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En la mañana del 25 de abril de 1974, en la que algún día fue la plaza imperial más melancólica de Europa solo importaba una pregunta.
Una pregunta hiriente y necesaria.
¿De qué lado estás?
En el Terreiro do Paço, de Lisboa, se habían apostado algunos vehículos blindados del ejército portugués. Nadie sabía si estaban a favor o en contra del régimen. Lo más probable es que fuesen soldados movilizados para frustrar un golpe de Estado contra la dictadura del que todo el mundo hablaba. Un golpe antes del golpe. En la mente de Adelino Gomes, periodista represaliado, estaba muy presente lo que había ocurrido en Chile siete meses atrás, con los tanques frente al palacio de La Moneda para acabar con el gobierno democrático de Salvador Allende. Ni siquiera el cielo tenía claro a qué lado apostar, yendo y viniendo entre nubes y claros.
Cuando logró atravesar el cordón militar que impedía el acceso a la plaza, Gomes descubrió que el oficial que comandaba aquellas tropas era su antiguo compañero de liceo en Leiria, Fernando José Salgueiro Maia. Una casualidad increíble, cierto, que no resolvía la única pregunta que le importaba a aquella hora en aquel lugar.
¿De qué lado estaba Maia?
Adelino Gomes se consideraba a sí mismo en el lado bueno de la historia. Dos años atrás había tenido problemas con la censura que le habían costado su despido
Adelino Gomes se consideraba a sí mismo en el lado bueno de la historia. Dos años atrás había tenido problemas con la censura que le habían costado su despido de Rádio Renascença, la emisora de la Iglesia donde trabajaba, que lo obligaron a refugiarse en Seara Nova, una revista que acogía voces críticas. El número de mayo ya estaba cerrado. Nada de lo que Adelino Gomes observase en el Terreiro do Paço podría cambiar los contenidos. Así que allí estaba, sin grabadora, sin micrófono, sin cuaderno de notas y sin carné de periodista, un salvoconducto oficial que se concedía con cuentagotas a redactores de diarios menos díscolos que Adelino. Una dictadura también se identifica por su arbitrariedad ante minucias.
Hacía más de diez años que no veía a Salgueiro Maia. Se habían conocido en los últimos cursos de secundaria en Leiria, donde uno eligió letras y otro ciencias. Tenían un círculo de amigas en común, aunque la relación entre ellos nunca se estrechó lo suficiente para sobrevivir más allá de la etapa del liceo. El periodista sabía que su colega había optado por la carrera militar y hasta ahí sabía. Le hizo la única pregunta que había que hacer.
—Oh, Maia, de qué lado é que tú estás?
El capitán le miró y demoró la respuesta que calmaría la ansiedad de Gomes. Él también tenía una pregunta qué hacerle.
—Oye, ¿tú no tuviste unos problemas con la censura que te hicieron salir del país?
—Sí, sí. Me tuve que ir a Alemania.
—Pues estamos aquí para que nadie más tenga que marcharse por lo que escribe, piensa o dice.
Nunca más volvería a sentir una felicidad tan redonda, la felicidad del ciudadano y la felicidad del periodista entrelazadas bajo el cielo dubitativo de abril
El abrazo que se dieron ha acompañado a Adelino Gomes el resto de su vida. Nunca más volvería a sentir una felicidad tan redonda, la felicidad del ciudadano y la felicidad del periodista entrelazadas bajo el cielo dubitativo de abril. Maia le había dado la mejor definición de la libertad de expresión que nunca nadie le daría. Ni Haití ni la guerra de Irak, experiencias extremas que vivió con el tiempo como reportero, tendrían el componente a la vez íntimo y épico de aquella mañana en el Terreiro do Paço en la que se reencontró con su antiguo colega de liceo y recibió la única respuesta que importaba. Cada portugués tiene su 25 de Abril. El de Gomes fue aquel abrazo, seguido de azares mágicos, pacifismos militares, improvisaciones afortunadas y generosidades sin límites, que rememora durante cuatro horas de conversación en la Biblioteca Nacional. Dos empleados de Rádio Renascença, la emisora que había expulsado al reportero por negarse a facilitar un texto a la supervisión de la censura, le facilitan un micrófono y le invitan a retransmitir con ellos lo que estaba ocurriendo.
