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Lectura

Los amos del mundo

Extracto de ‘El asalto silencioso: cómo las corporaciones derrocaron la democracia’, publicado por Bauplan

Claire Provost / Matt Kennard 11/05/2024

<p>Palacio Nacional, centro histórico de El Salvador. / <strong>Leidymarielamolina</strong></p>

Palacio Nacional, centro histórico de El Salvador. / Leidymarielamolina

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Una llamada inesperada 

Gavin nos cedió una habitación del edificio de medios de comunicación de la Universidad Goldsmiths, en New Cross, al sur de Londres, para usarla como oficina. No tenía ventanas y se venía utilizando como almacén, pero nunca habíamos tenido una oficina para nosotros solos. Ilusionados, tratamos de traer orden al caos, apilando cajas de material periodístico en un lado de la habitación para tener espacio donde sentarnos. En una pared colgamos un mapamundi y grandes hojas de papel para comenzar a esbozar nuestras ideas. 

[…]

Comprometidos con exprimir al máximo nuestras becas, empezamos por seguir un horario de oficina convencional, reuniéndonos cada mañana e intercambiando ideas sobre los proyectos en los que podríamos trabajar juntos. Una llamada inesperada nos obligó a hacer las maletas antes de lo previsto. 

“El 15 de septiembre es el Día de la Independencia de El Salvador”, dijo Meera Karunananthan al otro lado de la línea telefónica, desde Ottawa, mientras corríamos a coger papel y bolígrafo para tomar notas. Meera formaba parte de un movimiento mundial de activistas por la “justicia del agua” y era desde hacía años uno de los contactos de Claire. Nos era de gran utilidad su aparente capacidad para estar al tanto de todas las épicas batallas entre comunidades y corporaciones en todo el mundo mucho antes de que se volvieran noticia (si es que alguna vez lo hacían).  

“Ojalá pudiera ir yo”, subrayó. Nos contó que ese día la comunidad local y los activistas medioambientales iban a celebrar un “Festival de Resistencia” en un pequeño pueblo al norte de la capital salvadoreña, cerca de una polémica mina de oro. La empresa que estaba detrás del proyecto era vista como una amenaza para la propia independencia del país, sobre todo a través de un pleito internacional tramitado en una oscura rama del Banco Mundial. Exigía más de 300 millones de dólares de “indemnización” por habérsele negado el permiso para extraer el oro que había encontrado. Era una multa enorme para un país tan pobre, mayor de lo que recibía anualmente en ayuda exterior.

La descripción del caso que nos hizo Meera tenía algo de épico. Un movimiento cada vez más fuerte y amplio contra la minería y en favor de la protección de los recursos hídricos que parecía estar al filo de la victoria. Se estaban debatiendo nuevas leyes y ella pensaba que El Salvador podía convertirse en el primer país del mundo en prohibir la minería de metales.

“Es la capital mundial de la lucha contra la minería”, afirmó. Pero los que lideraban esa lucha sobre el terreno lo hacían corriendo un gran riesgo. Además de la demanda interpuesta por la empresa contra el país, los activistas locales recibían amenazas de muerte. Varios habían sido asesinados. 

“Es importante que el mundo conozca esta historia”, nos animó, con una intrigante mezcla de entusiasmo y preocupación. Y sugirió que el escrutinio internacional y testigos sobre el terreno podrían servir para proteger a la gente. 

No necesitábamos más. Tras la llamada, empezamos a buscar vuelos a El Salvador. 

[…]

Pacific Rim contra El Salvador 

La demanda internacional contra El Salvador había sido presentada por una empresa con sede en Vancouver, Canadá, llamada Pacific Rim. Era lo que la gente del sector llama una “minera júnior”. No tenía un gran imperio y se dedicaba a explorar nuevos yacimientos. La única joya de su corona parecía ser precisamente la mina que, según la empresa, el Gobierno salvadoreño le había impedido injustamente comenzar a explotar. […] Decían que se les debía una indemnización por el dinero invertido en las actividades de prospección, pero también por la pérdida de sus hipotéticos “beneficios futuros”. 

[…]

Sin embargo, para cuando la empresa canadiense presentó su demanda en 2009, las cosas habían cambiado mucho. Los movimientos ecologistas de los que nos había hablado Meera ya habían tomado impulso. El recién elegido presidente, Mauricio Funes, anunció una popular “congelación administrativa” de los nuevos permisos mineros. Todas las revisiones y aprobaciones de permisos quedaban en suspenso indefinidamente, a la espera de estudios medioambientales y de otros tipos. Los grupos ecologistas y de defensa de los derechos humanos confiaban en que la congelación fuera seguida de una prohibición permanente. 

