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El presidente Bukele recibe el bastón de mando (Junio 2019).
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El presidente de El Salvador llega a la Asamblea Legislativa para asistir a una sesión especial acerca de las severas medidas contra la delincuencia que propone implementar. Pero no llega solo: además de la habitual comitiva de asesores y personal presidencial, le acompañan agentes de policía y un séquito de soldados vestidos con uniforme militar que llevan lo que parecen rifles M16 fabricados en EE. UU., en un manifiesto alarde de fuerza.
Miembros de la oposición describen la situación como un “intento de golpe de Estado” y las Naciones Unidas instan al diálogo. Algún gobierno latinoamericano condena la medida, así como unos pocos legisladores estadounidenses. El embajador de Estados Unidos escribe con tibieza que él “no aprobó” la presencia de los soldados, pero por lo demás hay representantes del Departamento de Estado. Menos de dos meses después, en una declaración sobre ayuda extranjera para Guatemala, Honduras y El Salvador, el secretario de Estado escribe que Estados Unidos financiará “programas de apoyo para continuar obrando conjuntamente con el objeto de frenar la inmigración ilegal a Estados Unidos” y “complementar los planes de seguridad existentes”.
¿Cuándo tiene lugar esta escena? Sin un conocimiento de los hechos concretos, un observador razonablemente bien informado podría fijarlo en algún momento de la década de 1970, antes del golpe de Estado de 1979 que derrocó a Carlos Humberto Romero, o quizás en la segunda mitad de la década de 1980, después de que la junta militar permitiera nuevamente la celebración de elecciones. En realidad todos estos hechos ocurrieron este año. El presidente salvadoreño en cuestión es el actual presidente Nayib Bukele, que en febrero entró con el ejército en la Asamblea como parte de un giro más generalizado hacia el despotismo.
El presidente salvadoreño en cuestión entró en febrero con el ejército en la Asamblea como parte de un giro más generalizado hacia el despotismo
Bukele parece deleitarse con demostraciones exageradas de poder y agresividad estatal. En abril, las organizaciones de derechos humanos se echaron las manos a la cabeza ante las espantosas fotos de reclusos esposados juntos formando largas filas; el detalle de las mascarillas que llevaban era tétrico y absurdo, ya que estaban apretujados unos contra otros durante la peor pandemia en cien años. Un par de días después, otras fotos mostraban a los trabajadores encorvados sobre planchas de metal cuyas chispas saltaban cuando las cortaban para colocarlas sobre las puertas de las celdas.
Si bien muchas de las fotos tenían el tono de las denuncias de irregularidades que se podrían ver en el abrumador informe de un inspector o que se podrían presentar como prueba en un tribunal, de hecho fueron difundidas por el gobierno, incluido el propio Bukele, que tuiteó : “A partir de ahora, las celdas de todos los miembros de las bandas de nuestro país permanecerán selladas… ellos permanecerán dentro, en la oscuridad, con sus amigos de la otra banda”. Se trataba de una alusión al hecho de que el gobierno había decidido mezclar miembros de diferentes bandas –la más grande de las cuales es la Mara Salvatrucha, también conocida como MS-13 y Barrio 18– en las mismas celdas, quizás con el propósito de que se mataran entre ellos. Esta posibilidad no es teórica; en las cárceles de la nación las bandas han estado separadas expresamente en respuesta a una serie de disturbios y asesinatos entre rivales.
Entretanto, si las autoridades del poder ejecutivo de EE.UU. intervienen para opinar sobre El Salvador, generalmente es para debatir cuántas personas tienen la intención de enviar allí por la fuerza, ya sean deportados salvadoreños o –a raíz de un reciente acuerdo bilateral– solicitantes de asilo de otras naciones centroamericanas a los que no se les permitió siquiera iniciar el proceso de solicitud de asilo en Estados Unidos. Cualquier otra declaración suele consistir en prometer algún tipo de ayuda en materia de seguridad, en parte para disuadir a la gente de que emprendan el viaje hacia el norte.
