COPA DEL MUNDO 1954
70 años de Berna
Nueve años después de la rendición del criminal III Reich a las fuerzas aliadas, los alemanes encontraron un motivo fuera de toda sospecha para sacar pecho: la victoria frente a la Hungría de Puskas, Kocsis y Czibor
Armand Carabén 29/06/2024
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De todas las finales de Copas del Mundo FIFA, la más recordada por sus repercusiones de todo tipo fue la de la quinta edición, cuya fase final se celebró en seis ciudades suizas entre el 15 de junio y el 4 de julio de 1954. Al cumplirse 70 años de la gran final de Berna, dicho acontecimiento ha caído un tanto en el olvido, pero merece ser recordado. El combinado de Alemania Occidental consiguió su primer cetro mundial al derrotar contra pronóstico a Hungría por 3-2. Dado que la todopoderosa Hungría de Puskas, Kocsis y Czibor era la clara favorita para llevarse la copa Jules Rimet, en el país teutón la inesperada victoria recibió al instante el apelativo de Milagro de Berna. Wunder von Bern en su versión original y, por metonimia, simplemente Bern.
Probablemente ninguna selección en la historia de ningún deporte haya sido tan favorita para alzarse con un campeonato mundial como lo fue Hungría al enfilar el verano de 1954. El Aranycsepet (Equipo de Oro) se presentaba a la cita futbolística sin haber conocido la derrota desde (pásmense) mayo de 1950, tras casi treinta partidos. En el entretanto, se había llevado el oro en los Juegos Olímpicos de 1952, el Campeonato Internacional de 1953 (embrión de la Eurocopa) y, sobre todo, había alcanzado fama mundial al convertirse en el primer once continental en derrotar a Inglaterra a domicilio: los Mighty Magyars aplastaron a los inventores del fútbol en el mismísimo Wembley (3-6) para después revalidar en casa (7-1) en sendas exhibiciones de fútbol ofensivo. A nadie extrañó, pues, que el festival de goleadas prosiguiera en los estadios suizos: en la primera fase los húngaros se cebaron con los novatos coreanos (9-0) y no tuvieron piedad de los teutones (8-3) en su regreso a las copas mundiales después de su larga suspensión tras el nazismo. Los cruces fueron más complicados, pues ya en cuartos los magiares se midieron con la subcampeona mundial Brasil. Pero Hungría superó a los auriverdes en un partido célebre conocido como “Batalla de Berna” por la monumental tangana que tuvo a ambos equipos zurrándose la badana hasta en el túnel de vestuarios. En semifinales Hungría se enfrentó a Uruguay, vigente campeón mundial, y también se llevó el gato al agua tras (esta vez sí) un partido bonito. En la gran final del estadio Wankdorf de Berna, ante 65.000 espectadores, se tenían que enfrentar de nuevo a los alemanes. Estos se habían convertido en la sorpresa del torneo, pero no parecían los más indicados para detener la cabalgada magiar en pos de la estatuilla dorada: no habían pasado ni ocho minutos que los favoritos ya mandaban por dos goles a cero al aprovechar sendos fallos del rival.
Josef Herberger se había dotado de un aura de líder cálido y cercano a la vez que eficiente
Lo cierto es que por Alemania nadie daba un chelín. Al inicio del torneo, la Mannschaft no era ni siquiera cabeza de serie. Al cruzar la frontera camino del Mundial, se cuenta que los jugadores alemanes ya tuvieron que soportar los chascarrillos de sus propios carabineros. El titular con que los despidió el Kicker no fue menos displicente: “Se precisa milagro”. Pero descontar a un equipo entrenado por Josef Herberger era arriesgado. ‘Sepp’ era todo un superviviente. En los años de gestación de la RFA, en pleno proceso de desnazificación, la fama de mitläufer (lo que venía a ser un “compañero de viaje” en versión nazi) pesaba como una losa. Y Herberger, afiliado al NSDAP desde que accediera al cargo de seleccionador en 1936, había tragado con todas las imposiciones raciales de la federación nacionalsocialista, además de incorporar a jugadores de la anexionada Austria. Por no mucho más de lo que hizo él, dos de sus colaboradores de la preguerra habían sido arrojados a la cárcel, de la que únicamente salieron con los pies por delante. Herberger se libró de tan deprimente final porque su principal afán durante la guerra, se adujo, había sido mantener viva la llama de una Nationalmannschaft políticamente neutra. Al terminar la contienda no pudo evitar la inhabilitación cautelar, pero mérito suyo fue que a las puertas del Mundial’54 hubiera conseguido hacer olvidar en buena medida su pasado. Se había dotado de un aura de líder cálido y cercano a la vez que eficiente. Un talante que recordaba al del canciller Adenauer, respetado artífice de la nueva RFA. Por otro lado, si el tópico según el cual no hay que mezclar el fútbol con la política tiene un padre reconocible, este no puede ser otro que Herberger, pues era algo que repetía hasta el aburrimiento.
