LAS MÁSCARAS DEL DRAMA
Harrison Ford y la llamada del destino
El actor ha encarnado como nadie en la pantalla al héroe posible en todos nosotros
Miguel Ángel Ortega Lucas 31/01/2024
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Cierto mago indio –nacido cerca de la aldea donde raptaron a los niños para llevarlos al templo maldito– dijo una vez que destino es “cuando la preparación se encuentra con la oportunidad”. Es decir: sólo si cumplimos con nuestro papel hasta las últimas consecuencias, hasta los bordes, estaremos en condiciones de que cierta posibilidad del Tiempo nos encuentre. Claro que nunca hay leyes exactas en este planeta. También se oye en Andalucía una sentencia arcana al respecto: “Si algo no está pa ti, aunque te pongas. Si está pa ti, aunque te quites”.
En 1975, un joven de 33 años trabajaba de carpintero en la oficina de Francis Ford Coppola en unos estudios de Los Ángeles. Le reclutó el diseñador de la reforma, amigo suyo. El carpintero puso una condición: “Vale, Dean, lo haré, pero sólo de noche”. Porque el joven carpintero era en realidad actor. Llevaba diez años en Hollywood, si bien actuando de manera esporádica por esos días, eligiendo en exclusiva los papeles que le interesaban. De ahí lo de la carpintería. Y lo de trabajar de noche: no por vergüenza de su labor, sino por saber que no le convenía ser visto en ese papel; ni por el dueño de la oficina (con quien había trabajado un año antes en La conversación) ni por otros de la llamada Industria. Pero una de esas noches el amanecer le pilló trabajando. Estaba en el suelo, instalando la puerta de la oficina, cuando emergieron por ella, entre otros, Francis Ford Coppola y George Lucas; este último, el otro director con quien había rodado más recientemente, en una de esas películas que también le interesó hacer, American Graffiti (1973). Así que tuvieron que darse los buenos días.
En 1975, un joven de 33 años trabajaba de carpintero en la oficina de Francis Ford Coppola en unos estudios de Los Ángeles
Al recordar esto casi treinta años después, en un encuentro en televisión con el director Sidney Pollack, el otrora carpintero no pudo evitar relacionarlo con otro momento muy similar acaecido a mediados de los años 60, casi recién llegado a Los Ángeles. Acudió a una entrevista de trabajo con Columbia Pictures que duró apenas “cinco minutos”. Al salir, esperando el ascensor, le entraron ganas de ir al baño. Al salir del baño se encontró con el tipo de la entrevista, que le preguntó si quería el contrato. Tuvo entonces la corazonada de que “si hubiera bajado directamente a la calle”, sin la inoportuna visita al servicio, aquel hombre nunca le habría vuelto a llamar. Igual que en la oficina de Coppola una década después: “Quizás si no llego a estar allí de rodillas, instalando esa puerta”, no hubiera ocurrido. Se refería a acabar enrolado en el casting de una película que, sobre el papel, a muchos se antojaba delirante por entonces: La guerra de las galaxias. (Él intuyó que sería un éxito, aunque “no entre gente mayor de 15 años”.)
Pero George Lucas no estaba dispuesto a repetir con ningún actor con quien ya hubiera filmado. Lo que hizo fue pedir al carpintero que leyera las líneas del buscavidas galáctico Han Solo para probar a otros aspirantes al reparto, dándoles la réplica. “Trescientas personas” pasaron por delante de sus legendarias narices, relataba, hasta que –subyugado quizás por el peso de algo que más de uno llamaría destino–, Lucas se rindió: él era Han Solo. También ayudaría que, para entonces, el carpintero se sabría el papel de memoria.
Harrison Ford nació en Chicago en julio de 1942. Sus padres, Christopher y Dorothy, trabajaron para que fuera el primer universitario de la familia. Pero la experiencia fue sombría para él desde el principio, muy distante de la actividad que desplegó en el instituto. Se sentía al margen –confesaba en el reciente documental de Disney Héroes eternos–, desubicado y sin rumbo. Estudiaba Filosofía y Letras, en la universidad sin lustre de Ripon College, y no conseguía que las clases le entusiasmaran, cosa que se reflejaba en sus notas. Un día se le ocurrió matricularse en alguna asignatura de las fáciles con el objetivo de subir la media. Iba buscando otra cosa cuando dio con Teatro. Al principio le temblaron las piernas. Pero fue allí donde encontró a sus semejantes: “Aquél sí era mi lugar. Por primera vez me sentía emocionalmente implicado con lo que hacía”. (… Pero: ¿fue casual esa decisión? ¿No tendría algo que ver, allá al fondo, con que sus progenitores hubieran actuado en radionovelas, y uno de sus abuelos en vodeviles…?)
