CHILE
Benjamin y Allende: el relámpago que aún ilumina
Un proyecto socialista como el del expresidente chileno debe reconectar con un “pueblo fragmentado”, que se ha alejado de la política o expresa su malestar valiéndose de las provocaciones reaccionarias de los de arriba
Gerardo Pisarello 26/09/2023
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Me ocurrió estas semanas. Tuve el privilegio de estar en Chile en ocasión de los 50 años del golpe de Estado contra el gobierno de la Unidad Popular encabezado por Salvador Allende. Poco antes de volar a Santiago, pasé casi sin proponérmelo por Portbou, en la frontera con Francia. Allí visité la tumba de Walter Benjamin, filósofo, traductor, crítico literario y una figura muy querible en la tradición emancipatoria. Por su compromiso, por su mirada creativa sobre los pequeños detalles cotidianos, por su singular mesianismo judaico. Pero de manera especial, por su trágico final, en una gris habitación de hotel de frontera, mientras intentaba escapar simultáneamente de las garras del nazismo y del franquismo.
En su pensamiento fragmentario, a veces enigmático, Benjamin vio con agudeza que el ascenso de la ultraderecha era una respuesta capitalista violenta y despiadada a una revolución fallida o inconclusa. Sabía que esa violencia no era privativa del fascismo. Que “la tradición del oprimido nos enseña que el ‘estado de emergencia’ en que vivimos no es la excepción, sino la regla”. Pero también insistía en que aquella específica experiencia reaccionaria, que al final se cobraría su vida, no podía subestimarse. Había que activar, pues, la alarma contra incendios, y tirar del freno de emergencia antes de que ese capitalismo, desbocado y belicista, arrojara a la humanidad al abismo.
Benjamin vio con agudeza que el ascenso de la ultraderecha era una respuesta capitalista violenta y despiadada
Benjamin advertía que la conciencia de un peligro tan radical podía conducir a la parálisis. A la petrificación que la mitología antigua atribuía a quienes miraban a la Gorgona a la cara. Por eso sostuvo que en la encrucijada en la que el fascismo amenazaba arrasar con todo, era fundamental rememorar los momentos de resistencia y rebelión que habían abierto camino en el pasado. Eso exigía, en su opinión, “pasar el cepillo a contrapelo de la historia” y “encender en el pasado” aquella “chispa de esperanza” capaz de iluminar los anhelos y luchas del presente. Evocar ese relámpago era fundamental. Porque si no se hacía, decía, y la barbarie volvía a vencer, “ni siquiera los muertos estarán a salvo”.
La disputa por la herencia de la Unidad Popular
Con esas iluminaciones benjaminianas, que repercutían en mí tras el paso por Portbou, volé a Santiago. Aproveché el vuelo para acabar la excelente biografía de Salvador Allende de Mario Amorós, publicada por Capitán Swing. Pronto pude comprobar cuán a contrapelo, en la línea de Benjamin, iba el trabajo de Amorós comparado con los relatos que las radicalizadas derechas chilenas habían puesto a circular en su país. No había en ellos medias tintas: Allende, al haber querido ir tan lejos, sería el culpable de Pinochet. Y Pinochet, a su vez, no sería sino la respuesta lógica a la desmesura de Allende y de la Unidad Popular.
Cualquiera que lea a historiadores como Amorós o a testigos directos de aquel tiempo, como Joan Garcés, entenderá fácilmente que lo ocurrido fue muy distinto. Los culpables de Pinochet, quienes lo engendraron, no fueron Allende y la Unidad Popular. Fueron las oligarquías internas y el imperialismo norteamericano, que no soportaron que por vías democráticas se limitaran sus privilegios y se pusiera coto a su poder concentrado. Que tuvieran miedo podía entenderse. Pero la respuesta que arbitraron no fue la reacción “lógica”, proporcionada, al desafío democrático con el que se encontraron. Fue una respuesta cobarde y sanguinaria, que supuso miles de torturadas y torturados, de ejecutados y desaparecidos. Una masacre tan atroz como la que en su tiempo avizoró Benjamin mientras atravesaba la frontera francesa con su anodina maleta de piel negra y un traje gastado.
Por el contrario, lo que las derechas radicalizadas y algunos sectores del progresismo y de la izquierda silenciaron, o apenas recordaron en voz baja, fueron algunos de los atributos que convirtieron a Allende en una referencia para generaciones enteras.