Por definición, el superviviente no da pasos en falso. Para no poner un mal pie en el país alpino, el mitläufer se hizo con los servicios de Albert Sing, entrenador alemán de los Young Boys de Berna. Este consiguió, gracias a sus contactos locales, que a los impopulares alemanes se les permitiera hospedarse en el magnífico Hotel Belvedere de Spiez, a orillas del lago de Thun. Allí, ambos diseñaron la primera concentración futbolística de la era moderna al aislar a sus pupilos del mundanal ruido para implementar un entonces innovador teambuilding que consistía en dar largas caminatas alrededor del lago para fortalecer la camaradería. En paralelo, Chef Herberger se dedicaba a dar charlas individualizadas a sus pupilos, insuflándoles en la distancia corta los viejos valores de combate, heroísmo y destino, chirriantes “prusianismos” en la joven RFA pero que no sonaban tan mal a oídos de unos chicos que habían servido a su patria en la reciente contienda. Entre los que más habían sufrido durante la guerra se encontraba el gran capitán Fritz Walter, ídolo del Kaiserslautern y verdadero role model para todo un país en búsqueda de referentes limpios. Walter había combatido en el frente oriental, con la mala suerte de caer en manos del Ejército Rojo. Se cuenta que no dio con sus huesos en el gulag porque sus captores eslovacos, buenos aficionados al fútbol, le reconocieron enseguida. Contrajo, eso sí, la malaria, y era leyenda que jugar en días soleados le resultaba un suplicio. Reservado y cabal, Walter se mostraba siempre conciliador y respetuoso en sus declaraciones, ofreciendo la imagen perfecta de líder en tiempos de paz. El perfil del utillero Adolf Dassler era algo distinto: otro mitläufer de manual, “Adi” tuvo la idea de diseñar unos tacos extraíbles para las botas que permitían mejorar el rendimiento en condiciones lluviosas, justo las que se vivirían en la final. Adidas, su marca de ropa deportiva, apenas conocida entonces, obtiene hoy 12.000 millones de euros de beneficio anual con la sola venta de zapatillas. Se puede argumentar, sin embargo, que el miembro más importante de la concentración fue el prestigioso doctor Franz Loogen, quien casi con total seguridad estuvo inyectando metanfetamina (el psicoestimulante favorito de la Wehrmacht en combate) a sus jugadores en el cobijo del Belvedere. Si bien entonces el dopaje no estaba sometido a una regulación clara y era una práctica común en el deporte alemán, es inevitable que la bucólica imagen de la concentración, el llamado “Espíritu de Spiez”, haya quedado manchada para la posteridad.
Alemania Occidental fue avanzando en el torneo. Ya hemos contado que en la primera fase tuvo que afrontar al coco húngaro. Intuyendo que era aconsejable reservar a sus mejores jugadores para enfrentamientos más decisivos, Herberger dejó a muchos titulares en el banquillo. Sus suplentes fueron derrotados con claridad, pero se emplearon con tanta dureza que dejaron renqueante a la estrella rival Ferenc Puskas para el resto del torneo. El resquemor por el comportamiento germano sigue vivo en la Hungría actual. Así las cosas, los alemanes se clasificaron para la siguiente fase al quedar por delante de las débiles Turquía y Corea del Sur. En cuartos, eliminaron a Yugoslavia y en semis, en su mejor partido, golearon a la competitiva Austria. Los chicos de Herberger habían jugado un torneo sorprendente que a medida que avanzaba fue avivando el interés de sus conciudadanos. En una bonita experiencia colectiva que sirvió para olvidar los recientes malos tragos de ver a su país en ruinas, ocupado por los aliados o partido en dos por el nacimiento de la RDA, los germanooccidentales coparon los locutorios de radio y se arracimaron frente a los escaparates con televisores encendidos para presenciar los partidos que retransmitió Eurovisión. En la final, esperaban los temibles húngaros; los alemanes no tenían nada que perder. Aun así, cuando en solo ocho minutos las superestrellas Puskas y Czibor marcaron los primeros goles magiares, la decepción fue inevitable.
