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JARDÍN DE GENTE

Árboles

La confusa y melancólica alegría que me produce el Domingo de Pascua, que en Argentina sucede a comienzos del otoño, este año me encontró debajo de álamos, sauces, membrilleros, un nogal…

Socorro Giménez 19/04/2024

<p>Fruto del nogal. / <strong>Wikimedia </strong></p>

Fruto del nogal. / Wikimedia 

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Para Semana Santa me fui a Mendoza. El Domingo de Resurrección, que este año cayó el 31 de marzo, se continuaba en Argentina –puente mediante– con la conmemoración de la Guerra de Malvinas, iniciada el 2 de abril de 1982, cuando el gobierno de facto de entonces, la dictadura instalada desde 1976, dispuso el desembarco militar en esas islas para su recuperación nacional. Era por tanto un feriado largo (de seis días), y cuando el calendario abre esas ventanas en las urgencias laborales yo me escapo de Buenos Aires y me voy pa’l rancho. 

Soy católica por crianza familiar y ósmosis cultural, y aunque dejé de ir a misa a mis catorce años la Semana Santa siempre me conmueve. Nunca me ha sido indiferente el relato de los días en que Jesús se vuelve Cristo y cumple con su destino: entra en Jerusalén a lomos de burro vivado por una multitud que lo celebra con hojas de palma, ramas de olivo y de laurel (un domingo feliz en su vida), cena con sus discípulos, reza con ellos, es apresado, torturado, condenado y conducido hacia el monte Calvario cargando su propia cruz. Lo crucifican. Sufre muchísimo, duda, muere y resucita. 

El Domingo de Pascua es el día más importante de la doctrina católica, la prueba final, su télos, su sentido. Los evangelios de los apóstoles difieren en su relato de ese día, pero fundamentalmente cuentan que las Marías (las mujeres) fueron a visitar el sepulcro para ungir el cuerpo de Jesús con perfumes y aceites, y no lo encontraron. Lo vuelvo a contar aquí en un poema que escribí a partir de Mateo 28:1-10:

Resurrección
Al alborear el sábado,
María Magdalena 
y la otra María
—o eran dos o tres marías, 
digamos las mujeres—
fueron hasta el sepulcro.
Llevaban buenas cosas para untar 
el cuerpo del amado.

 

De súbito la tierra se agitó 
y vino un desmoronamiento.
O un ángel del Señor bajó del cielo: 
movió la piedra roca, se sentó sobre ella. 
Era como un relámpago, 
y su tenue vestido 
blanco como la nieve.
Temblaron de terror los centinelas.
Asustadizos como son
los centinelas quedaron como muertos.

 

El ángel dijo a las mujeres 
—ellas estaban admirando su radiancia de niño—:
No temáis.
Buscáis al que han crucificado,
pero ese no está aquí
porque ha resucitado,
tal como había dicho, vive.
Vengan ahora a ver el sitio 
y después vayan rápido, 
digan a los discípulos que él va hacia Galilea. 
Y les mostró la piedra horizontal vacía. 

 

Ellas corrieron lejos del sepulcro
se prestaron ungüentos y bailaron
las unas con las otras
se frotaron las manos y las sienes.

 

Jesús en carne y hueso 
les cruzó el paso en el camino.
Sintió el olor reconfortante 
de los buenos aceites 
y entonces pronunció para ellas, 
de todas las palabras,
una de las mejores:

 

Alegraos, les dijo. 
Y también: 
No temáis.
Decid a mis hermanos que los espero en Galilea.
Y todas las Marías le abrazaron los pies.

 

Tuvieron que llorar
de dicha de estar juntas,
de los pies del amado,
de terror y esperanza lloraron,
de inocencia.

 

Llevaron el mensaje:
fueron a Galilea y otras partes 
cargando los ungüentos.
 

El evangelio de Juan (20:1-9) refiere, al final de ese pasaje: “No entendían aún la Escritura según la cual era preciso que resucitara de entre los muertos”.

No entendían. Y es que, aunque sabían, aunque ya todo les había sido anunciado por el propio Jesús, ¿cómo entender? ¿Cómo creer, después de haber asistido a la injusticia, a la tortura, a la carne doliente y al último suspiro? Se dice pronto, pero había que verlo. Quizá las incontables obras de arte que imaginan la crucifixión y que pueblan los museos de Occidente hayan procurado precisamente eso: dar a ver ese sufrimiento. Y quizá fuese (sea) necesario porque en esas representaciones del dolor de Jesús se cifra algo que todavía no entendemos.