Al dejar la universidad, sin llegar a graduarse y casado con su primera mujer, Mary Marquardt, sabía que eso era lo que quería hacer, aunque no abrigaba muchas esperanzas de ganarse la vida con la actuación. Entonces –contaba– lanzó una moneda al aire para decidir en qué lugar del país probar fortuna: la costa este (Nueva York) o la oeste (Los Ángeles). Cara o cruz, la moneda dictó esto último. Y no hay por qué no creerle.
‘Americanadas’
Es una de esas anécdotas que muchos tildarían de “peliculeras”. Americanada es la palabra española que se acabó imponiendo para describir cierto tipo de cine inverosímil, fuere terror, acción, intriga o romance, en que todo acaba bien por la mera providencia de desarrollarse en “América”, esa estirpe elegida de los dioses (obviando al resto del continente, de México a la Patagonia, que no consiste en los Estados Unidos de América). Pero algo hay en esto que rebasa los tics pueriles de Hollywood. El escritor David Halberstam escribió que Ford personifica al ciudadano de a pie “empujado un grado más allá” de lo ordinario, o soportable. Alguien obligado a responder en un contexto de peligro súbito (inminente). Él, por su parte, reflexionaba que ese arquetipo tiene mucho que ver con el lugar de donde procede: el Medio Oeste americano. Donde abunda “cierta hambre que es parte de mi naturaleza”.
David Halberstam escribió que Ford personifica al ciudadano de a pie “empujado un grado más allá” de lo ordinario
El hambre de aventura y de conquista, quería decir; de probarse a uno mismo. Esa pulsión de coraje que no busca el peligro pero tampoco lo evita, como sabían sus antepasados europeos (irlandeses y rusos) que adentrarse en los territorios inexplorados de Norteamérica era reeditar a quienes se adentraron siglos antes en el Atlántico; cuando los mapas advertían que, más allá del finis terrae, “sólo hay dragones”. Dichos “americanos”, vistos así, no serían sino los europeos que, durante décadas, se lo jugaron todo para ganarlo o perderlo todo en una apuesta arriesgadísima. [Ciertas consecuencias de ello, como el reguero de sangre indígena que quedó por el camino, son hilo de otro telar.] No extraña que EEUU llegara a ser lo que fue, lo que aún es, si se piensa en un país hecho por apátridas aventureros que creyeron que si seguían cabalgando en dirección al sol, sin desfallecer, acabarían hallando la Tierra Prometida (o el Grial). Ni Hollywood ni Nueva York ni el rock & roll ni Bob Dylan ni Rosa Parks ni Martin Luther King hubieran sido posibles sin eso.
Tampoco Harrison Ford (que tuvo que llegar a los 80 años para interpretar a un ranchero, por cierto; en la notable serie 1923, precuela de Yellowstone). Aquella moneda al aire le llevó a Los Ángeles como un impulso súbito le llevó al teatro; como el cuarto de baño a los estudios de Columbia y la carpintería al casting de La guerra de las galaxias (1977). Ésta le catapultó a la fama y cambió su vida, sin tener ya que trabajar de carpintero. Pero si alguien cree que se le consideró de entrada para el papel de Indiana Jones (En busca del arca perdida; 1981), se equivoca otra vez.
Porque el productor George Lucas se negaba (y ya parece un chiste) a contar con él para ello; menos con su triple aparición en la saga galáctica, y aunque fuera Spielberg quien dirigiera. “De nuevo” –apuntaba la sorna infinita de Harry– “mis queridos amigos obviando completamente mi disponibilidad”. Habían decidido que fuera Tom Selleck quien diera vida al arqueólogo, pero… éste tuvo que retirarse por problemas de agenda. Entonces, en la sala de montaje de El imperio contraataca (1980), Spielberg exclamó, señalando a Han Solo: “¡Ahí está, ése es nuestro Indiana Jones!”. Y Lucas, resignado ya a lo inevitable, bromeó: “¿Quién, Chewbacca?”.
