Malas compañías
El Fary & Ava Gardner: ¿y por qué no?
El cantante pasó una noche con el mito de Hollywood. El enigma es cómo
Miguel Ángel Ortega Lucas 3/01/2024
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Los caminos del morbo son inescrutables. Y las calles del Madrid nocturno, un laberinto trazado por Lucifer cuando se pone artista. Cuenta un cuento de Madrid que, una noche de 1960, el llamado “animal más bello del mundo” huyó de un baile buscando a alguien que se le había extraviado, un gitano fugado de un romance de Lorca; que buscó un taxi, en la esperanza de encontrar a ese hombre en algún sitio, y que resultó un duendecillo de Las Ventas quien lo conducía. Lo que sucediera después, entre el duende y la vestal del bosque, son unos gloriosos puntos suspensivos en que pueden poner ustedes lo que quieran. Que para eso están los cuentos como éste.
Pongamos que el duendecillo se llamaba José Luis Cantero Rada: 23 años lozanos por entonces; 1,55 metros de estatura; taxista de oficio, cantante de copla por raza y vocación. Pongamos que la vestal se llamaba Ava Lavinia Gardner: 38 majestuosos años; hechuras de Venus de Milo; de profesión estrella de Hollywood, de vocación La Fiesta.
“Ella salía de [la sala de fiestas] Pasapoga. Yo estaba con mi taxi esperando y llegó el portero: “Fary, que te vas a llevar a Ava Gardner”. A la venta de Manolo Manzanilla. Digo: dabuten”.
Eso es lo que contó el duendecillo Cantero en televisión a Javier Gurruchaga en 1988, conocido ya en todo el país como El Fary: súbita revelación del género canción española cuando casi nadie lo esperaba. Casi nadie menos él, porque el vigor y la alegría expansiva que siempre tuvo le hicieron no perder jamás la fe en sí mismo. Ni en lo cortés, ni en lo valiente. Si no había perdido ese morro cheli con más de 40 años, que fue cuando eclosionó para el gran público, hay que imaginárselo 20 años antes.
Así que quién dijo Miedo.
A partir de ese punto de la noche en la acera de Pasapoga –Gran Vía, 37–, las versiones del cuento, orales y escritas, empiezan a diferir
Porque, a partir de ese punto de la noche en la acera de Pasapoga –Gran Vía, 37–, las versiones del cuento, orales y escritas, empiezan a diferir. Según contó a Gurruchaga: “Pasé una noche feliz con Ava Gardner. Fue de verdad maravillosa, con todos los flamencos. Comimos churros por la mañana, ya muy puestos, donde La Chata, una chocolatería. Y a las once u once y media la acerqué al Ritz. Y ya no hubo manera de… localizarla”.
Sin embargo, la versión más extendida después pretende que no hubo tal juerga. Con dos variables en el laberinto. Unos dicen que, en su búsqueda del gitano que tanto deseaba –un bailaor llamado Faíco–, Ava Gardner dio pronto con éste en otro local, y que el taxista hizo guardia en la puerta toda la noche esperando para llevarla al hotel. Otros dicen que jamás encontraron a ese hombre; que Gardner pasó horas en el asiento del copiloto, bebiendo de su petaca, probando en uno y otro antro hasta que el conductor le aconsejó abandonar la búsqueda. Pero el Fary reiteraba su propia versión de los hechos; también a Mercedes Milá, en cuyo programa contó que la actriz se sentó a su lado en el coche y le pidió en digno castellano que la llevara “de fiesta donde nos canten flamenco” y hubiera “sopas de ajo” (detalle éste a tener en cuenta por lo extraño que sería inventárselo).
Francisco Manzano Heredia, Faíco. / Real Academia de la Historia
Y ahí comienza de verdad la fábula. ¿Llegaron o no a la presunta fiesta? Si no llegaron –si el Fary se lo inventó–, ¿fueron minutos o muchas horas lo que pasaron juntos en aquel taxi buscando al bailaor? ¿Qué pudo pasar entonces, en uno u otro (u otro) caso…?
El Fary contó que su madre, con trece hijos y el “sueldo cortito de mi padre”, lloraba “cuando no podía darnos un trozo de pan”
“Rita Hayworth dijo una vez que el problema de su vida era que los hombres se enamoraban de Gilda, su personaje, y se despertaban a la mañana siguiente con Rita. Es un sentimiento con el que me identifico totalmente”, escribió Gardner en sus memorias (Ava con su propia voz). “Siempre me he sentido prisionera de mi imagen; la gente prefiere los mitos y no quería saber nada de mi ‘yo’ real. Debido a que me promocionaron como una especie de sirena, la gente cometía el error de pensar que era así fuera de la pantalla. No podían estar más equivocados. Aunque nadie se lo cree, llegué a Hollywood con una timidez casi patológica, era una niña campesina [hija de cultivadores de tabaco y algodón] con los valores sencillos de una campesina”.