El promedio de la ayuda militar de EE. UU. fue de aproximadamente 1 millón de dólares diarios, principalmente durante la administración de Reagan
Esto podría dejar a cualquier observador cercano con cierta sensación de premonitorio déjà vu: Estados Unidos apoyando material y políticamente a un gobierno que consolida el poder y comete violaciones de los derechos humanos en un momento de crisis, al tiempo que deporta y aboca a un gran número de personas al desastre. Esto lo hemos visto antes y hemos visto cómo acaba.
Para todos los estadounidenses preocupados por la existencia de bandas centroamericanas internacionales –Trump menciona reiteradamente a la MS-13, por lo general para insinuar que todos los inmigrantes indocumentados están a un tris de cometer un cruel asesinato– no es ningún secreto que varios años de política exterior e interior inexperta e inadecuada por parte de Estados Unidos las estimularon e impulsaron su crecimiento.
En El Salvador, Estados Unidos ha seguido su manual de estrategias de la Guerra Fría al pie de la letra. A finales de la década de 1970, cuando el país estaba al borde de una guerra civil provocada por una reforma agraria fallida y una brecha en la distribución de la riqueza cada vez mayor, las autoridades de Estados Unidos eligieron a sus aliados. Sin sorprender a nadie, se unieron a quien prometió mantener a raya la posibilidad de una revolución comunista. Cuando en octubre de 1979, el ejército salvadoreño depuso a Romero, un antiguo general con antecedentes de actuaciones represivas antidemocráticas, Estados Unidos estaba totalmente de acuerdo con el nuevo gobierno.
Durante los años siguientes, mientras las guerrillas marxistas luchaban contra el gobierno militar –así como contra paramilitares privados organizados por terratenientes ricos y a menudo conectados indirectamente con el ejército gubernamental– Estados Unidos mantuvo abierta la espita de la “ayuda en materia de seguridad” permitiendo que las armas, la asistencia técnica y el entrenamiento desembocaran profusamente en el derramamiento de sangre. Según algunos cálculos, el promedio de la ayuda militar de EE. UU. fue de aproximadamente 1 millón de dólares diarios, principalmente durante la administración de Reagan, de un total de alrededor de 3.500 millones de dólares: una cantidad mayor que todo el PIB de El Salvador en 1981.
Durante este período se cometieron algunas atrocidades notorias, como la masacre de El Mozote, donde aproximadamente mil civiles fueron asesinados a manos de un batallón salvadoreño entrenado en la infame Escuela de las Américas de Fort Benning aparentemente con el conocimiento de las autoridades estadounidenses. Pero sobre todo se trataba de un patrón diario de asesinatos y desapariciones, una situación que obligó a huir a más de un millón de salvadoreños. Muchos terminaron en Estados Unidos, donde otra serie de políticas estadounidenses cortas de miras colmaron el vaso de la violencia en El Salvador.
Muchos de los refugiados salvadoreños que huyeron se establecieron en California. Allí se encontraron con una falta de apoyo y servicios sociales, una reinante cultura local de bandas y las duras políticas de Reagan y el entonces gobernador George Deukmejian contra la delincuencia. Todo esto, sumado a la experiencia traumática de la guerra anterior, formó una olla a presión en la que las maras y otras bandas centroamericanas pasaron de ser grupos heterogéneos de rebeldes adolescentes a algo más violento. En lugar de intentar revertir esta tendencia o lidiar con los problemas subyacentes –como a través de la financiación de servicios de salud mental, el refuerzo de programas para estudiantes de inglés en las escuelas o tratar a los delincuentes adolescentes como personas a las que se debe ayudar en lugar de criminales excesivamente vigilados y severamente castigados– Estados Unidos decidió exportar el problema deportando a un gran número de salvadoreños a un país que todavía estaba conmocionado, con un terreno fértil y amplio para que las bandas echaran raíces, y una política turbopropulsada por las draconianas leyes de inmigración que firmó el presidente Bill Clinton a mediados de la década de 1990.
