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Un hilo constructor con la primera puntada en la tradición une algunos conciertos que han ido celebrándose en las madrileñas Noches del Botánico. Y ese hilo constructor es una especie de raíz cuadrada de la raíz que encontramos en el etíope Mulatu Astatke, el cubano Eliades Ochoa y los estadounidenses Calexico. En cada uno de esos casos el encuentro de la raíz con su propia modernidad se ha producido a través de un filtro diferente, de un itinerario singular. Y en los tres casos hay algo común: el cambio esencial viene de una nueva forma de producirse en escena. Paradójicamente, la vereda que la raíz ha tomado es toda una avenida global al encuentro de los nuevos públicos que se congregan en los grandes espacios de masas, con tecnología punta en la amplificación y organización física del sonido. El viaje de la raíz hacia la raíz se ha producido a bordo de la tecnología. ¡A la felicidad por la electrónica!
Mulatu Astatke (79 brejes) es el máximo exponente de lo que en los primeros años de la década de los setenta del siglo pasado dio en llamarse swinging Adís Abeba. El golpe de Estado militar del Derg (tendencia marxista-leninista) mandó parar y acabó con todo tipo de swinging en 1974, fulminando el régimen feudal del emperador Haile Selassie: destronado, encarcelado y muerto en extrañas circunstancias. Emperador y revolucionarios aparte, el golpe militar acabó con la música puntera de Etiopía, cerró la principal compañía discográfica etíope, Amha Records, y forzó a los músicos al exilio. Allí se fue Mulatu Astatke.
Previamente a esos acontecimientos, el joven Mulatu se graduó como músico en el Trinity College of Music de Londres y el Berklee College of Music de Boston, donde se especializó en vibráfono y percusión. La tradición etíope de Mulatu se abrazó al jazz, el soul y la música latina. Y tan importante como eso, Mulatu Astatke acertó a crear esa gran música río suya –melting pot que avanza y avanza– con el formato de big band de bolsillo, donde las percusiones van entretejidas con los vientos para empujar el sentido. La espectacular organización del sonido propia de los conciertos de jazz, rock o salsa hizo lo demás.
La música de Mulatu tiene suspense, con ese contrapunto del vibráfono o el órgano. Un trance extremadamente amable, envenenado y contagioso
Un golpe militar sacó a Mulatu del baile hace cincuenta años y una película volvió a ponerle en el mapa en este siglo XXI. Jim Jarmusch incluyó siete temas de Mulatu en su película Broken Flowers (2005). El tema cumbre de esa banda sonora fue “Yegelle Tezeta”, también es tope de hipnótico en los conciertos: una pequeña suite que sintetiza todos los sistemas de ecuaciones culturales que maneja Mulatu Astatke. Su música tiene suspense, con ese contrapunto del vibráfono o el órgano. Un trance extremadamente amable, envenenado y contagioso. Eso es lo que disfrutamos en Madrid.
El guajiro Eliades Ochoa (Loma de la Avispa, Santiago de Cuba, 1946) se metió desde niño en el tuétano de la música campesina cubana: la trova, el son y las guarachas. Su música te succiona por completo al minuto. Te mete en una mágica burbuja de tiempo y espacio que te saca del reality de los gobiernos, el mundo y sus monarquías. De familia de músicos en el Oriente cubano, sus padres tocaban el tres y eso se nota en la peculiar, fabulosa y supercreativa guitarra de Eliades Ochoa. Cantando, con esa voz terrosa y enduendada, Eliades es un tenorio a primera sangre. Te captura a la manera de Chano Lobato.
Cuando la música tradicional cubana se encontraba arrumbada en el rincón de los trastos viejos, llegó Ry Cooder y mandó triunfar. Y triunfó en 1997 con el proyecto Buena Vista Social Club y la película de Wim Wenders, donde Eliades Ochoa era de los alevines junto a añejas torres de la sabiduría como Compay Segundo, Ibrahim Ferrer o Rubén González. Respetando la esencia y los matices de esa música y esos músicos, Ry Cooder organizó el apretado old all stars para sonar todopoderoso en los espacios del rock o, simplemente, de masas. Y funcionó. Los directos de Eliades siguen esa senda sonora. Arrancando con el paraíso perdido y reencontrado de “El manisero” y metiendo candela con “El cuarto de Tula”. Sentido y necesario homenaje a Compay en “Chan Chan”, que se te van los pies y alma con el tumbao del contrabajo. Eliades es hoy el guardián de la llama. Un destilado exquisito con la brisa del palmar. El son es sublime. Poesía y clave.
