JARDÍN DE GENTE
Ruda y vinagre
Las Escuelas Normales, todavía hoy fundamentales en la enseñanza pública argentina, formaron parte del proyecto liberal que impulsó una educación diseñada para integrar una nación poscolonial diversa
Socorro Giménez 19/03/2024
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Son los comienzos de marzo en Buenos Aires y la nube de mosquitos que ataca la ciudad es más furibunda que nunca. Aparentemente las fumigaciones municipales ya no son regulares desde hace varios años, y la creciente tropicalización de la zona, que abarca desde el Área Metropolitana de Buenos Aires –con casi quince millones de habitantes– hasta algunas provincias de la Pampa y de Cuyo, promete seguir acogiendo nidos para los zancudos. No son solo muchos y molestos –las ronchas en la carne y la picazón pueden durar hasta cuatro días–, sino además potencialmente peligrosos, aunque es verdad que los datos más a la mano refieren que se trata de la especie Aedes albifasciatus, conocida como ‘mosquito de inundación’, que propaga el virus causante de la encefalitis equina, en principio no transmisible a humanos. Pero, además, en todo el país se extiende sin control el dengue (virus, este sí, ya probadamente temible y amigo de otro mosquito, el Aedes aegypti), y dado que la información es tan confusa y que nos pasamos el día bañándonos en toda suerte de venenos repelentes y matando chupasangres a palmazos, contra paredes, brazos o piernas, lo cierto es que tanto volador lesivo solo viene a sumar inquietud a una población ya por demás inquieta en este verano argentino inverosímil.
En las pocas cuadras que separan mi departamento del museo donde trabajo, que atraviesan un barrio privilegiado de la ciudad, veo a madres que empujan cochecitos como arietes, a hombres y mujeres que manchan de transpiración sus atuendos de oficina, a señoras de la compra que se abanican con lo que pueden y se arremangan las faldas, a jóvenes familias rusas desconcertadas que apuran el paso y a tenaces cartoneros –que empujan otro tipo de carros– rascarse a cuatro manos en cada esquina. Los repelentes de siempre son casi imposibles de comprar por caros, porque escasean o porque los comerciantes especulan con los precios, de manera que circulan todo tipo de fórmulas caseras para ahuyentar a los picadores. Una de las más difundidas y dudosas sugiere un preparado de agua con esencia de vainilla, y no son pocas las veces que, cuando me cruzo con algún transeúnte, me parece estar oliendo una pastelería cercana o la casa de mi abuela los domingos. Otras recomiendan macerados de plantas fuertemente fragantes, como el aguaribay o la citronela, y entre todas persiste sin merma la receta pura y dura del baño de vinagre: entonces la estela que deja el peatón es más agresiva pero igualmente evocadora, para mí, de tiempos felices.
Entretanto, Milei viajó a Estados Unidos y publicó en sus redes su encuentro con Donald Trump (parecido al festejo de un niño entusiasta que ve a un Papá Noel de centro comercial), inventó su rostro incorporándolo al de la Estatua de la Libertad y abrió las sesiones ordinarias en el Congreso recargando otra vez, y más si cabía, contra toda forma del Estado. Está por verse si los gobernadores de las provincias argentinas finalmente le plantan cara a su delirio de emperador petimetre justo cuando se inicia (a los empujones) el ciclo escolar.
Toda mi educación formal, incluida la universitaria, fue pública y gratuita gracias al sistema educativo argentino que todavía existe y resiste
Yo nací en la provincia de Mendoza, en la región de Cuyo, junto a la Cordillera de los Andes, de padre y madre profesionales y de clase media que, con sus trabajos asalariados, consiguieron tener su propia casa: padre médico, madre primero maestra de jardín de infantes y después historiadora del arte. Igual que en el caso de mis padres, toda mi educación formal, incluida la universitaria, fue pública y gratuita gracias al sistema educativo argentino que todavía existe y resiste. A aquella casa y a ese sistema debo, entre otras muchas cosas, mis primeras lecturas, las primeras bibliotecas disponibles e incluso los conocimientos de inglés que me han permitido trabajar muchas veces como traductora en Argentina, Chile y España. A ese sistema debo también los misterios de la ruda y una fascinación por el vinagre.
Fui a una escuela primaria normal. Y cuando digo “normal” no quiero decir regular o común; me refiero a una institución, la de las Escuelas Normales, que se creó en Argentina a finales del siglo XIX, en un contexto de altísimo analfabetismo del español, inestabilidad política (cuándo no) y el comienzo de la primera inmigración europea masiva que llegó al país. Las Escuelas Normales, todavía hoy fundamentales en la educación pública argentina, formaron parte del proyecto liberal que impulsó desde el Estado una educación masiva diseñada para integrar una nación poscolonial diversa que se había configurado como republicana en 1816. Son escuelas laicas y mixtas: no profesan religión y admiten por igual a varones y mujeres.
