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Madrí, zona de obras

Delfines y pelotudos

En 1942 se inauguró, casi en el extrarradio de Madrid, una plaza dedicada a Argentina. Cómo estaría de mal la cosa que permitieron que en el callejero de la capital apareciese la palabra maldita: república

Ricardo Aguilera 27/08/2023

<p>Plaza de la República Argentina, conocida como plaza de los delfines, en Madrid. /<strong> R. A. </strong></p>

Plaza de la República Argentina, conocida como plaza de los delfines, en Madrid. / R. A. 

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“A más pelota, más nota”, dice el refrán español. A 10.665 kilómetros y un océano de distancia resuena la réplica: “El que no llora no mama”. Y Discépolo remataba como un Di Stéfano del verbo: “Y el que no afana es un gil”. En estos juegos verbales, gestuales y anímicos andaba sumido el régimen de Franco, Franco, Franco a mediados de la Segunda Guerra Mundial, cuando el canalla gallego comprobó que la mitad de España que no había matado estaba muerta de hambre. Para conseguir comida no le quedó más remedio que dorarle la píldora al granero de América*. Y así, en 1942 se inauguró, casi en el extrarradio de Madrid, una plaza dedicada a Argentina. Cómo estaría de mal la cosa que permitieron que en el callejero de la capital apareciese la palabra maldita: república.

El acto inaugural de la plaza de la República Argentina fue presidido por el alcalde de Madrid, Alberto Alcocer, un señor abogado que cuando tomó posesión del cargo, en 1939, declaró: “Es necesaria la ayuda de todo el vecindario para que en dos meses sea extirpada la mugre que dejaron los rojos”. Un tipo muy limpio, por lo que se ve. A su lado estaba el embajador argentino, Adrián Escobar, un diplomático que se había encargado de engrasar la maquinaria de trasporte de tierras raras entre la Alemania nazi, la España filo-nazi y la Argentina nazi-friendly. Ni que decir tiene que ambos prebostes se entendieron perfectamente durante el evento.

Una vez finalizada la ceremonia, allí quedó la plaza, con su fuente de un chorro, entre las casitas de la colonia de El Viso y los descampados de Joaquín Costa. Con los años, la colonia fue cambiando. El Viso se construyó entre 1933 y 1936 bajo la mirada racionalista del arquitecto Rafael Bergamín Gutiérrez, fuertemente inspirado por la obra de Adolf Loos. El proyecto se llamaba entonces “Cooperativa de Casas Económicas de El Viso”. ¡Económicas, quién lo diría! El Viso es hoy una de las barriadas con renta per cápita más alta de España.  Las casitas originales, unifamiliares de dos plantas, han sido sustituidas por eso que se suele llamar “casoplones”. En ellos habita una fauna que acostumbra asomarse a las portadas de los periódicos: Florentino Pérez, Ana Botín, Villar Mir, Aznar Jr. Rafael Moneo, Rafael del Pino… En su momento de gloria, vivieron en el barrio (Avenida del Doctor Arce, 11) Ava Gardner y el general Juan Domingo Perón, marido de Evita. También habitó allí la bombonera pareja Boyer-Preysler, para contento de los fontaneros de la zona. Aunque si hay un servicio privilegiado en ese área es el de Securitas Direct. Si van a darse un paseo por El Viso, un consejo: vayan bien vestidos, bien peinados y no hagan movimientos raros. Cientos de cámaras los vigilan.

Volvamos a la plaza. En 1967 sufrió un cambio radical y a mejor. En un despiste de la alcaldía del infame Arias Navarro, se construyó allí una de las fuentes más hermosas de la capital. Del diseño se encargó el arquitecto municipal Manuel Herrero Palacios, que ideó una fuente con dos niveles y tres lóbulos enmarcada en un círculo de césped y flores. Para adornarla, se le encargaron al escultor Cristino Mallo tres parejas de delfines, un animal muy popular en aquellas fechas por el éxito de la película Flipper. Mallo, escultor de talento y estilo, era un represaliado por el franquismo que acababa de recuperar su plaza en la Escuela de Artes y Oficios. Manos a la obra, creó unos delfines en pleno salto: fuera del agua unos, zambulléndose otros. Para potenciar la ilusión de movilidad de las piezas se diseñaron dos ingeniosos mecanismos. Uno era un nebulizador que mantenía la superficie de las esculturas húmedas, de manera que el bronce escultórico se trocase al ojo en la piel del cetáceo. El otro era un surtidor de burbujas hábilmente colocado en la cola o la nariz de los delfines, dependiendo de que emergieran o se sumergieran. Era bello de verdad. Utilizo el pasado porque la secular dejadez municipal ha permitido que estos efectos artísticos dejen de funcionar hace décadas. Madrid tal cual. En cualquier caso, el éxito de la nueva fuente fue tanto que desde entonces a la plaza se la conoce como “la de los delfines”, olvidando las pelotudeces del intercambio del grano argentino por el callejero madrileño.