Primero. Que Allende viera al socialismo como extensión natural de la democracia no solo a la esfera política, sino también a la social y económica. El socialismo allendiano, en efecto, tenía una fuerte impronta libertaria, influida por su temprana relación con migrantes anarquistas como Giovanni Demarchi. Esa mirada libertaria, conectada con un genuino liberalismo político, llevó a Allende a defender la vía electoral y el pluralismo político y de partidos. Nunca asumió, de hecho, conceptos como los de la dictadura del proletariado, aunque tampoco condescendió a una democracia que se detuviera ante las puertas de las fábricas y de las tierras. Tenía claro que el socialismo debía ser capaz de llevar la democracia al interior mismo de la producción, de la distribución y del intercambio de bienes.
Segundo. A resultas de lo anterior, Allende entendió que la defensa del socialismo democrático exigía una impugnación frontal del capitalismo. No se conformaba, como en ciertas versiones socialdemócratas y socialcristianas de su época, con limar sus aristas más dañinas. Pertenecía a una generación que se había propuesto superarlo a través de transformaciones de fondo que permitieran alumbrar una nueva economía y una nueva sociedad. Eso fue lo que comenzó a hacer cuando llegó a la presidencia en 1970: nacionalizar el cobre y otros recursos y conseguir que obreros y campesinos pudieran participar en el gobierno de empresas y fincas.
Como latinoamericanista, como indoamericanista convencido, Allende también supo desde su juventud que su socialismo era incompatible con todo tipo de imperialismo o colonialismo. Por eso propició un socialismo “con sabor a vino tinto y empanadas”. Y por eso, también, fue especialmente crítico con el imperialismo estadounidense, cuyo prontuario en América Latina y en otros continentes era ya a esas alturas ominoso. Eso explica la sincera admiración de Allende por gestas de liberación nacional como la cubana o la vietnamita, algo que no le impidió condenar las ocupaciones soviéticas de Hungría o Checoslovaquia.
El socialismo de Allende fue especialmente crítico con el imperialismo estadounidense
Tercero. A través de su propia experiencia biográfica Allende entendió rápidamente que la manera más democrática y eficaz de vencer las resistencias al socialismo eran las alianzas electorales amplias y la movilización de las mayorías populares, trabajadoras, campesinas.
Allende no fue ni un vanguardista, ni un elitista, ni un sectario. A pesar de sus orígenes acomodados, se sumergió en el pueblo para conectar con sus miedos y sus anhelos y para aprender de él. Lo hizo como médico y lo hizo como militante. No durante una campaña o unos años, sino de manera ininterrumpida a lo largo de las cuatro décadas en las que transcurrió su tiempo de politización: de 1933 a 1973.
Aquellas cuatro décadas fueron testigo de ciclos de movilización ascendente que moldearon y modificaron a Allende y al pueblo chileno. Allende fue ministro de Salud durante un gobierno de Frente Popular –el del radical Pedro Aguirre Cerda– entre 1939 y 1942, y acabó sus días como presidente de otro gobierno de Unidad Popular, entre 1970 y 1973. Siempre tuvo presente que el sectarismo y la fragmentación eran un obstáculo para cualquier proyecto de transformación profunda. Puso su habilidad negociadora –su proverbial “muñeca”– al servicio de alianzas transversales con comunistas, radicales, e incluso con los sectores más avanzados de la democracia cristiana. En sus últimos años, también intentó acercar al proyecto de la Unidad Popular al guevarista Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR), liderado por Miguel Enríquez.
Todo esto lo pudo hacer porque siempre se mantuvo atento a las señales de la calle. Su candidatura a presidente con la Unidad Popular se fraguó a fuego lento, después de años de constante contacto con organizaciones obreras, campesinas, estudiantiles, mapuches. Entabló un diálogo constante con colectivos libertarios, cristianos de base y con diferentes sectores profesionales. Cuando llegó a La Moneda era todo menos un presidente leve: tenía una densidad biográfica inusual y se sentía acompañado por un torbellino de movilizaciones sindicales, cordones industriales que acabaron conformando un auténtico “poder constituyente popular”, como lo llama Franck Gaudichaud.
Que el golpe definitivo contra el gobierno de la Unidad Popular se ejecutara un 11 de septiembre no fue casual. Ese día, en la Universidad Técnica del Estado, Allende iba a convocar un referéndum. Su objetivo: dar la palabra al pueblo para que decidiera el camino a seguir y plantear la necesidad de una nueva Constitución que blindara jurídicamente la transición al socialismo.