Pero Alemania reaccionó. Hoy sabemos que la Mannschaft reacciona siempre y también tenemos claro –gracias a Lineker– que el fútbol es un deporte de 11 contra 11 donde al final gana Alemania. Pero hasta ese 4 de julio de 1954, hasta ese minuto 10 que empezó a certificar la reacción teutona con el gol de Morlock y el principio del Milagro, solo se había escuchado –justamente por boca de Herberger, talentoso muñidor de tópicos– que el balón es esférico y que los partidos duran noventa minutos. Rahn marcó para empatar. El partido entró en un emocionante toma y daca. Echando mano de su calidad, los delanteros húngaros apretaron, pero el portero alemán Turek, olvidando sus dudas iniciales, jugó el partido de su vida. Se puede aducir que también aportaron su granito de arena el pésimo arbitraje del referee William Ling (anuló injustamente un gol a Hungría), las metanfetaminas del doctor Loogen, la lluvia anhelada por Fritz y Adi, la cojera de Puskas y quién sabe si incluso el dios Wotan (otra víctima de la corrección política en la nueva RFA), pero al final fueron la calidad del equipo germano, su tenacidad, su fe en la victoria y su moral de equipo las que llevaron a la Nationalmannschaft a llegar a los últimos minutos del partido con posibilidades de victoria. A falta de tan solo seis, Rahn disparó desde fuera del área. Bien colocado, el balón pasó tan cerca del poste izquierdo húngaro que el portero Grosics, considerado el mejor del mundo, no pudo alcanzarlo: 2-3. Alemania Occidental tenía la gloria al alcance de la mano. Cuando el popular locutor Herbert Zimmerman pudo finalmente radiar con un hilo de voz “¡¡¡Se acabó, se acabó, se acabó, Alemania es campeona del mundo!!!”, la RFA en pleno se echó a la calle. No se recordaba una explosión de júbilo similar, y la celebración se prolongó varios días. Dos millones de personas alineadas a lo largo de la vía férrea celebraron el paso de los campeones en dirección a Múnich, escenario de la recepción oficial. Las conmemoraciones se replicaron en cada ciudad natal de los llamados Héroes de Berna.
Nueve años después de la Hora Cero, esto es, de la humillante rendición del criminal III Reich a las fuerzas aliadas, los alemanes encontraron un motivo fuera de toda sospecha para sacar pecho, ondear la enseña nacional (la nueva tricolor de la República Federal) y cantar el himno a voz en cuello (aquí todavía en su versión políticamente incorrecta de preguerra y su celebérrimo verso “Deutschland über alles”). Así se presentó la nueva Bundesrepublik ante una opinión pública europea aún recelosa. El Milagro de Berna, como espejo del milagro económico alemán (Wirtschaftswunder), pudo causar tanta inquietud fuera de las fronteras germanas como orgullo y satisfacción dentro, pero en todas partes primó el deseo de mirar hacia delante. El politólogo Arthur Heinrich, especialista en el tema, resume así la trascendencia de Bern: “El triunfo de Berna significó para Alemania algo así como su reingreso en el mundo, esta vez de manera civilizada. Ganar el Mundial dio a los alemanes la oportunidad de celebrarse como colectivo en el contexto de una reconstrucción económica que avanzaba a todo trapo, pero que cada uno vivía por su cuenta”. La precaución de no otorgar más importancia de la debida a un simple partido de fútbol pierde sentido cuando el legendario historiador Joachim Fest sentenció con total seriedad: “El 4 de julio de 1954 marca la verdadera data fundacional de la República Federal de Alemania”.