Spielberg explicó también –en el homenaje que el American Film Institute dedicó a Ford en 2000– que no tuvo dudas al encontrarse con él: “Dio actitud, estilo y vulnerabilidad a Indiana Jones”.
Mucho de eso tiene que ver con lo que medio planeta entiende por el nombre de Harrison Ford; que es en gran medida lo que imprimió al arqueólogo kamikaze: un hombre de atractivo gravitacional que no llega a ser guapo mayúsculo –a la manera en que lo fueran Paul Newman y Robert Redford–; tierno y sardónico, pícaro en la seducción sin perder jamás la cortesía; un hombre vulnerable que no se rinde, fuerte y noble, de una seguridad impávida en sí mismo pero capaz de reírse sin problemas de su propia sombra. Alguien –y aquí se disuelve la frontera imposible entre el actor y el personaje– obsesivo en el trabajo, casi infantil en su búsqueda de la excelencia y la dignidad (“¡Esto debería estar en un museo!”), y a la vez capaz de un desprendimiento absoluto de aquello por lo que le va la vida si con ello salva la vida de quienes tiene más cerca.
Lo que más le perturbó de su popularidad es que sus hijos lo pasaran “realmente mal” estando con él en público
No es esto otro impulso pueril de canonizarle: tanto testimonio sobre su “decencia”, entre quienes le han tratado durante medio siglo, no pueden ser casuales. Claro que también le sube el fuego si le tocan cierta fibra. Casi tomó por idiota en directo al showman David Letterman en una entrevista (digna de peor causa) en 1982, promocionando Blade Runner: “No se concibió para que fuera divertida, pero sí comprometida. No es una comedia musical, David”. “Pobre de quien alcanza la fama demasiado pronto”, dijo al director Peter Weir, quien le dirigió en Único testigo (1985), su única nominación al Oscar (a cuya ceremonia no acudió). Lo que más le perturbó de su popularidad, confió a Sidney Pollack, es que sus hijos lo pasaran “realmente mal” estando con él en público; era un “problema” que correspondía a él afrontar, no a ellos. Respecto a las causas ecologistas en las que lleva décadas involucrado, apoyándolas con dinero e influencia (y con la mitad de su propio rancho de Wyoming para un fondo conservacionista), jamás ha prestado su imagen: “No quiero ser un póster”, dice, porque se trata de que escuchen a los expertos sobre la tala en el Amazonas, no a él. Igual que a los profesionales del Instituto Arqueológico de América, a cuyo consejo fue invitado. Igual que a los tibetanos, a quienes defendió en el Congreso de los EEUU en 1995.
Propósito y obstáculos
Le “aterroriza” hacer una mala película. De ahí los gritos que llegó a dar en el rodaje de El dial del destino (2023), acojonando a todo el equipo en algún momento en que consideró que se descentraban. Cree que debe dar siempre lo mejor porque se lo debe al público y a sí mismo. Lo cual incluye considerarse, más que un actor, un “contador de historias”; alguien que sirve al proceso creativo, del guión a la actuación, para dar el mejor resultado posible en la pantalla: “La carpintería sigue un proceso de elección de material, de pulir y tratar para que tenga la mejor apariencia. Un personaje es igual”. Por cuestiones como ésta rechazó continuar con la saga iniciada en Juego de patriotas (1992): quería dotar de un conflicto psicológico al personaje de Jack Ryan con el que su creador, el novelista Tom Clancy, no estaba de acuerdo.