—Aún hoy me pregunto qué habría hecho yo si hubiese tenido un micrófono en semejante situación. Tal vez no lo hubiese compartido con nadie.
Cuando Adelino Gomes se reencuentra, después de una década, con su antiguo colega Fernando Salgueiro Maia serían las diez y media de la mañana de aquel jueves de abril en el que no acababa de llover.
—Fíjate, que ya habían pasado un montón de cosas en la Ribeira das Naus, pero yo no lo sabía.
Lo que había pasado se llamaba Operación Fin de Régimen.
El ejército portugués había traído la dictadura en 1926, durante la Primera República, con una marcha al estilo mussoliniano que comenzó en Braga, en el norte, y se prolongó durante dos días hasta llegar a Lisboa. La incapacidad que más adelante mostraron los militares para gobernar favoreció el ascenso de António de Oliveira Salazar, un profesor de economía que aprovechó su labor como ministro de Finanzas para convertirse en presidente del Gobierno en 1932. Y como tal permaneció hasta caerse de una silla durante una visita del callista y sufrir varias crisis que forzaron su sustitución por Marcelo Caetano en 1968.
Salazar trató de disimular su dictadura bajo el nombre de Estado Novo. Otra «democracia orgánica» como la que aplastaba a la vecina España. Tanto Salazar como Franco prohibieron partidos políticos, persiguieron y torturaron a los disidentes y pagaron a un ejército de censores para controlar periódicos, libros y películas, además de reprimir las vidas cotidianas con directrices morales y religiosas.
El proteccionismo rozaba el absurdo: para encender cigarrillos con un mechero era necesario tramitar una licencia anual ante Hacienda
Durante los años de dictadura, en Portugal nadie podía andar descalzo por la calle para evitar un espectáculo impropio, ni comprar un vino extranjero y competir así con las cosechas locales. El proteccionismo rozaba el absurdo: para encender cigarrillos con un mechero era necesario tramitar una licencia anual ante Hacienda, una traba impuesta para estimular el consumo de los fósforos nacionales. Las estudiantes de secundaria solo podían arremangarse hasta los codos en el laboratorio de química y, por supuesto, estaba prohibido besarse en la calle. En Lisboa existía una ordenanza municipal sobre los contactos en público, pensada sobre todo para la prostitución, con una meticulosa tabla sancionadora con tarifas progresivas que desveló el periodista António Costa Santos en el libro Era proibido: «Mano en mano, 2,50 escudos. Mano en aquello, 15. Aquello en la mano, 30. Aquello en aquello, 50. Aquello detrás de aquello, 100. Lengua en aquello, 150 escudos de multa, detención y fotografía».
Lo peor, sin embargo, ocurre lejos de la península ibérica. Es en el Vietnam portugués, en la pequeña Guinea, donde los militares mueren y matan por unas posesiones en las que no creen, donde prende la chispa de la protesta que irá corroyendo la lealtad castrense hasta desembocar en un movimiento político-militar construido en apenas nueve meses. Una generación de capitanes idealistas decidirá levantarse en armas en 1974 para derrocar la misma dictadura que sus predecesores habían traído hacía casi cincuenta años.
La sublevación del Movimiento de las Fuerzas Armadas, MFA, tiene ramales por todo el país, donde está prevista la ocupación de cuarenta objetivos. El plan de operaciones, diseñado por el mayor de artillería Otelo Saraiva de Carvalho y denominado Viraje Histórico, contempla el asalto a los cuarteles generales de Lisboa y Oporto, varios medios de comunicación, los aeropuertos y el cierre de fronteras con España para evitar el auxilio de las fuerzas que previsiblemente se puedan solicitar a Franco. Otelo ha perfilado a solas los detalles de la rebelión en su casa de Oeiras, a pocos kilómetros de Lisboa, tras haber tenido que asumir una responsabilidad que habría recaído en el capitán de infantería Vasco Lourenço si no le hubieran castigado con un traslado a Ponta Delgada, en las islas Azores, a mil quinientos kilómetros de la conspiración.