Cuarto. Allende siempre supo que un programa socialista como el que defendía, aunque se llevara a cabo por vías democráticas, supondría resistencias férreas. Al igual que Benjamin, no creía en un socialismo sin conflicto, partidario de pequeñas reformas legales que dejaran en pie las grandes estructuras productivas. Aspiraba a un cambio de fondo. Y era consciente de que cualquier proceso de democratización que aspirara al socialismo comportaría “herir intereses que hasta ahora nadie ha tocado”.
En 1939, él mismo vivió una de esas reacciones antidemocráticas: el intento de golpe contra Aguirre Cerda, conocido como el Ariostazo. La asonada no triunfó, pero marcó a Allende durante el resto de su vida. Los golpes militares contra Joao Goulart, en Brasil, o el de Juan Carlos Onganía, en Argentina, lo convencieron de que un socialismo sin lágrimas no sería posible. No obstante, siempre siguió pensando que, con fuerza electoral y social suficiente, y con una institucionalidad armada leal, podía conseguirse.
Cuando ganó las elecciones en 1970, Allende recogió las enseñanzas asumidas durante décadas. De entrada, ordenó disolver el llamado Grupo móvil de Carabineros, caracterizado por su inquina represiva, y destinó sus unidades al reparto de agua en las poblaciones más humildes. Luego confió su seguridad personal a miembros del MIR y se rodeó de militares con convicciones democráticas como René Schneider, Alberto Bachelet o Carlos Prats.
A pesar de esos recaudos, no pudo evitar que estos generales y muchos de sus aliados armados acabaran emboscados en atentados de ultraderecha apoyados por la CIA o asesinados bestialmente por Pinochet y sus secuaces. En todo caso, prueban que Allende era un dirigente garantista, no autoritario, pero tampoco ingenuo. Su mirada política no era ghandiana. Por el contrario, creía que, llegado el momento, una fuerza armada disuasoria podía ser por crucial para abrir paso a transformaciones sociales estructurales.
Quinto. Cuando le tocó llegar al poder institucional, Allende utilizó la autonomía de lo político de manera audaz: para transformar y para ampliar el límite de lo posible. Los 1.000 días de gobierno de la Unidad Popular fueron una auténtica revolución en marcha. En pocos años, sorteando resistencias enormes, las “reformas no reformistas” se sucedieron con vértigo. La nacionalización del cobre fue una de las más trascendentes y exitosa: entre 1971 y 2020 supuso para el fisco 115.000 millones de dólares. Más del 60% del ingreso nacional lo percibieron los asalariados. Se entregó a los niños y niñas medio litro de leche diario para combatir la desnutrición. Se construyeron 158.000 viviendas dignas y de calidad. Se multiplicó la atención sanitaria, se contrataron médicos recién egresados y se suministraron medicamentos y exámenes gratuitos. Los trabajadores se incorporaron a la educación superior en convenios con las universidades. Se creó la Editorial Quimantú, que imprimió millones de libros vendidos a bajo precio en los kioscos de diarios y se amplió el acceso de los sectores populares a la literatura, el teatro, el arte, la música y otros ámbitos de la cultura. Incluso se pusieron en marcha proyectos de vanguardia como el Cybersyn, dirigido a conseguir la soberanía tecnológica y a crear alternativas a la poderosa ITT, la gran multinacional estadounidense.
Sexto. Allende protagonizó y encabezó este proceso con ejemplaridad republicana. Jamás utilizó las instituciones para enriquecerse. Constantemente buscó el diálogo y el acuerdo, incluso con sus adversarios. No fue un dirigente populista. Fue valiente. No se dejó intimidar y siempre trató de ser fiel al mandato que había recibido de su pueblo. En el momento decisivo, cuando la CIA y los militares insurrectos traicionaron la legalidad, decidió dar su vida para que la política tuviera futuro. Con ello, hizo suyas las palabras que había oído pronunciar al presidente Aguirre Cerda más de treinta años antes: “Saldré de aquí con los pies hacia adelante, pero jamás abandonaré el cargo que el pueblo me entregó”. Se sacrificó, pero no llamó a la rendición. “El pueblo –dijo en su última alocución–debe estar alerta y vigilante. No debe dejarse provocar, ni debe dejarse masacrar, pero también debe defender sus conquistas”. Pocas horas antes de quitarse la vida en La Moneda, entregó a su hija Beatriz una nota para Fidel Castro. En ella le decía que había que lograr “la mejor conducción política unitaria para el pueblo de Chile”, que se iniciaba una larga resistencia, y que contaba con la ayuda de las revolucionarias y revolucionarios cubanos.