Apenas un año después de su inauguración, la fuente de los delfines tuvo que ser desmontada. Arias “Butcher” Navarro había emprendido su cruzada scalextric y la zona se veía afectada. El proyecto era unir el paso elevado de Raimundo Fernández Villaverde con un subterráneo que arrancaba en Joaquín Costa y salía por la misma calle, ya camino de Francisco Silvela, o sea, justo por debajo de la plaza. Afortunadamente, en 1969 se restituyeron los cetáceos a su sitio, pero debajo de ellos quedó uno de los lugares más peligrosos de Madrid: una curva ciega y cuesta abajo a la entrada del túnel que era −y sigue siendo− el terror de los conductores madrileños. Y si vas en moto, ya te cagas. En la superficie, sin embargo, las cosas seguían mejorando. A los chalets de la colonia de El Viso se sumaron dos elegantes edificios obra de Luis Gutiérrez Soto. Es curioso lo de este hombre. Dejó en Madrid obras estupendas como el cine Barceló o el Callao, la FNAC (por entonces Galerías Preciados) o incluso el rascacielos-ataúd de la Unión y el Fénix; sin embargo, también es el autor de la monstruosidad herreriana del Monasterio del Aire. El caso es que en la plaza de los delfines se lució. Allí está el restaurante Mayte Commodore −ahora solo Commodore−, con sus cristaleras de torre de control, sus ladrillos relucientes, sus marcos blancos y su aroma lounge made in USA. Eso sí, con el traspaso de la titularidad han desaparecido las letras achinadas donde se leía Mayte, tan bonitas ellas. Y ya que estamos, hablemos de Mayte.

María Teresa Aguado Castillo veló sus cacerolas profesionales en un lugar llamado Hostal Mayte, muy cercano a los estudios de Samuel Broston. Allí, entre platos contundentes y mucha mano izquierda, se ganó la amistad de las estrellas de Hollywood: Ava Gardner, Charlton Heston, Raquel Welch… Cuando abrió el Commodore, en 1967, se los llevó para allá, y a su rebufo a todos los madrileños que querían salir de la caspa reinante aunque solo fuera a la hora de comer. Políticos, empresarios y artistas pululaban por allí tan contentos. Era lo más chic que ofrecía la capital, con sus luces indirectas, sus flores en la mesa y la delicadeza de no poner jamás las sillas patas arriba para echar a los rezagados. Años después, los padrecitos de la transición, de Suárez a Fraga o Carrillo, no perdonaban el solomillo al whisky de Mayte. Pura historia culinaria. Al otro lado de la plaza hay otra pieza arquitectónica de Gutiérrez Soto, lo que fuera el Hotel Richmond. Era pionero en el terreno de los apartahoteles, tenía un bar-coktelería muy sugerente y se comentaba que allí recalaban unas señoras estupendas y carísimas. La cinematográfica clientela de Mayte en pleno pernoctaba en el Richmond: Claudia Cardinale, Alain Delon, Omar Shariff, Roger Moore... Un hotel donde las estrellas estaban dentro, no pegadas en la puerta. Hoy no existe. Los apartamentos son viviendas particulares y el bar de abajo es un centro del mal comer regido por Arturo, ese señor tan amigo de Esperanza Aguirre que tuvo secuestrados durante décadas los comedores de diversos ministerios y otras instituciones públicas gracias a sus buenos contactos. “Arturo Delfines” se llama el lugar ahora. Otra pelotudez.

Por algún motivo todavía por estudiar, alrededor de la plaza se fue creando un entorno docente de alto estanding. En la misma plaza se encontraba el prestigioso colegio Yale. Bajando Joaquín Costa, el gran emporio del Maravillas, que aún sigue abierto. Serrano abajo, los chicos del Ramiro de Maeztu, tan encariñados con la plaza que cuando el Estudiantes gana alguna liga, la “Demencia” celebra los éxitos tirándose al estanque de los cetáceos. Subiendo la cuesta de El Viso estaba el colegio Estilo, fundado por Josefina Aldecóa en 1959 para dar una educación decente por fuera de los cauces podridos de la oficialidad. Había muchos más, pero recuerdo especialmente uno, porque fue el que me tocó en suerte: el L.A.E., acrónimo de Liceo Anglo Español. En la época se anunciaba como colegio bilingüe; pasado el tiempo se le recuerda como un colegio progresista. Niego ambas cosas con conocimiento de causa. Era caro, malo y rancio. Salías de allí sin saber inglés y con la cara todavía colorada por los manojos de bofetadas recibidas. Todo eran ventajas. Hoy es la casa de Francis Franco, nietísimo de la momia genocida. Debe ser cosa del edificio.

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*Fe de errores: en la primera versión de este artículo se afirmaba que “Para conseguir comida no le quedó más remedio que dorarle la píldora a un tipo que no le caía nada bien: Perón”. Sin embargo, Perón no llegó a la presidencia hasta 1946. 

“A más pelota, más nota”, dice el refrán español. A 10.665 kilómetros y un océano de distancia resuena la réplica: “El que no llora no mama”. Y Discépolo remataba como un Di Stéfano del verbo: “Y el que no afana es un gil”. En estos juegos verbales, gestuales y anímicos andaba sumido el régimen de...

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Autor >

Ricardo Aguilera

Iba para biólogo pero las cosas se torcieron y devine en periodista. Por favor, no se lo digan a mi madre.

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