El resto casi ha pasado a la historia: los deportados que habían aprendido la estructura de las bandas en las cárceles de Estados Unidos regresaron a El Salvador y organizaron a la cosecha de jóvenes rezagados y traumatizados por la guerra que se quedaron sin perspectivas debido al hundimiento de la economía del cultivo del café y a la guerra, en bandas fuertemente armadas y estructuradas en regimientos que combatían intermitentemente entre ellas. Obtuvieron gran parte de su poder a través de la extorsión generalizada mientras subyugaban al poder del Estado. A su vez, la violencia de las bandas ha provocado sucesivas oleadas de nuevos refugiados que últimamente no han encontrado más que puertas cerradas en Estados Unidos.
Nada de esto es nuevo, lo que hace aún más exasperante que los líderes políticos de ambos países parezcan contentarse con dejar que, en mayor o menor medida, la historia se repita. La política de EE. UU., tanto exterior como interior, nunca se ha enfocado especialmente en evitar la violencia, pero al menos debería haber aprendido la lección en El Salvador y en otros lugares de América Latina sobre el largo e inesperado abanico de consecuencias derivadas de brindar apoyo y cobertura a un gobierno autoritario mientras obligas a miles de personas a volver al régimen del que huyeron.
Bukele es un aspirante a déspota distinto a la junta que derrocó a Romero, de una generación nueva. No es un militar, sino que procedía del mundo empresarial antes de presentarse como candidato para alcalde de la ciudad de Nuevo Cuscatlán por el partido de izquierdas del Frente de Liberación Nacional Farabundo Martí. Bukele ganó ese puesto y luego se postuló para alcalde de San Salvador con el mismo partido; en ese momento, un medio local lo llamó “el capitalista más popular de la izquierda salvadoreña”.
El devaneo concluyó bruscamente cuando el partido le expulsó en 2017 por una retahíla de acusaciones, entre las que cabe destacar la incitación de divisiones internas, el incumplimiento de las reglas del partido y hostigamiento a una trabajadora. Sin inmutarse, se las dio de político independiente que había sido expulsado por la vieja guardia debido a ideas nuevas y peligrosas que amenazaban el statu quo. Finalmente se unió a la Gran Alianza para la Unidad Nacional, un partido de centroderecha formado en 2010 por desertores del partido de derechas ARENA para organizar una campaña para la presidencia. A principios de 2019 fue elegido presidente y prometió implantar una “nueva era” en el país.
El estilo personal de Bukele evoca más a un agente inmobiliario de éxito moderado de Miami que a un jefe de Estado. Todo esto forma parte de su imagen de hombre fuerte, nuevo y hábil, un hombre con millones de seguidores en las redes sociales y conectado a la cultura de los memes por Internet, a través de la cual puede atraer hacia la autocracia a electores jóvenes con curiosidad política. Sus estrategias digitales inteligentes de estética mundana enmascaran la verdadera identidad de Bukele y su objetivo: nada menos que el mismo y antiguo enfoque propio del siglo XX para lograr un orden interno enraizado en un poder estatal unitario y capitalista que castigará a los “criminales” que amenacen ese orden.
La maniobra en la Asamblea Legislativa de febrero estaba diseñada con el objeto de presionar a los legisladores para que aprobaran un suplemento de 109 millones de dólares al que ya era el presupuesto para seguridad más alto de la historia del país. Bukele ha seguido un guión muy familiar al tachar de figuras corruptas del establishment que desafían la voluntad popular a legisladores y periodistas que expresan preocupación por su trayectoria. En respuesta a la pandemia de la Covid-19 estableció una estricta cuarentena obligatoria; cuando el Tribunal Supremo lo anuló por inconstitucional, Bukele anunció que ignoraría el fallo alegando que el tribunal no tenía potestad para “ordenar la muerte del pueblo”.