Al consolidarse como mega estrella decidió que haría “una película para mí y otra para ellos”, refiriéndose a las de entretenimiento masivo. Así fue alternando en propuestas de menor envergadura cuyas trazas le atraían por su profundidad (rechazando, por ejemplo, protagonizar el previsible zambombazo que supondría Parque Jurásico): “El sentido de la cámara es que la gente se vea a sí misma; ser una expresión de sus emociones”. Es posible que, de no haber existido la saga de Indiana Jones, hoy habláramos del actor de fondo que supo construir una carrera de éxito con títulos tan dispares y coherentes como La costa de los mosquitos (1986), Frenético (1988), A propósito de Henry (1991), El fugitivo (1993), Sabrina (1995), La sombra del diablo (1998), Lo que la verdad esconde (2000) y un etcétera de más de medio siglo en que raras veces se encuentra un título irrelevante (digno de reseñar su conmovedor papel en La llamada de lo salvaje –2020–; una cinta presuntamente menor). El personaje de su filmografía que más se pudiera parecer a él mismo, confesó, es el abogado de Presunto inocente (1990): “Confuso, turbulento, con un gran sentido del propósito y un montón de obstáculos”.
…Pero: ¿quién es el doctor Henry Jones Junior, sino un hombre difícil con un sentido del propósito a prueba de huracanes bíblicos?
Identificarle con su protagonista más célebre es inevitable no sólo por lo obvio, sino porque es su creación, en el sentido más exacto. Personaje y persona, máscara sobre máscara, su manera de interpretarlo dio forma a la leyenda como nadie hubiera podido, pues raras veces un personaje buscó tan claramente a su autor, como soñaba Pirandello. Indiana Jones es un filósofo metido en grescas de taberna; un hombre de acción buscando un milagro. Es lo civilizado y lo temerario, la solemnidad y la ironía, pero sobre todo la nobleza y la dignidad y la posibilidad de redención en un mundo desalmado donde el totalitarismo (nazi, soviético, atemporal) amenaza con secuestrar el espíritu entero del mundo. Es el héroe de la memoria destinado a restituir el mito en un mundo que ya no cree en los cuentos de hadas; el cínico empeñado en que los sueños más nobles, inmortales y necesarios aún pueden hacerse realidad.
Ford personifica como pocos esa actitud heroica de sonrisa cansada ante el peligro
Ésa es la “compenetración emocional” de la que habla Harrison Ford. Pues para eso se contaron siempre los cuentos, las leyendas, los mitos: para recordarnos que el camino del héroe –ése que desarrollara para siempre Joseph Campbell– es necesariamente difícil porque es en la dificultad donde se crece, no tumbado en un sofá. Ford personifica como pocos esa actitud heroica de sonrisa cansada ante el peligro. Porque se trata de confrontar a la oscuridad sin huir. Incluso con una retorcida alegría: sabiendo que el argumento de toda esta obra radica en vivir y morir mil veces, en caer y levantarnos, en reír y llorar y volver a llorar riendo. Eso es lo que todos queremos ver en la pantalla. Quizá porque sabemos que nos va la vida en ello. Literalmente.
Ciertos magos de Oriente aseguran que el alma llega aquí con un contrato, con cosas en la agenda que nos ocurrirán querámoslo o no. Otras cosas, sin embargo, sólo ocurrirán si las buscamos. Solemos preguntarnos si hay gentes “elegidas por los dioses” para tener vidas prodigiosas. Pero quizá todos somos elegidos al protagonizar nuestro drama particular, aunque no seamos estrellas de cine. Todos buscando un destino que es en realidad el Sentido último de la aventura. Claro que hay que estar dispuesto a hacer el papel hasta el final. Para descubrir entonces (quién sabe) que el destino ya estaba dentro de cada uno de nosotros, esperando a realizarse, o no.
La secuencia que abre En busca del arca perdida fue la última en filmarse de todo el rodaje. Es por eso que Harrison Ford ya tiene la mirada neta de Indiana Jones; es ya Indiana Jones. Así, cuando empieza la película que nosotros vemos en la pantalla, él ya sabe el destino que depara a su héroe. Como si ya lo hubiera vivido todo antes siquiera de empezar.
Cierto mago indio –nacido cerca de la aldea donde raptaron a los niños para llevarlos al templo maldito– dijo una vez que destino es “cuando la preparación se encuentra con la oportunidad”. Es decir: sólo si cumplimos con nuestro papel hasta las últimas consecuencias, hasta los bordes,...
Autor >
Miguel Ángel Ortega Lucas
Escriba. Nómada. Experto aprendiz. Si no le gustan mis prejuicios, tengo otros en La vela y el vendaval (diario impúdico) y Pocavergüenza.
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