noche en el botánico
La belleza radical de Anohni en una ciudad sin corazón
Algo tan hermoso como este concierto debería ser común. Volví a casa imaginando que Anohni cantaba para todes les chavales de los centros de salud mental y hospitales a quienes los trabajadores insisten en llamar por sus ‘dead names’
Fernando Balius 9/07/2024
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I need another world
This one's nearly gone
Hace un par de semanas fui a ver a Anohni en el botánico de la Complutense, en Madrid. Una noche de martes precedida por tormentas dispersas. Me costó ir. En los últimos años apenas he asistido a conciertos. En verdad diría que casi desde la pandemia. El más reciente fue Matt Eliott en un teatro, sentado, felizmente agazapado en la butaca. Y del anterior apenas tengo recuerdos nítidos, Kae Tempest en una sala abarrotada, diciembre del 22. Llevo mal determinadas aglomeraciones y los ruidos, como tanta otra gente. Tiendo a experimentar una distancia con mi cuerpo cada vez mayor, hasta el punto de no sentir que estoy en el espacio tangible y compartido en el que estoy. Existen al respecto distintas descripciones clínicas más o menos imprecisas, que para lo que aquí estoy contando son completamente irrelevantes. No se trata de algo que me convierta en especial, le pasa a muchas personas en distintas situaciones. A mí me sucede con frecuencia en el metro, los hospitales, los centros comerciales y los conciertos. Los problemas que puede provocar en relación con el trabajo (básicamente el desplazamiento hasta el mismo) son bastante peores que los relacionados con el ocio. Pero no voy a negar que me jode: he sido muy feliz escuchando música en vivo.
Conocí a Antony and the Johnsons en 2004. Mi hermano mayor tenía una máquina con la que pasaba sus vinilos a cedés. Un corte para cada cara del disco. Recuerdo a la perfección su caligrafía desastrosa sobre un fondo dorado. Lo escuché años hasta que se rayó, pero antes pasó por muchas otras manos. Entre ellas las de D., que es quien me regaló la entrada del concierto por mi cumpleaños. La voz de Anohni nos lleva acompañando dos décadas. Lo cierto es que creía que íbamos a estar sentados (no soy capaz de justificar el razonamiento que me llevó a esa certeza infundada), pero se trataba de un ticket de pista. Dudé en acudir hasta el mismo día de la actuación. Cincuenta euros. Me parecía, me parece, una cantidad un tanto desorbitada. La posibilidad de ser invitado y pasar dos horas con la mirada perdida me parecía un completo desperdicio. Incluso se lo comenté por encima a mi anciana madre en una de nuestras frecuentes llamadas, por hablar de algo, por compartir inquietudes de esas que te asaltan cuando estás esperando tu turno en Correos. Me dijo que no hablara tanto de dinero, que está feo, que era un regalo. Su parte de razón tenía, me callé, investigué la existencia de una aplicación para vender entradas y traté de convencer a D. para deshacernos de la mía. Pero nada, fue tajante con que no me preocupara, que ya se vería si al final no podía ir. Así que el 18 de junio recorrí la línea 6 hasta Ciudad Universitaria. Según coroné el tramo final de escaleras y alcancé la calle vi a decenas personas clavadas en la acera mientras miraban el cielo nublado a través de la pantalla del teléfono, al girar la cabeza descubrí que sobre el anodino edificio racionalista de la facultad de medicina había incrustado un arcoíris.
Me registraron la bolsa al entrar, los guardias de seguridad repetían con hartazgo y voz queda: ni paraguas ni botellas de plástico, ni paraguas ni botellas de plástico... El recinto, para quien nunca haya estado, tal y como era mi caso, tiene casetas de artesanía, merchandising y distintos espacios destinados a la venta de comida y bebida. Una cerveza eran seis euros, creo recordar (perdóname, madre, ya estoy volviendo a hablar de dinero). Por una suerte de pequeña avenida la gente descendía hasta el escenario. Muchas personas iban enfundadas en unos precarios chubasqueros que la organización había repartido en los momentos previos de lluvia. Torsos y brazos cubiertos con una enorme y fina bolsa de plástico que distorsionaba los conjuntos elegidos para la ocasión. La media de edad del público era elevada y abundaban rostros conocidos de la cultura no popular. Había esculturas a tamaño real de Johnnie Walker que me turbaban porque hace casi veinte años leí aquella novela de Murakami de la que solo recuerdo a ese terrorífico personaje: un exterminador de gatos que pretendía fabricar una flauta con sus almas. Cuando llegamos, la pista estaba repleta y multitud de huecos afloraban en las gradas. Vi y escuché el concierto escorado en un lateral, visibilidad razonable y buen sonido. Cerca de algún amigo y rodeado de gente completamente irreconocible en mi día a día. Inmerso en una práctica social colectiva producida por un habitus concreto y ajeno.
Decidí centrarme en el movimiento de sus manos, y en algún momento ya solo podía pensar en por qué toda esa belleza y dolor quedaba tan lejos de la realidad que conozco
El espectáculo fue maravilloso, cronistas musicales han hablado y escrito sobre ello mejor de lo que yo lo podría hacer. Las canciones de Anohni cruzaban la noche como la hoja de un cuchillo. Existía un estremecimiento general, cada tanto giraba sobre mí mismo y efectuaba un barrido con la mirada. El faro de una costa accidentada. Algunas personas cerraban los ojos y mecían levemente la cabeza, algunas se abrazaban y acariciaban con la yema de los dedos, algunas bebían sus copas de vino (recordad lo de que no se podía meter agua envasada) y exhalaban delgadas bocanadas de humo hacia el cielo. Me esforcé por fijar la atención desde la distancia, la de estar metido demasiado adentro mientras afuera tenía lugar un acontecimiento atravesado por esquemas sociales y mentales que quedan lejos. Pese a ello, disfruté. Supongo que porque ella es una diosa y sabe cómo hacer para atraerte a los límites de su universo. Te permite, por lejos que te encuentres, merodear en la oscuridad de los versos y estribillos que salen de su boca. Decidí centrarme únicamente en el movimiento rotatorio de sus manos mientras las canciones se iban sucediendo, y en algún momento antes del final ya solo podía pensar en por qué toda esa belleza y todo ese dolor quedaba a su vez tan lejos de las realidades que conozco. Como un planeta del que no se conoce ni siquiera la existencia. No me interesa entrar en disquisiciones sobre los costes y viabilidad de un espectáculo semejante, yo solo quiero otro público posible. Supongo que es una forma de egoísmo de clase que asumo y defiendo.
“El gusto por el arte se adquiere. Yo lo adquirí”, afirma Didier Eribon en su monumental Regreso a Reims. Yo pude acercarme a él por varias vías, incluida la gigantesca colección de discos de mi hermano. Siempre he sabido que tuve suerte. El acceso a ciertas prácticas e intereses queda radicalmente determinado por la clase social. A veces no es que el camino esté clausurado o, incluso, custodiado por alguna forma de violencia, es que ha sido directamente borrado de los mapas. Algo tan hermoso como este concierto debería ser común. Es lo único que quería decir desde el principio. Volví a casa imaginando que Anohni cantaba para todes les chavales de los centros de salud mental y hospitales de día de esta ciudad sin corazón a quienes los trabajadores sanitarios insisten día tras día en llamar por sus dead names. Necesitan otro mundo, y lo necesitan ya.
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Hace un par de semanas fui a ver a Anohni en el botánico de la Complutense, en Madrid. Una noche de martes precedida por tormentas dispersas. Me costó ir. En los últimos años...
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