Otelo quiere dar un golpe nocturno para facilitar el desplazamiento de las treinta y dos unidades que se han adherido. Los aviones, además, están incapacitados para volar de noche y eso anula la respuesta de la Fuerza Aérea, que no ha querido sumarse al golpe, aunque sí lo hayan hecho a título individual varios de sus oficiales.
De la Escuela Práctica de Caballería de Santarém parten doscientos cuarenta militares que servirán de cebo para atraer la respuesta del régimen y que recorren los ochenta kilómetros que les separan de Lisboa sin más obstáculos que un ligero sirimiri. Una columna que viene dispuesta a derribar una dictadura, pero no a saltarse las normas de tráfico. El conductor del blindado donde viaja el alférez Carlos Maia de Loureiro frena en Campo Grande, a la entrada de la ciudad, ante un semáforo rojo. El capitán Maia vocea que la revolución no se detiene en los semáforos y el conductor abandona la prudencia. Entre la glorieta de Marqués de Pombal y el Terreiro do Paço circulará a toda velocidad con la sirena encendida.
Mientras ellos avanzan por las avenidas, una llamada urgente despierta en su casa de Alvalade a Marcelo Caetano, que aquella noche se había dormido mientras leía un libro sobre comunismo. El jefe de la policía política, Fernando da Silva Pais, le da una noticia que no le sorprende: «La revolución está en la calle».
Silva Pais le recomienda refugiarse en el cuartel del Largo do Carmo de la Guardia Nacional Republicana, un cuerpo de fidelidad probada, y descartar las instalaciones de Monsanto, como se establecía en un plan previo. Puede que Monsanto haya sido tomado por los rebeldes. Marcelo Caetano se sube al coche en compañía de su adjunto militar, el comandante Coutinho Lenhoso, para desplazarse hasta la Baixa lisboeta. El dictador observa varias patrullas de los sublevados que, para su sorpresa, no detienen el vehículo. Si lo hubieran hecho, el 25 de Abril habría sido un día corto en tiempo y emociones.
Han despertado a Marcelo Caetano y poco después van a despertar al planeta. A las seis menos veinte un despacho de la agencia France Press informa de la existencia de movimientos de tropas en Lisboa.
El jefe de redacción le informa de que se ha desatado una rebelión aunque ignora al servicio de quién está
Hay otro hombre al que también sobresaltan de madrugada. Se trata del jefe de redacción del periódico O Século, Mário Zambujal, que ordena a la telefonista que le ha llamado que movilice a los redactores: «Que interrumpan todo lo que estén haciendo, aunque sea bueno». El propio Zambujal hace algunas llamadas. Avisa, entre otros, al becario de fotografía Alfredo Cunha, que acaba de llegar de una fiesta y está escuchando Riders on the Storm, de los Doors, junto a su hermano en su casa de Amadora, cerca de Lisboa. El jefe de redacción le informa de que se ha desatado una rebelión aunque ignora al servicio de quién está. Al llegar a la oficina, Cunha recibe instrucciones para ir a la sede de la policía política, la PIDE/DGS, en la Rua António Maria Cardoso, y al Terreiro do Paço. Mário Zambujal le da veinte escudos y le recomienda que tenga cuidado. Alguien hace la pregunta que todos tienen en la cabeza.
—¿Y si es peligroso?
—Si no vas allá, no sabes si es peligroso — zanja el jefe de redacción.
Alfredo Cunha llega alrededor de las siete a la plaza imperial bañada por el Tajo, observa a los habituales trabajadores de la Margen Sur y los nada habituales blindados de Santarém. Enseguida detecta quién manda sobre aquellas tropas: un capitán robusto y resolutivo, que camina de un lado a otro, a veces desarmado. Un capitán que en algunas fotos muestra la nostalgia de todo un país.
En la mañana del 25 de abril de 1974, en la que algún día fue la plaza imperial más melancólica de Europa solo importaba una pregunta.
Una pregunta hiriente y necesaria.
¿De qué lado estás?
Autora >
Tereixa Constenla
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