Para ahuyentar la mala suerte (o los mosquitos), para ‘abuenar’ cualquier espacio, o cuerpo doliente, son propicios –juntos– la ruda y el vinagre
En 1982, cuando tenía siete años y cursaba el segundo grado, mis padres ya me daban permiso para pasar algunas tardes e incluso quedarme a cenar en la casa de algún compañero o compañera de la escuela. Hasta entonces, sólo conocía las casas de mis abuelos y tíos, y la posibilidad de asomarme a la intimidad doméstica de mis pares escolares me ofreció un mundo ampliado y variopinto que significó para mí nada menos que la intuición encarnada de que, tal como me lo empezaban a indicar los libros, el mundo podía ser cualquier cosa y todas las cosas. En la casa de la mayoría de ellos vivían, además de sus padres, que a esa hora por lo general estaban trabajando, sus abuelas. Mis compañeros tenían ‘nonas’, ‘bobes’, ‘omas’ o ‘yayas’, señoras que hablaban raro y que, cuando llegábamos, nos sacaban y colgaban prolijamente nuestros uniformes (idénticos guardapolvos blancos que buscaban igualar cualquier ropa que lleváramos debajo), nos daban la merienda (muchísima comida), y se pasaban toda la tarde cocinando mientras nosotros hacíamos la tarea o jugábamos en comedores con manteles de vinilo y muebles de fórmica, en habitaciones alfombradas con camas marineras, en patios de tierra o de baldosas, en grandes jardines, en garajes o en las veredas, en la calle. Eran casas en las que también había perros, gatos, canarios, tortugas, peces. Cada una se parecía a la mía y todas eran diferentes. Los nombres de los animales eran extraños, los olores de las habitaciones eran extraños, las maneras de tratarse entre hermanos, o entre padres e hijos, eran extrañas. En algunas casas todos gritaban sin pelearse. En otras nadie hablaba hasta que nos sentábamos a la mesa, y entonces solo hacían chistes que yo no entendía bien, pero con los que también me reía porque me divertía verlos reírse así. Unas tenían la radio encendida a todo volumen todo el tiempo; otras, los televisores. En algunas había pianos y silencio.
La nona de mi amigo sale al jardín y, a mano limpia, corta algunas ramas de una planta grisácea y de flores amarillas que crece en un cantero. El olor intenso, picante y balsámico que ya percibía desde hacía rato se vuelve imposible de desatender. Mi amigo sigue en lo suyo, pero yo me acerco. “Es ruda macho”, dice la mujer sin mirarme. Y ya de frente a mí, casi en secreto, pero con tono severo: “Es buena y peligrosa. Vos todavía no podés cortarla por ninguna de las dos cosas”. Años después voy a saber que la ruda graveolens, originaria del sur de Europa, no es “macho” sino hermafrodita, que puede emplearse para regular ciclos menstruales y calmar sus dolores, y que por esa misma relación con el útero y su capacidad de estimularlo también tiene fama de abortiva.
La oma hace encurtidos, duerme la siesta al atardecer, y mi amiga y yo hemos construido una casa con sábanas y mantas en el patio. “Ahora tenemos que traer comida”, dice ella, y volvemos de la alacena con dos cucharas y dos frascos: en uno hay zanahorias ralladas; en el otro, pepinos en rodajas. Conozco las zanahorias y los pepinos, pero este sabor es desconocido, astringente, agresivo, tanto que me arden los ojos. Mi amiga se ríe. “Es el vinagre”, dice. Y yo lloro y me río a la vez. Extraña euforia de lo ácido: no puedo parar de meter la cuchara.
Para ahuyentar la mala suerte (o los mosquitos), para bendecir una casa nueva, para ‘abuenar’ cualquier espacio, o cuerpo doliente o malogrado, según diversas fórmulas aborígenes, europeas, criollas y de toda clase de mixturas puramente argentinas, son propicios –juntos– la ruda y el vinagre. No me extraña. La química que ha procurado organizar este jardín en canteros y frascos, en espacios normalizadores buscando revolverlo para hermanarlo (oh, fraternité), ha conseguido fraguar algunas buenas recetas. Esa química sigue pendiente de un Estado explorador que insista amorosamente sobre la complejidad de su territorio y de sus gentes. Las noticias dicen que nos vamos alejando, pero las noticias son cortas y el jardín es ancho.
Son los comienzos de marzo en Buenos Aires y la nube de mosquitos que ataca la ciudad es más furibunda que nunca. Aparentemente las fumigaciones municipales ya no son regulares desde hace varios años, y la creciente tropicalización de la zona, que abarca desde el Área Metropolitana de Buenos Aires –con casi...
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Socorro Giménez
(Mendoza, Argentina, 1973) es escritora y coordinadora editorial del Museo de Arte Latinoamericano de Buenos Aires, MALBA. En 2021 publicó en España su primer libro, Casa se busca (Caballo de Troya).
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