Hay muchos abordajes fructíferos de la vida de Cristo antes (o en el tránsito) de que se volviera el Mesías. Ahora pienso en tres: el de Antonio Machado en su poema “La saeta”, que en Argentina se conoció ampliamente en la voz y la música de Joan Manuel Serrat; el de Martin Scorsese en La última tentación de Cristo, y el mucho más reciente de Amélie Nothomb en Sed. Perspectivas seculares, podría decirse, porque afincan su relato en la vida, en las alegrías, los placeres y los padecimientos del cuerpo de ese ser humano, pero no creo que ninguna de ellas sea ajena ni indiferente al misterio del espíritu que, se me ocurre, tal vez sea el mismo por el que seguimos pronunciando la palabra amor. 

Como sea, la confusa y melancólica alegría que me produce el Domingo de Pascua, que en Argentina sucede a comienzos del otoño, este año me encontró debajo de álamos, sauces, membrilleros, un nogal… Las hojas-cáscaras de este último estaban todavía un poco verdes, algo pegadas a la segunda carcasa, dura y marrón, que guarda el fruto comestible de la nuez. Me rodeaban personas queridas y perros iluminados por un sol límpido que ya empieza a atenuarse; había humo, vino, carne asada. Pensé en Tomás, el discípulo suspicaz: pensé en su mano hundiéndose en la herida, en su apego a la carne para buscar la fe. Venía de estar hacía justo una semana, en el Domingo de Ramos, en una de las manifestaciones más grandes que vi en la Plaza de Mayo en conmemoración de los cuarenta y ocho años del golpe militar que dio inicio a la última dictadura, donde escuché y grité otra vez que “Nunca más”, y que “Fueron treinta mil” los desaparecidos por el terrorismo de Estado, porque este año era especialmente necesario volver a gritarlo. Antes de comer se me acercó mi tío:

–Creíamos que el membrillo era estéril, pero nos dijo el Alfio que a veces dan fruto cada dos años. Lo volvimos a regar, le pusimos fertilizante y mirá: se viene abajo de la carga. Todavía están verdes, hay que esperarlos, pero algunos ya se cayeron. ¿Vos sabés hacer dulce?

Mi tío acaba de cumplir ochenta. 

Dos días después, el 2 de abril, el Gobierno argentino decidió cambiarle el nombre a uno de los salones de la Casa Rosada. No es la primera vez que lo hace. Ya el 8 de marzo, fecha central del feminismo mundial y reivindicada en la Argentina con especial fuerza a partir del movimiento Ni Una Menos, surgido en este país en 2015, la presidencia de Javier Milei había resuelto cambiar el nombre del Salón de las Mujeres por el de Salón de Próceres. Esta vez le tocó el turno al Salón de los Pueblos Originarios, que desde este pasado 2 de abril se llama Héroes de Malvinas. Esa mañana yo había escuchado por la radio una entrevista a un ex combatiente argentino. No un héroe de guerra, ni siquiera un veterano, sino un soldado. Contaba que el barco inglés que los trajo de vuelta al continente a él y a sus compañeros de misión en las islas después de la capitulación argentina a mediados de junio de 1982, era un crucero de lujo, no un barco militar, y que los oficiales ingleses los habían tratado bien, cumpliendo en toda regla con el Pacto de Ginebra. Les dieron dos comidas por día y duchas calientes, mucho más de lo que esos chicos, de alrededor de veinte años y entrenamiento casi nulo, habían tenido durante los dos meses y medio que duró la guerra. El barco que los trajo también tenía parlantes, y música, y él reconoció la última canción de Genesis y habló con uno de los soldados enemigos acerca de Phil Collins.

Piensa Jesús en la cruz, según Nothomb (que se permite incluso una broma freudiana):

“En el inconcebible momento en que elegí mi destino, no sabía qué implicaría enamorarse de María Magdalena. De hecho la llamaré Magdalena: los nombres compuestos no me entusiasman y me fastidia llamarla María de Magdala. En cuanto a llamarla María a secas, ni se me pasa por la cabeza. Es poco recomendable confundir a tu amada con tu madre”.