En respuesta a la pandemia de la Covid-19 estableció una estricta cuarentena obligatoria
No es difícil entender por qué los salvadoreños podrían identificarse con dicho mensaje y su mensajero. Es innegable que las bandas han causado estragos en el país; paradójicamente, estas organizaciones formadas por los que huyeron de una guerra civil anterior ahora están provocando que haya nuevas oleadas de salvadoreños que se van a Estados Unidos en busca de seguridad. La proliferación de las bandas y la incapacidad del gobierno para proporcionar cualquier respuesta o alternativa han causado una verdadera angustia, lo que logra que el enfoque de Bukele sea más atractivo. Al revisar las respuestas a sus sádicas publicaciones en las redes sociales sobre pandilleros encarcelados, no es difícil encontrar la aprobación e incluso la exaltación de los salvadoreños. Mantiene un índice de popularidad de aproximadamente el 90%.
Una diferencia fundamental entre hoy y la década de 1980, según la investigadora en materia de seguridad salvadoreña Jeannette Aguilar, es que el crimen organizado ya no recibe con reverencia a los deportados de Estados Unidos, sino más bien como potenciales amenazas. “Muchas de estas personas son asesinadas solo unos días después de llegar al país… no conocen las dinámicas criminales, entran en zonas delimitadas por fronteras invisibles y corren un gran riesgo precisamente porque no conocen las reglas bajo las cuales operan estas estructuras criminales”, afirmó.
La victimización de los deportados es particularmente preocupante puesto que las propias bandas nacieron, al menos en parte, como grupos de autodefensa. Al enfrentarse a un gobierno hostil por un lado y a un sistema de bandas invasivo por el otro, los deportados podrían ser el catalizador de una desestabilización mayor.
Nos hallamos en un punto de inflexión extremadamente peligroso. Depende de los líderes sociales y políticos salvadoreños el evitar un retorno a la autocracia, pero Estados Unidos tiene que desempeñar un papel: quiero subrayar que no se trata de un papel intervencionista, una política desastrosa por múltiples razones, sino más bien uno de reducción de daños.
Sin embargo, las cosas parecen ir en la dirección opuesta. Este año, la administración de Trump suavizó las normas para la exportación de armas de las instituciones, lo cual ha allanado el camino para una circulación más libre de armas hacia Centroamérica. Y no es que hubiera escasez de armamento de fabricación estadounidense en El Salvador; entre 1982 y 1991, se calcula que el país recibió un total de más de treinta y tres mil de los fusiles M16 que aparecieron en la Asamblea Legislativa en febrero. Trump parece satisfecho de seguir jugando a la pelota con Bukele mientras El Salvador siga apoyando su programa de inmigración, incluso si eso significa crear un dispositivo nacional que evite activamente que la gente se vaya. Aguilar señaló que, a pesar de las medidas draconianas contra la pandemia, que han dejado a varios salvadoreños atrapados en el extranjero, Bukele ha permitido que continúen los vuelos de deportados procedentes de Estados Unidos que traen más Covid-19. La firma del acuerdo de asilo bilateral aún no implementado añade el comodín de traslado de los no salvadoreños al país.
Bukele es muy consciente de que las consideraciones geopolíticas no son la principal motivación de Trump. También elogió a Trump e incluso ha adoptado algunas de sus florituras retóricas; recientemente anunció que estaba tomando hidroxicloroquina, el medicamento promocionado por Trump como antídoto para la Covid-19 a pesar de que no hay pruebas sólidas al respecto.
Actualmente, el liderazgo político tanto de Estados Unidos como de El Salvador está al borde de un precipicio. Las lecciones que nos ofrece la historia están ahí si deciden tenerlas en cuenta. La violencia de las bandas es un problema, pero apuntalar un aparato represivo de seguridad del Estado que proteja principalmente los intereses de los ricos incluso cuando el acceso a la salud pública, la educación y las prestaciones sociales se estancan mientras se deporta a los que huyeron de la violencia, no es una solución: ya demostró ser catastrófico en una ocasión anterior.
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Este artículo se publicó en The Baffler.
Traducción de Paloma Farré.
El presidente de El Salvador llega a la Asamblea Legislativa para asistir a una sesión especial acerca de las severas medidas contra la delincuencia que propone implementar. Pero no llega solo: además de la habitual comitiva de asesores y personal presidencial, le acompañan agentes de policía y un séquito de...
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Felipe de la Hoz (The Baffler)
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