y el cute a su contraparte socialdemócrata (la mano izquierda de la izquierda). Cualquier signo político tiende hoy a producir hegemonía a partir de la simbiosis obscena de estas dos fuerzas encontradas. En Madrid, por ejemplo, Ayuso es cool (chula o chulapa, desinhibida, genuina), mientras que Almeida es cute y adorable, feo, católico y sentimental; pequeño y glande al mismo tiempo, como ese miembro autónomo de Freud, verdadera palanca de poder de una secreta libido. A nivel estatal, los papeles también están celosamente repartidos: la extrema derecha ha ocupado el espacio de lo cool obligando a la derecha supuestamente moderada a decantarse por perfiles pantuflos o directamente gazmoños (Borja Sémper y su “verano azul”) y a los social-liberales a sacar de la nevera a Zapatero-Bambi. Asimismo, el monopolio que la extrema derecha viene ejerciendo sobre el espectro cool ha desplazado a Sumar al terreno de lo cute, que ha optado por las sonrisas y los colores pastel. Nada nuevo bajo el sol. La naturaleza bicípite de Podemos –cuando la inconsistencia era su motor y su mejor garantía de éxito– ya planteaba una distribución de roles semejante. Pablo Iglesias, con su coleta quinqui y contracultural, era cool; Íñigo Errejón, con su rostro lampiño y aniñado, era claramente cuqui (tiene razón Paul Válery cuando dice que no hay nada más profundo que la piel: en este caso el cutis era la llave de lo cute, la parte suelta que libera valencias afectivas). Hasta la coalición en ese momento denominada Unidas Podemos guardaba un equilibrio patente entre el exceso cool de Iglesias y la contención cuqui de Garzón, eterno aspirante al galardón de yerno perfecto.
Iñigo Herrejón fue comparado con Milhouse en las redes sociales. / Internet
Comprendo que no hace falta mayor cálculo intelectual para constatar lo obvio: en una obra apócrifa en la que el guion ha sido siempre escrito de antemano, las palabras suenan recitadas y la contienda política se libra no tanto en la arena del discurso como en la coreografía de gestos, ademanes, tropiezos, exabruptos, posturas e imposturas que acompañan su escenificación. Ahora bien: eso que llamamos comunicación política no es de todo punto impredecible y contingente. No hay un abanico infinito de afectos, de singularidades que se estorban, de átomos que chocan en el vacío, porque nunca hay vacío (como mucho, hay vaciado). En el realismo capitalista, toda posición es ya una imposición y toda oquedad la guarida de un eco. Así, no hace falta ser tan sagaz para deducir que una buena candidatura es aquella que se expone simultáneamente como una caricia y una bofetada, como un grito y un susurro. De la misma manera que Rosalía o Bad Bunny reúnen y condensan los dos vectores afectivos de las formaciones sociales tardo-capitalistas (Bad Bunny es malo, pero conejito; o conejito, pero malo), Yolanda Díaz habría logrado politizar este aparente impromptu para lograr una sólida aleación de rebeldía y cuquismo, como en su momento hizo Oriol Junqueras. Por eso es una Pasionaria fashiono una “fashionaria”, como la llama Federico Jiménez Losantos. Por eso es la líder mejor valorada en todas las encuestas desde hace eones a pesar de su discurso político, relativamente impopular.
Pero Pedro Sánchez no le va a la zaga; es por un lado Mr. Handsome (un maverick, un atleta, Christopher Reeves) y Pretty por el otro (Pepe L’Amour con su mechón plateado, cejas como puentes levadizos, compungimiento y glutamato, el azafato bailongo con Iceta, el Andoni Ferreño de la posmodernidad). No voto al PSOE, pero me fascina Pedro Sánchez, porque su inteligencia política es espontánea y, como si dijéramos, innata. Fluye con su cuerpo y con su personalidad. En su entrevista con Jordi Évole, Mr. Handsome/Pretty comprende perfectamente que la estrategia no consiste simplemente en denunciar que el PP se ha arrojado en los brazos ciclados de la extrema derecha. Los términos son otros: dice, o se vacía para decir, que se ha sentido herido en su amor propio, colocándose a sí mismo en el papel de víctima del insomnio y del estrés. Sánchez tiene que acercar a su adversario tanto como sea posible al combo Abascal/Ayuso para no abandonar el interregno (la zona de fricción) a un Alberto Núñez Feijóo que está capacitado para habitarlo. Derecha no es derecha, izquierda no es izquierda. El GPS se ha averiado. El paradigma axiológico ha mutado. Ahora, el centro no es el centro con respecto a dos extremos, sino el extremo con respecto a dos centros que se superponen y se solapan para templar un acorde, o el tipo de antagonismo que sólo un cuerpo puede resolver. El mejor ejemplo es Trump. Aprendamos del enemigo. Sigamos sus pasos para caminar en la dirección contraria. ¿Alguien dijo Maquiavelo? No han ganado los malos si nosotros somos peores.
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Víctor Pueyo es profesor titular de teoría crítica y estudios culturales en Temple University (Filadelfia). Doctorado en Stony Brook University (Nueva York) y especializado en estudios de los siglos XVI y XVII, ha publicado dos libros y una veintena de artículos en revistas profesionales. Su próximo proyecto, del que este artículo es un extracto, se titula tentativamente El Imperio de lo posible: para entender las formas narrativas del realismo capitalista.
En 1957, Leon Festinger realizaba el famoso experimento que daría nombre al concepto de disonancia cognitiva. Se asignaba una tarea tediosa a setenta y un estudiantes de la Universidad de Stanford en varios turnos y se les hacía creer que esa tarea iba a ser evaluada. Acto seguido, se pedía a los participantes...
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Víctor Pueyo
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