Allende no se dejó intimidar y siempre trató de ser fiel al mandato que había recibido de su pueblo
Ser allendistas hoy
La cuestión que quedó en el aire, en Santiago y a mi regreso a Barcelona, era cómo mantener vivo el legado de Allende hoy. Cómo evitar su petrificación, su domesticación, cómo mantener su memoria rebelde a salvo de ese enemigo que, según Benjamin, “no ha dejado de vencer”.
Reivindicar a Allende después de casi medio siglo de hegemonía neoliberal es complejo. Porque si bien su anticapitalismo sigue más justificado que nunca, quienes se le oponen y quienes podrían levantar sus banderas han mutado, no son exactamente los mismos que hace algunas décadas.
Tras el crack financiero de 2008, y señaladamente tras la pandemia de 2019 y el estallido de la guerra, la concentración de poder económico, energético, militar, comunicativo, se ha disparado. Junto a ella, se han visibilizado también otras formas de opresión: el machismo, la homofobia, la transfobia, el racismo liso y llano. De ahí que el socialismo de Allende solo pueda actualizarse hoy como ecosocialismo, o mejor, como un ecosocialismo capaz de integrar de manera coherente las reivindicaciones de los feminismos, del antirracismo, y del anticolonialismo.
La dificultad para acometer esta tarea, que existía ya en tiempos de Allende pero que se ha exacerbado en estas décadas, es que el propio sujeto, los propios movimientos populares que deberían asumir los principios socialistas y anticapitalistas de nuestro tiempo, están atravesados por la propaganda machacona de los mitos neoliberales y, a menudo, por sus derivadas patriarcales o xenófobas.
En 1983, el filósofo marxista Manuel Sacristán, describía de manera dramática y a la vez muy precisa esta situación: “Un sujeto que no sea ni opresor de la mujer, ni violento culturalmente, ni destructor de la naturaleza, no nos engañemos, es un individuo que tiene que haber sufrido un cambio importante. Si les parece para llamarles la atención, aunque sea un poco provocador, tiene que ser un individuo que haya experimentado lo que en las tradiciones religiosas se llamaba una conversión”.
De ahí que un proyecto socialista como el que pretendía Allende deba asumir junto a ciertas tareas clásicas –desarmar financiera, comunicativa y militarmente a la ultraderecha– otras nuevas: la de reconectar con un “pueblo fragmentado”, ora apático, ora rabioso, ora pendiente de sus redes sociales, que se ha alejado de la política o que expresa su malestar valiéndose de las provocaciones reaccionarias de los de arriba. Allende dedicó su vida a esa tarea. Lo hizo con convicción, pero renunciando a cualquier tipo de superioridad moral. Se colocó siempre al lado de los oprimidos, de los humillados, de los ofendidos, y luchó junto a ellos recurriendo a las fuerzas activas de transformación que Benjamin tenía tan presente: la confianza, el humor, la valentía, la astucia, la constancia.
Luchar, cooperar, caer, levantarnos, en un mundo incierto y expuesto a formas de dominación y de destrucción feroces, sigue siendo nuestro destino. Ni Benjamin ni Allende le dieron la espalda. Por el contrario, le entregaron su vida, con meditada rebeldía, sabiendo que “sólo gracias a aquellos sin esperanza nos es dada la esperanza” y que lo improbable puede abrirse camino en el momento menos pensado. Por eso, justamente, siguen irrumpiendo entre nosotros como un relámpago inesperado, el que se hace presente e ilumina el camino cuando la noche solo parece deparar oscuridad.
Me ocurrió estas semanas. Tuve el privilegio de estar en Chile en ocasión de los 50 años del golpe de Estado contra el gobierno de la Unidad Popular encabezado por Salvador Allende. Poco antes de volar a Santiago, pasé casi sin proponérmelo por Portbou, en la frontera con Francia. Allí visité la tumba de Walter...
Autor >
Gerardo Pisarello
Diputado por Comuns. Profesor de Derecho Constitucional de la UB.
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