José Luis Cantero no tuvo una infancia campesina; sí humilde en extremo en Madrid, en el barrio de Ventas, donde la plaza de toros. También contó a Mercedes Milá en otra ocasión –1986– que su madre, con trece hijos (trece) y el “sueldo cortito de mi padre”, lloraba “cuando no podía darnos un trozo de pan” en plena posguerra española. Apenas pisó el colegio, trabajando desde niño como camarero, repartiendo fruta, de jardinero, lo que se terciara. Aprendió a leer en la mili. Todavía recordaba con Milá a un amigo que vendía limones en la calle y que le dejó una vez “7.000 pelas” providenciales. (La frase popular Más feo que el Fary comiendo limones cobra una súbita dignidad a la luz de este dato.) Se pagó sus maquetas, sus casetes, que vendía donde podía, cuando ya era llamado “el Farina de las Ventas” en referencia a uno de sus maestros del cante, Rafael Farina. El tiempo también le acortaría el nombre hasta dejarle como “el Fary”.
De taxista estuvo siete años, aunque siempre conservó la licencia “por si acaso” se le esfumaba la suerte. Fue un trabajo, contaba a Milá, que le llevó a conocer “a gente importantísima” en aquel Madrid aperturista de luminarias célebres flotando por encima de la mugre: “Yo he vivido unas noches preciosas, tan fenómenas…”
La leyenda de Gardner se basaba en sus extravagancias, en su libertad, en traumas, manías y temores
Para esa noche fenómena de 1960, Ava Gardner llevaba una década enamorada de España. Contaba el periodista Manu Leguineche en Hotel Nirvana que en 1950, recién llegada a Barcelona, una gitana le leyó la mano y sentenció: “Usted es al mismo tiempo el toro, el matador y la espectadora”. Ya era una leyenda del cine y un mito de las noches de vino y rosas y botellas atravesando las ventanas con Frank Sinatra, cómplice hasta el final de sus días. Pasó largas temporadas en Madrid hasta 1968, reinando como la condesa descalza entre su apartamento de la calle Doctor Arce, su finca de la Moraleja (llamada La Bruja) y los hoteles de relumbrón.
“Fue nuestra entrevista imposible de jóvenes reporteros”, consignaba Leguineche: “Ni Oriana Fallaci pudo con ella. La leyenda de Gardner se basaba en sus extravagancias, en su libertad, en traumas, manías y temores, en el desprecio al mundo y en su fuga constante de la realidad. Se acostaba con el alba y se levantaba para oficiar en la noche de los happy few, los privilegiados. Tan sólo una persona la volvía humilde, Lucía Bosé. También confiaba en su hermana Beatriz. Con el resto de la humanidad no se sabía por qué registro podría salir, un repentino golpe de cariño o el brusco lanzamiento de copas y vasos, ceniceros o anillos”.
Claro que la humanidad prefiere los mitos, no los yos reales. Y de ahí quizás ese comportamiento levantisco: resultando intratable a posta para que la dejaran tranquila. Pero cabe conjeturar que pocas ganas tendría de fingir ante un inofensivo taxista veinteañero. Aún menos a esas horas flamencas de 1960.
Aún menos con un tío tan simpático, tan cortés y tan valiente, sentado al volante junto a ella. Podemos imaginar sin esfuerzo al bravo José Luis Cantero tratando a Ava Gardner como lo que era –o fingía ser– y como él trataba en general –o fingía tratar– a todas las mujeres que se cruzaba: como a reinas literales. Pero sin menguar él en absoluto; sin resultar servil; sin sentirse disminuido ni ante la reina Ava ni ante la reina de Saba, porque eso era aquel muchacho y en eso radicó su éxito artístico posterior: en la tierna chulería socarrona del que gana el combate por los puntos, pico y pala, pico y pala sin desfallecer, sin dejar de sonreír a la vida y sin dejar de reírse de sí mismo, que es una forma de atractivo que termina por arrollar a todos los chulos de discoteca.
Se lo resumió a Milá lo mismo que a Gurruchaga: “Lo que ocurre es que a pesar de mi estatura, de ser recortaíto, yo caigo bien. El hombre guapo pierde hora y media en el espejo; yo quiero aprovecharla”. Su método con las mujeres consistía en lo que él llamaba “darles gloria” en atenciones: exactamente en “un 89%. El 11% que resta te lo tienes que dedicar a ti mismo, porque si no, se aburre y te da capones”.