El regreso de Alemania a la primera línea europea como eventual socio para el futuro –aun con sus viejas virtudes prusianas intactas– solo podía producirse en el ámbito incruento del deporte y en un escenario con la tradición pacifista y neutral de Suiza. Si un siglo y medio antes, desde la orilla del Lemán, Madame de Stäel había presentado a la intelligentsia europea los logros literarios de los primeros románticos alemanes (De l’Allemagne, 1813), Suiza volvía a ser el escenario donde Alemania mostraba lo mejor de sí misma y se reencontraba con sus raíces occidentales. Como tantas cosas en el país de los pasos alpinos, “Berna” funcionó como encrucijada histórica, como punto crítico. También para la vencida Hungría.
Suiza volvía a ser el escenario donde Alemania se reencontraba con sus raíces occidentales
Al demolerse en 2001 el vetusto Wankdorf, las autoridades locales decidieron conservar, en su emplazamiento de siempre y junto al novísimo Stade de Suisse, el marcador Longines del viejo estadio. En homenaje al Milagro, inmovilizaron el crono de agujas en el minuto 90 con el resultado de la célebre final del ’54: Ungarn 2-West Deutschland 3. Uno se acuerda de los húngaros y piensa que debe ser doloroso verse como perdedores congelados en el tiempo. En su papel de subcampeones eternos, semejan trágicamente a aquel Aníbal que, también en los Alpes, se perfiló como el “campeón moral” más imponente de la historia. En la Hungría de hoy algunos comentaristas, forzando un tanto la simetría, buscan un Bern en negativo que contribuya a explicar cómo pudo el antiguo reino danubiano alejarse tanto del corazón de Europa, de la modernidad, condenado a morder la realidad de titanio del Pacto de Varsovia. En clave conspiranoica, insisten en la parcialidad del árbitro inglés Ling, quien, además de pitar –por esas casualidades de la vida– los dos Alemania-Hungría de 1954, dio en fastidiar a los magiares en ambos encuentros. A los países occidentales no les interesaba facilitar la victoria de un país del Bloque del Este, argumentan, y así se privó a Hungría de un merecido cetro mundial que podría haber sido el primero de muchos. Sin el ventajismo de esta ilusión retrospectiva, los húngaros de entonces ya expresaron su frustración de modo espontáneo. En Budapest al menos (en el atrasado campo húngaro ni se sabía de la existencia de Puskas) aquel 4 de julio se produjeron pequeños destrozos e incendios. Las autoridades posestalinistas pusieron fin a dichos disturbios menores con un severo toque de queda. Hoy se discute si ese conato de rebelión en una República Popular custodiada por 20.000 efectivos del Ejército Rojo fue el primer jalón de las revueltas de 1956, concluidas con un baño de sangre y con la regresión al estado policial más acerado. Puede que así sea, pero volviendo al fútbol, la enmienda total a la idea de una “Pesadilla de Berna” tiene todo el sentido si atendemos a la trayectoria posterior del Aranycsepet. Se suele olvidar que tras la decepción suiza, los Mighty Magyars siguieron destrozando a sus rivales como si nada, enfilando una segunda y prolongada racha que ya solo pudieron interrumpir los acontecimientos de 1956. “Berna” fue solo un paréntesis en las brillantes carreras de sus componentes, desperdigados por el mundo tras el desmantelamiento del Equipo de Oro.
Sándor Kocsis y Zoltán Czibor sí vivieron un particular epílogo de Bern. Fue en su etapa final como jugadores del FC Barcelona, en 1961. El Barça era entonces el favorito para ganar su primera Copa de Europa ante el Benfica lisboeta. El estadio donde se jugaba el partido era, qué cosas, el mismo Wankdorf de Berna. El Barcelona empezó mal y encajó dos goles tontos. En la segunda parte, en sus desesperados intentos por remontar, las dos figuras húngaras se mataron en el empeño y crearon infinidad de ocasiones. Pero el balón se estrelló una y otra vez contra los postes lusos. Los magiares terminaron el partido con igual marcador y derrota que en 1954: 2-3. Por el testimonio de sus compañeros sabemos que, tras la final, Sándor lloró como un niño y Zoltán clavó su mirada en el techo del vestuario, de donde no la apartó hasta que se apagaron las luces.
De todas las finales de Copas del Mundo FIFA, la más recordada por sus repercusiones de todo tipo fue la de la quinta edición, cuya fase final se celebró en seis ciudades suizas entre el 15 de junio y el 4 de julio de 1954. Al cumplirse 70 años de la gran final de Berna, dicho acontecimiento ha caído un tanto en...
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Armand Carabén
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