La trayectoria de Calexico es rocambolesca. Sus líderes, Joe Burns y Paul Covertino, son de Tucson (Arizona). Su viaje a la raíz cuadrada de la raíz comenzó en los años ochenta haciendo grunge con algunas perlas folkies con la banda Giant Sand para pasarse en los noventa a la psicodelia, la electrónica ambient y el lounge de Friends of Dean Martinez. Calexico es el crisol donde todo lo anterior le da una espectacularidad sonora imponente a un material de la frontera: tex-mex, cumbias, country de las praderas y country latino de la bodegas, power pop, folk extravagante o spaghetti western de guitarras a lo Hank Marvin. Manejan un follón de estructuras sonoras en un todo orgánico a la manera de conceptual de Morricone. Tocan como posesos y te dan vuelta a la cabeza de un acento a otro.
Los músicos de Calexico se tiran al barro desde el primer tiro. Martin Wenk es una máquina imparable e incesante de producir ingeniosidades
Calexico hace una música tan cultivada, barroca o sencilla, tan para gourmets diletantes, que pareciera condenada al ostracismo. Pero estamos en el siglo XXI y suenan en Breaking Bad con el tema “Banderilla”, cuando el agente Hank Schrader, cuñado de Walter White, vigila la cosa del trapicheo. Otra época, más abierta de orejas, romanticona y disfrutadora del buen humor.
Los músicos de Calexico se tiran al barro desde el primer tiro. Además de la potencia elevada a n de Burns y Covertino, hay un tipo en esta banda que me vuelve loco: Martin Wenk. Este multiinstrumentista es una máquina imparable e incesante de producir ingeniosidades. Wenk en sí mismo es una orquesta dadaísta hecha con diez deditos: trompeta, vibráfono, guitarra, acordeón, teclados, percusiones ligeras y cencerro del platanal. El mundo en sus manos. De invitada sacaron a Amparo Sánchez (Amaparanoia), que ensanchó la secta del perro caliente con su habitual coraje. Un dato: “El Mirador” (2022), último disco de Calexico, es tan fantástico como los 18 anteriores.
Concierto también gozoso fue el de Pink Martini, con su cabaret global elevado al cubo. Los de Portland (Oregón) saltaron a las tablas con “Amado mío” y la fueron liando con “Lilly”, “Sympathique”, “Quizás, quizás, quizás” y “¿Dónde estás, Yolanda?”. Cualquier cosa emotiva y divertida le cabe al jefe Thomas Lauderdale y su combo, con China Forbes a la cabeza. Cimafunk le metió mano al cubaneo hipersexualizado y al bailongo de centrifugadora nuclear. El israelí Asaf Avidan tiene coraje, encanto y una voz muy original para el folk-rock tan sentimental que se gasta. Y George Thorogood me decepcionó. Mucho. Llevo escuchando sus discos desde “Move It on Over” (1978) y me gustan un puñado. Pero su directo fue una colección de clichés infumables. Finalmente por hoy, las Noches del Botánico tienen una calidad de sonido asombrosa: una revolución científico-técnica en medio de nuestras hermanas las plantas y su microclima verde, afortunado y glorioso. Disfruten.
Un hilo constructor con la primera puntada en la tradición une algunos conciertos que han ido celebrándose en las madrileñas Noches del Botánico. Y ese hilo constructor es una especie de raíz cuadrada de la raíz que encontramos en el etíope Mulatu Astatke, el cubano Eliades Ochoa y los estadounidenses Calexico....
Autor >
Pedro Calvo
Periodista chusquero. Nací en Cuatro Caminos (Madrid), en 1954. Vengo de los felices tiempos del estajanovismo plumilla. Me dio por escribir de músicas y de la tele. Tengo el humor ahí. Una manía. En RNE me dejan ponerme fino delante del micro.
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