Los nombres importan siempre, y especialmente cuando son protagonistas de narraciones de la historia humana, la de sus cuerpos y su espíritu, la de su ánimo, su amor y su crueldad. ¿Héroes? ¿Próceres? ¿Mesías? Parece evidente que es humana, todavía, la necesidad de estos nombres para justificar la vida, o mejor: la muerte. El de Salón de los Pueblos Originarios tampoco era inocente, desde luego. Se le dio ese nombre en 2014, durante el segundo gobierno de Cristina Fernández, al que hasta entonces era el Salón Colón. Se podría ir más atrás, y es probable que la historia de los nombres de los salones de la casa de gobierno cuente en parte la historia del país, las políticas que en buena medida rigen los cuerpos que esos nombres designan. Pero, aparte y además, ahí están (o no están) los propios cuerpos, con todo lo que escapa, antecede y prosigue en ellos, en nosotros, a las designaciones. Ahí están los árboles.

“¿Vos sabés hacer dulce?”

Los frutos están verdes, duros, difíciles. 

Todavía es materia de discusión de qué madera estaba hecha la Cruz. Algunos dicen que era de puro roble, sólido y noble compañero de la alquimia sangre-vino, pero los más indican que era mixta: cedro, pino, ciprés (el árbol de los cementerios latinos) y amable olivo (el del huerto de la última vigilia). En fin, “el madero” se resiste a su adscripción a una especie única y más bien parece tener vocación universal, raíces extensas y múltiples, conectadas entre sí. Ni las injusticias ni el amor, ni sus ramificaciones, son originarias de ninguna parte.

Los propios árboles sí saben hacer dulce y más cosas. Tal vez habría que preguntarles a ellos, que por supuesto ya existían en América antes de la Conquista, como las gentes y sus lenguas, cuando la flora y la fauna eran, hasta donde alcanza la historia, nativas. Solamente en la región de Cuyo, de donde soy oriunda, en la tierra más sureña hasta donde llegó el imperio andino de los incas, había (y hay) alisos, maitenes, manzanos del campo, sauces criollos, mistoles, piquillines, jarillas, aguaribayes, quebrachos, molles, espinillos, algarrobos… Con los españoles llegaron y se volvieron generosos la vid y el olivo; allí encontraron querencia y hasta ahora son fuente de dos de las principales industrias de la zona, casi bíblicas: el vino y el aceite, las dos amenazadas de desaparición. 

Los wichí llaman madres a los árboles. En Un texto camino, un volumen que recoge el canto de Caístulo, un poeta wichí octogenario, se lee: 

La madre
lo que ustedes llaman árbol
es mi antena (…)
Las madres 
se comunican terrestremente
caminan por debajo 
del corazón de la tierra
cada mensaje de las madres
es una mezcla de pensamientos 
de todas las madres de la tierra
parece exagerado
pero es así. 
 

También por esos días me llegó un poema de Adrienne Rich, nacida en la otra América, la del Norte, en versión de Ezequiel Zeidenwerg, que cuenta de un lugar “entre dos arboledas donde el pasto crece cuesta arriba”, un antiguo sitio de reunión, un lugar que ella conoce y sabe quién quiere comprar y vender, hacer desaparecer, y por eso prefiere no decir dónde queda. ¿Para qué lo cuenta, entonces? 

“Porque vos todavía sos capaz de escuchar, porque en tiempos como éste,

para que vos te dignes a escuchar, es necesario

hablar sobre los árboles.”

En la provincia de Mendoza, en Argentina, en el camino hacia Lavalle, hay olivares abandonados, huertos y viñedos que ya no se cosechan, montes solos, árboles de nombres antiguos sin relato y todavía fructíferos. Cuando el domingo 31 cargué el canasto de membrillos y nueces, agradecida por el sol, por los perros, mis tíos y mis primos y mis padres y hermanos, en un lugar preciso que no pienso decirte dónde queda, pensé en los nombres, los misterios, la transmisión de los mensajes de las madres –las mujeres, las Marías, los árboles– que no entienden y creen, e insisten en llevar los ungüentos.  

Para Semana Santa me fui a Mendoza. El Domingo de Resurrección, que este año cayó el 31 de marzo, se continuaba en Argentina –puente mediante– con la conmemoración de la Guerra de Malvinas, iniciada el 2 de abril de 1982, cuando el gobierno de facto de entonces, la dictadura instalada desde 1976,...

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Autora >

Socorro Giménez

(Mendoza, Argentina, 1973) es escritora y coordinadora editorial del Museo de Arte Latinoamericano de Buenos Aires, MALBA.  En 2021 publicó en España su primer libro, Casa se busca (Caballo de Troya).

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