Mucho antes de ese encuentro, Ava Gardner tuvo otro episodio automovilístico en Los Ángeles, en torno al año 1947: “Un coche veloz me adelantó, se puso delante del mío y redujo hasta el punto de que yo misma tuve que adelantarle”. La jugada se repitió “unas tres veces” hasta que el otro coche se puso a su altura, en paralelo, y el conductor “levantó el sombrero sonriente. Así era Frank [Sinatra]. Podía coquetear hasta en un coche”. Se habían conocido cinco años antes en una fiesta, estando Gardner aún casada con Mickey Rooney. Sinatra le espetó nada más verla: “¿Por qué no te he conocido antes que Mickey? Hubiera podido ser yo quien se casara contigo”. Nueve años después de esa conversación, cuatro después del episodio del coche, en 1951, Frank Sinatra se casaba con ella.
En este punto del relato, el lector debe imaginar cómo pudo desarrollarse esa conversación de 1960 entre José Luis Cantero, taxista de Madrid, y Ava Lavinia Gardner, campesina-emperatriz de Carolina del Norte, cuando llevaba tres años divorciada de La Voz. Serán de ayuda más datos: “Siempre he adorado a los músicos” –decía en su libro–. “Me intoxican por completo. Lo único que tengo que hacer es ponerme delante de una orquesta y ya estoy enamorada de todos sus componentes”. Añadiremos también que el duendecillo Cantero solía canturrear en el taxi; no sólo por gusto, sino por aquello de que se le subiera un día un directivo de discográfica, como en las fábulas americanas del cine, y le concediera tres deseos con cheque en blanco.
¿Dudaría José Luis Cantero en arrancarse una copla para Doña Ava Gardner, sentada junto a él en su taxi y pidiéndole llevarla adonde “les cantaran flamenco”…? Podríamos responder, sin arriesgar demasiado, que no.
Chiflándole los músicos (aún más los juerguistas); atrayéndole los pícaros irredentos (los que saben “dar gloria” sin pasarse); habiendo estado casada, para más inri, con Mickey Rooney y Frank Sinatra (notorios recortaítos también, aunque “llenos de vigor”, según ella)… ¿Tendría Ava Gardner algún problema con el físico de aquel taxista tan torero y tan gitano? Podríamos, sin aventurar mucho, contestar que tampoco.
La mayoría no quería “saber nada” del “yo real” de Ava Gardner, cometiendo “el error de pensar” que era igual en su vida que en la pantalla; confundiendo a la campesina con la deidad de Hollywood. Pero en el caso del Fary era justo lo inverso: la gente cometía el error de ver sólo a un taxista graciosete sin enterarse de su “yo real”: ese Miura que iba a comerse la vida y los escenarios… Pudo entonces suceder –sin ninguna fantasía– que ambos se reconocieran. Que se vieran de verdad el uno al otro: ella a él como un artista anónimo pero chispeante; él a ella, como una niña rica deseando volver a correr descalza por el monte.
De modo que, sin arriesgar demasiado –sin ninguna fantasía ni exageración–, podríamos conjeturar un desenlace fenómeno para esta leyenda, alternativo a todos los demás.
Por ejemplo, uno en que el taxista bravío de Las Ventas hace-como-que van a buscar al tal bailaor, pero hace-como-que (mecachis) es imposible encontrar el garito (pongamos que la venta del tal Manolo Manzanilla). Es entonces cuando la diva de ojos narcóticos le dice: “Pues llévame adonde nos canten flamenco”. Y es entonces cuando a José Luis Cantero se le encienden los farolillos de los ojos, y canta él mismo lo que le brota de la camisa; y es así como siguen los dos, cantando y bebiendo y atravesando el laberinto de Madrid en la carroza (en el taxi), mientras la vestal del bosque mira de reojo al duendecillo con cada vez más ternura, partiéndose de risa con sus bravatas, hasta decirse de pronto a sí misma, sin ninguna sorpresa, en voz alta casi…: “¿¿Y por qué no??”.
Los caminos del morbo son inescrutables. Y las calles del Madrid nocturno, un laberinto trazado por Lucifer cuando se pone artista. Cuenta un cuento de Madrid que, una noche de 1960, el llamado “animal más bello del mundo” huyó de un baile buscando a alguien que se le había extraviado, un gitano fugado de un...
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Miguel Ángel Ortega Lucas
Escriba. Nómada. Experto aprendiz. Si no le gustan mis prejuicios, tengo otros en La vela y el vendaval (diario impúdico) y Pocavergüenza.
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