Tres años más tarde, en 2012, OceanaGold –una empresa minera australiano-canadiense mucho mayor– compró Pacific Rim por menos de 10 millones de dólares. Si ganaba el caso contra El Salvador heredado con la compra, obtendría cientos de millones de dólares de beneficio.

[…]

Nos preguntábamos: ¿Era su demanda una forma de empujar al Gobierno a la mesa de negociaciones? ¿Permitiría el Banco Mundial, cuya misión declarada es acabar con la pobreza e impulsar la “prosperidad compartida”, que una empresa amenazara a un país pobre por tanto dinero, en vista de que lo que querían en última instancia era extraer mineral fuera como fuese? ¿Y por qué los medios de comunicación internacionales no habían cubierto esta disputa adecuadamente?

[…]

Llegamos a la capital, San Salvador, a última hora de la tarde. Estaba oscuro, pero mientras nos llevaban en taxi desde el aeropuerto, pensamos en la carretera por la que viajábamos. Era probablemente la misma en la que cuatro misioneras católicas estadounidenses fueron detenidas, violadas y ejecutadas el 2 de diciembre de 1980. Fue una atrocidad infame. Años después, cuatro oficiales de la Guardia Nacional fueron condenados por los asesinatos. Posteriormente, revelaron en la cárcel que habían seguido órdenes de las autoridades salvadoreñas apoyadas por Estados Unidos.

[…]

Queríamos conocer a algunas de las personas que desafiaban a las empresas mineras en el país. Por ello, la primera reunión que concertamos fue con Pedro Cabezas, coordinador de la red Aliados Internacionales contra la Minería, en un pequeño restaurante de la capital, cerca de nuestro hostal. Pedro parecía relajado, recostado despreocupadamente en su silla, dándole tragos a una cerveza y sin quitarse sus gafas de sol a pesar de estar a la sombra. Lo que nos contó, sin embargo, era dramático: historias de activistas locales asesinados o heridos en ataques, y otros amenazados y acosados. 

Contó el apenas difundido relato del histórico movimiento popular en su lucha por mantener el oro del país bajo tierra y proteger sus reservas de agua. Era una historia esperanzadora que contrastaba fuertemente con todo aquello por lo que El Salvador era más conocido. 

A nivel internacional, el país más pequeño de Centroamérica solía aparecer en las noticias por la violencia y el crimen organizado […] y por cómo la violencia empujaba a miles de personas a emprender peligrosísimos viajes de huida a otros países, incluidos los Estados Unidos.

Puede que parezca un poco probable candidato a convertirse en país pionero en medidas medioambientales a nivel mundial. Sin embargo, Pedro compartió con nosotros datos de encuestas de opinión pública encargadas por una universidad salvadoreña que sugerían que la mayoría de la población se oponía a la minería. Nombró a políticos de la oposición, a líderes de la Iglesia católica y grandes ONG que, aunque no estaban de acuerdo en casi ningún tema, se habían pronunciado en contra de la minería.

“Hay días en los que siento que realmente puede llegar a ocurrir”, sonríe Pedro. “Podríamos convertirnos en el primer país del mundo que prohíbe la minería de una vez por todas”.

Pedro no creía que algo así fuera a suceder rápidamente, ni siquiera con el apoyo del presidente. Le preocupaba que se retrasara años debido a la demanda interpuesta ante el tribunal del Banco Mundial en Washington, pero no se amilanaba. “Seguiremos luchando”. 

Sueños pospuestos 

Llegamos a El Salvador a mediados de 2014, a los pocos meses de que asumiera el cargo el entonces recién elegido presidente, Salvador Sánchez Cerén, del FMLN (Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional). El antiguo profesor y comandante guerrillero parecía haber dejado clara su postura contra la minería. “Todo el mundo dice que El Salvador posee riquezas subterráneas: valles de oro y cuencas de plata”, le dijo Cerén al diario salvadoreño La Prensa Gráfica. Sin embargo, extraerla “destruirá nuestras vidas”.

Hablaba con suavidad y defendía el concepto de “buen vivir”que se había extendido por América Latina desde mediados de la década del 2000. Era un paradigma alternativo para evaluar el progreso centrado en las personas, las comunidades y en su relación con la naturaleza. Esto era importante: su Gobierno se oponía a la minería, pero también afirmaba que quería construir algo nuevo. 

[…]

Fuimos también a ver a Yanira Cortez, de la oficina del Defensor del Pueblo para los Derechos Humanos, institución financiada con fondos públicos creada tras la guerra civil. Yanira era consciente de los conflictos en torno a la minería y estaba igualmente preocupada por el impacto medioambiental de la industria. Sobre su mesa había interminables pilas de papeles. Parecía abrumada. Dudaba de que las instituciones de su país estuvieran a la altura de la tarea de regular las empresas mineras. “Y aunque lo hiciéramos, si terminamos con nuestros recursos hídricos, no será un buen negocio”, dijo.

Cortez hizo hincapié en la crisis hídrica que atravesaba El Salvador. Estaba sometido a un estrés medioambiental extremo, era muy susceptible a las inundaciones y los desastres naturales y era uno de los países más deforestados de América Latina, con más del 90% de sus aguas superficiales ya contaminadas. 

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La minería del oro utiliza sustancias tóxicas como cianuro o mercurio para extraer el metal. El movimiento antiminero salvadoreño creció entre la angustia por los recursos esenciales, ya de por sí sometidos a presión, así como del escepticismo frente a la idea de que los beneficios de la extracción fueran a llegar al ciudadano común.

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Día de la Independencia 

El polémico proyecto minero que Pacific Rim había puesto en marcha en la región de Cabañas, en el centro de El Salvador, al parecer había recibido el muy apropiado nombre de “El Dorado”, como el de la mítica ciudad de oro que había atraído a América del Sur a legiones de exploradores y colonos. Los activistas locales tildaban de nuevos imperialistas a las empresas mineras y afirmaban que el proyecto amenazaba la independencia de todo el país. 

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Mientras conducíamos hacia el norte desde la capital, vimos desde las ventanillas de nuestro coche muchas ceremonias típicas de la fiesta de la Independencia, con bandas de música locales y niños haciendo girar bastones en desfiles callejeros por los pueblos. Pero las pancartas que se habían colgado exigían que la empresa se marchase de la zona y que El Salvador prohibiera la minería de una vez por todas. Era una fiesta, pero más de resistencia que de independencia. Y parecía haber atraído a todos los habitantes de la zona. Nos sentamos entre cientos de personas bajo una carpa de lona azul y luego dimos un paseo por la plaza. 

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El proceso judicial internacional sobre la mina El Dorado se prolongaría hasta finales de 2016. Al final, el tribunal del Banco Mundial se puso de parte de El Salvador y la empresa (para entonces OceanaGold) fue condenada a pagar ocho millones de dólares para cubrir parte –si bien no la totalidad– de las costas legales. Sin embargo, la historia no acabó ahí, y los activistas parecían verlo más como un alivio que como una victoria. 

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Se había invertido una enorme cantidad de tiempo y energía, recursos que tal vez podrían haberse dedicado a apoyar a las comunidades y proteger el medioambiente, pero, aunque con retraso, el sueño de Pedro de prohibir la minería acabó por hacerse realidad. En marzo de 2017, los legisladores salvadoreños votaron abrumadoramente a favor de prohibir todas las extracciones de oro y otros metales, convirtiendo al país en el primero del mundo en imponer una prohibición nacional de este tipo.

Esa fue nuestra introducción al llamado sistema internacional de arbitraje de diferencias entre inversores y Estados (CIADI), que las empresas han utilizado para desafiar las medidas gubernamentales en todo el mundo. Sobre el terreno, en El Salvador, aprendimos cómo este sistema parecía estar estrangulando al país y dificultando, o haciendo más costosa, la protección de su medioambiente y su población. 

Nuestro siguiente paso fue ir a los archivos históricos en Washington para averiguar cómo se extendió este sistema por todo el mundo, y cómo las preocupaciones actuales sobre su impacto en la independencia y la democracia llevaban tiempo siendo pronosticadas. 

Una llamada inesperada 

Gavin nos cedió una habitación del edificio de medios de comunicación de la Universidad Goldsmiths, en New Cross, al sur de Londres, para usarla como oficina. No tenía ventanas y se venía utilizando como almacén, pero nunca habíamos tenido una oficina para nosotros...

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Autor >

Claire Provost / Matt Kennard

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